Hace siglo y medio, justo en el mes de abril, un joven llamado Arthur Rimbaud vuelve a casa. Regresa lastimado en cuerpo y alma. Luego de un pasional altercado con Paul Verlaine, éste le ha disparado un par de tiros de revólver hiriéndolo en el brazo derecho. Lleva en una alforja su única posesión: un conjunto de hojas manuscritas, el proyecto de un Libro pagano o Libro negro sobre el que ha estado trabajando y al que dará el título definitivo de Una temporada en el infierno. Pero ahora, convaleciente, no le queda más remedio que someterse a los severos cuidados de su madre, a la que suele apodar como “la boca de sombra” y con la que tendrá siempre una relación difícil, compleja, de múltiples capas.
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La familia tiene una granja, en Roche, en las Ardenas francesas. Rimbaud detesta las faenas del campo y se encierra en el granero para ponerle punto final a ese libro. Será el único que publicará en vida. Y del que una vez publicado se olvidará, o casi. Muy pronto “el hombre de las suelas de viento” —como le llamaba Verlaine— se escapará de nuevo y esta vez lo hará mucho más lejos en el espacio y en el tiempo. No volverá a escribir los poemas con los que cambió los paradigmas de la poesía y que han llegado hasta nosotros con el título de Iluminaciones. Sin embargo, escribirá cartas, muchas cartas a través de las que podemos seguir los rumbos de su aventura en África y un reporte escrito con la prosa puntal y experta de un geógrafo.
Ningún occidental antes que él se había internado en calidad de comerciante por las rutas más inhóspitas —más salvajes también— de aquel continente. Hay quien ha visto en ello una suerte de verificación de las líneas premonitorias que redactó entre abril y agosto de 1873: “Regresaré, con miembros de hierro, la piel ensombrecida, la mirada furiosa: por mi máscara se supondrá que pertenezco a una raza fuerte. Tendré oro, seré ocioso y brutal. Las mujeres cuidan a esos feroces lisiados que vuelven de las tierras cálidas”. Lo escribió a sus 19 años, volverá a los 37, obligado por un cáncer que le comenzó en la rodilla y se extendió por su cuerpo con la misma velocidad con la que él emprendía sus viajes. Su hermana Isabelle estuvo siempre al pie de su lecho agonizante. Murió en Marsella, Francia, en el Hospital de la Concepción, un 10 de noviembre de 1891. Un día antes dictó una carta en la que pedía ser llevado a bordo en el siguiente barco, quería volver a África.
Leí a Rimbaud por primera vez a mis 18 años. Buena parte de lo que he escrito y escribo ahora tiene que ver con la huella imborrable de esa lectura. Con el tiempo fui redactando un libro que ahora se publica y comienza a circular en este mes de abril: Rimbaud A/Z. (Bonobos, Secretaría de Cultura de Jalisco). Lo imaginé con el formato de un diccionario en el que cada letra del alfabeto detona una averiguación rimbaudiana. Con la venia de mis editores comparto con los lectores de Laberinto una de sus entradas.
Desierto
Y tal vez todo tuvo un principio en el desierto. En un texto tan temprano como Les déserts de l’amour: “Comprendí que ella seguía con su vida de todos los días. Y que el regreso de su cariño tardaría más de lo que se demora en volver una estrella”. Y también en Roman: “Estás enamorado. Tus sonetos la hacen reír. / Tus amigos se alejan. Estás insoportable”. No hay desierto más vasto que el desierto del amor. Y entonces la tentación de comparar la inmersión del vidente en los desiertos abisinios con la de santos y profetas. Los padres del desierto. Los eremitas. Jesús mismo en su cuaresma. Tal vez demasiado, pues lo que Rimbaud busca es abrir nuevas rutas para el comercio: marfil, café, armas, esclavos, al dictado de la época y de su propia ambición. (“Las mujeres y los hombres creían en los profetas. Hoy creemos en el hombre de estado”.) Abisinia y Rimbaud: La búsqueda del oro y, a la vez, una nueva incursión en lo desconocido. Un territorio inédito para su catalejo de explorador. Rápido, rápido, hay que organizar la caravana…Tal vez todavía ese “impulso insensato e infinito hacia esplendores invisibles”. Temple del expedicionario que regresa y a la luz del quinqué, bajo el calor que no cede, comienza a escribir el largo, detallado reportaje que envía a Le Bosphore Égyptien en El Cairo. Lo vemos ahí, vestido de algodón, se ha quitado las pesadas botas y escribe cartas, muchas cartas y como el profeta Jeremías se queja. “¿Encontraste tu cruz en los desiertos del cielo?” Le pregunta el fantasma de Gérard de Nerval. Rimbaud andará bajo esos cielos, sediento, enfermo, incomparablemente fatigado. Y, sin embargo, había soñado con aquello: “viajaremos, cazaremos en el desierto”. Volvería con la piel bruna, la mirada fiera, tatuado y fortalecido por la violencia del clima. Y se dejaría cuidar por las manos buenas, por las manos providentes de Jeanne Marie o de Isabelle, o de Djami, su fiel sirviente abisinio. Al fin y al cabo, ellos también lo esperan y, mejor aún, lo desean, lo deseamos todos. Una vida, la nuestra, justificada por la dedicación al guerrero que vuelve exhausto, con los ojos repletos de visiones, ¿qué historias traerá consigo? ¿qué especias embriagadoras? ¿qué insólitas costumbres? Le prodigaremos nuestros cuidados. Él, lisiado, irredento, atado al lecho nos revelará lo que vio en aquellas tierras donde el desierto y la noche comparten una misma sustancia, un mismo destino, bajo la estrella de plata que sus ojos afanosamente buscan. ¿El corazón, el alma, el espíritu serían entonces las tres puntas de esa estrella, la trinidad desvelada, los reyes de la vida? Dónde está ahora el viajero, el escrupuloso comerciante, más allá de la exclamación, ¡Oh los Calvarios y los molinos del desierto, las islas y los almiares! Qué otras cosas trituran esos molinos sino las imágenes entrevistas, los sueños soñados en el rincón de la infancia, los lingotes de oro que se llevan atados a la cintura, los infinitos granos de arena mezclados en la ventisca que le azota el rostro… Y adivinarlo frente al viejo molino de Charleville, donde sigue pasando en lento tránsito el río Meuse, y oírlo decir, premonitorio, etíope, apócrifo: “¿Dónde instalar un silo en esta tierra inhóspita, una fortaleza para contener la arena viva de este desierto, una palabra que resista el azote de un lenguaje bárbaro en los labios de estos hombres solares, y continuar como un descarnado más al frente de esta caravana de fantasmas, un peregrinaje de exiliados; cuando entre insomnio y espejismo se alcanza un pozo y el agua sabe a desolación, el agua negra que sostiene en vilo la amargura, un falso augurio de redención? ¿Quién diablos, más allá de esta población de bandidos, donde acechan las fiebres como fieras y las mujeres no disimulan una mirada de áspid, quién recoge las voces de este sueño, qué boca escupe por la mía este conjuro?”
AQ