Uno de los grandes ídolos de Cioran fue Saint–Simon, pero no Henri, el filósofo positivista, sino el pariente lejano de éste, Louis de Rouvroy, el duque y diplomático cuyas Memorias sobre la corte de Versalles, durante el reinado de Luis XIV, son una obra cumbre del retrato.
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Cioran admiraba la genialidad con que Saint–Simon capturaba la esencia de los aristócratas, doncellas y chambelanes que revoloteaban alrededor del trono, unos como abejas o luciérnagas, otros como zánganos o moscardones, y cuyos fines, proyectos o ambiciones engendraban en su interior una buena dosis de miseria. Al determinar a un personaje, Saint–Simon rompía la cáscara que encubre al ser y revelaba su misterio, mas no siempre podía eludir la simpatía o el desdén que le inspiraban sus homenajeados, al fin y al cabo, ese es el riesgo que asume el retratista y, decía Cioran, “era injusto y profundo; injusto por apasionado y profundo porque quería ir hasta los límites, hasta el extremo de los seres”.
Cuando el proyecto de publicar un Saint–Simon esencial en lengua inglesa se fue al garete (propuesta que le hizo a Cioran una amiga estadunidense), lamentó la oportunidad perdida de seleccionar los retratos que más le apasionaban, pero no consideró la idea de escribir un libro sobre el memorialista. A decir verdad, pensó Cioran, un tributo a Saint–Simon quedaría incompleto sin la obra de sus contemporáneos, discípulos y sucesores, que también cultivaron la semblanza. La tarea, entonces, fue llevar a cabo una compilación (Antología del retrato), y eligió a un puñado de observadores cuyos fragmentos ensamblaron una peculiar historia del siglo XVIII porque “el solitario rara vez tiene una visión amarga de la naturaleza humana; superior a sus desagrados, piensa en el hombre desde una gran altura, desde demasiada distancia como para rebajarse a odiarlo. Muy diferente es el caso del individuo sociable o atareado. Ya en la Edad Media, como anota Huizinga, no es en los claustros donde se deja ver la perfidia de los hombres, sino en el entorno de los príncipes, sobre todo en los poetas que estaban condenados a vivir en la corte. Más tarde los salones habían de instituir la tiranía de la omnipresencia humana, lo odioso de una existencia de la que la soledad es desterrada. Quien vive por la sociedad vive contra ella. En gran parte, el retrato como género es el resultado de la venganza y de la pesadilla del hombre de buena compañía que ha lidiado demasiado con sus semejantes como para no execrarlos. Por agotadoras que sean las pruebas del saber vivir, no podrían compararse con las del solitario, únicas, inimitables en todos los ámbitos”.
Madame de Staal–Delaunay, Grimm, Madame du Deffand, Marmontel, Madame de Genlis, Rivarol, Etienne Dumont, Talleyrand, Madame de Stäel, Chateaubriand, Joubert, Benjamin Constant, Saint–Beuve y Tocqueville, son algunos de los informantes con que Cioran elaboró un mapa de venganzas o chanchullos, de vicios o virtudes y de puñaladas traperas incluso, porque en su itinerario el retrato más visceral es el se que hace entre los amigos (Charles de Rémusat refiere que el barón de Barante, admirador de Benjamin Constant, decía de él en sus últimos años: “Es una ramera que ha sido bonita y que termina sus días en el hospital”; Chateaubriand anota de la rica pero tacaña Madame de Coislin: “Cuando la encontraba hundida en inextricables cuentas, me recordaba al avaro Hermócrates que, dictando su testamento, se había instituido como su heredero”).
Autobiografías, correspondencias, diarios, cuadernos de notas. Cioran recuperó las plumas de los cortesanos y consiguió trazar un cuadro en el que los celos, la insatisfacción, la necedad, el odio, la insidia, el disimulo, el rencor, la sordidez, la ratería, el servilismo y todo tipo de lacras se condensan en el peculiar, y más complejo, espíritu de la especie humana, el del arribista.
AQ