Qué fiestón armaron amigos y familiares de Rina Lazo, para festejarle su cumpleaños el 30 de octubre del 2019 ahí, en su mítica casona, donde se cree vivió Malintzin.
Rina se divirtió y bailó sones oaxaqueños. Por la noche se retiró a dormir. El 31 de octubre despertó más energética que siempre y subió al andamio ubicado en un muro de su casa, para dar las últimas pinceladas al mural El inframundo de los mayas. Trabajó el día entero en los últimos detalles; por fin lo terminó, después de seis años, o más. Caía la noche y se prometió que al otro día lo firmaba. Fue a la recámara, se metió a la cama, y se quedó dormida para siempre.
Era 1 de noviembre de 2019 cuando su hija, la arquitecta Rina García Lazo, descubrió que su madre, la multipremiada pintora, muralista, académica y grabadora,falleció por la madrugada de un infarto, según certificó el médico.
Si Rina Lazo viviera, se enojaría conmigo por revelar a ustedes la verdadera edad que cumplió el día de su fiesta: 96. Noventa y seis disciplinados años. Rina poseía memoria asombrosa y sonrisa contagiosa. Y fue bella hasta su último día.
No dejó pendiente artístico alguno, pero sí una mortificación: que su casa, el hogar en que habitaba también el ánima de Malinalli, no tuviese fecha para restañarle las heridas que le dejó el terremoto del 2017; Alejandra Frausto, titular de la Secretaría de Cultura, no había cumplido la palabra empeñada en 2018, quesque para conseguir fondos federales para esa reconstrucción. Hoy, la promesa sigue en el aire.
La casa de Rina y su esposo, el grabador y muralista Arturo García Bustos (9 de agosto de 1926 - 7 de abril de 2017), no es cualquier espacio. La planta baja data de 1521; ahí habrán hecho el amor Hernán Cortés y Malinalli; ahí habrían concebido y traído al mundo a Martín, el único hijo que ella tuvo con Hernán.
Hace mucho se corrió el rumor de que esa casona histórica alguien se la regaló a Rina y Arturo. Nada más falso. Ellos se la compraron a Carmen Vasconcelos de Ahumada, hija de José Vasconcelos. Le dieron un enganche y pagaron el resto, durante diez años. Nadie les regaló nada.
Rina y Diego Rivera
Escuché el nombre de Rina Lazo, por primera vez, en boca de mi padre, en mi infancia. Años después, la conocería yo en casa de una amiga. Y era 1 de noviembre del 2018, cuando, por fin, la entrevisté. Llegó con flores en el cabello y algo de tristeza: venía de visitar a García Bustos en el Panteón de Dolores; la acompañó Rina, la única hija de ambos. Él había partido año y ocho meses atrás. Pintaron murales juntos, caminaron en protestas sociales desde que se conocieron en 1947; casáronse el 16 de octubre de 1949. Sesenta y ocho años de estar lado a lado.
—¿Cómo ha sido vivir sin Arturo?
—¡Ay!, muy difícil; siempre convivimos en armonía porque nos gustaba lo mismo; es muy importante en los matrimonios que haya gustos afines. A mí me pareció muy bien lo que él logró; tenía facultad y facilidad para el arte, y él me estimulaba mucho para crear.
Rina y Arturo se conocieron por Diego Rivera. Ella, que nació en Guatemala y desde la escuela primaria dibujaba fácil, como reír y jugar, llegó a México a los 18 de edad. Era estudiante sobresaliente de la Academia de Bellas Artes, en su tierra, por eso participó en un concurso de pintura cuyo primer premio fue estudiar en la capital de México. Ya acá, Rina eligió la Escuela de Pintura y Escultura “La Esmeralda”, “porque yo sabía que ahí daban clase Diego Rivera y Frida Kahlo”. Tres meses después, uno de sus profesores —que trabajaba con Rivera— al ver la disciplina y calidad del trazo de su alumna, le echó el ojo. Rina me lo contó así:
“El maestro escribió lo siguiente en un papelito: ‘Al terminar la clase dígame si acepta ir a trabajar con Diego Rivera’. Si me lo hubiese dicho a voz en cuello, todos habrían querido estar en mi lugar”.
Rina ayudaría a Rivera en el mural que pintaba en el Hotel Del Prado: Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central. Al día siguiente, se trepó al andamio instalado en el comedor del hotel. Era 1947.
—Cuando viste a Diego Rivera, ¿te dio miedo?
—Fue una impresión grande, porque era muy alto y gordo; se acercó a mí con pasos lentos, y me besó la mano; él había vivido trece años en París y era muy caballeroso. Me pareció un hombre fino y amable que me dijo: “ya vamos a empezar a pintar ese muro”; era de veinte metros de largo por cuatro de altura.
—¿Qué cualidad tuya hizo que Rivera declarara que eras su mejor ayudante y su mano derecha?
—Yo era tan apasionada y disciplinada en la pintura que llegaba puntual y observaba todo lo que él hacía; influyó que en Guatemala estudié con un profesor formado en el impresionismo, corriente que Diego nunca dejó. Sin embargo, él no valoraba esa etapa suya, pues en una entrevista le preguntaron qué opinaba de sus años en París, y respondió: “que perdí mi tiempo”.
Rina trabajaría con Diego Rivera tres murales más: El pueblo en demanda de la salud, en el Hospital de La Raza; El agua, origen de la vida, en el Cárcamo del Lerma, en Chapultepec; y La Universidad, la familia mexicana, la paz y la juventud deportista, en el Estadio Olímpico. Ella me platicó que en el de la Raza “Diego ahí ya me dejaba pintar”; en el del Cárcamo, “me plasmó nadando, al lado de su hija Ruth”. Para el del Estadio Olímpico, “me integré con un grupo de artistas entre los que estaba José Gordillo. Participamos en los dibujos y en la colocación del mosaico”. Rivera planeó pegar mosaico y piedra de colores y regiones del país en el talud perimetral del estadio. En 1954 no pudo concluir la obra por el cambio de sexenio. Diego entregó a la rectoría de la UNAM los planos completos. Rina deseaba que: “Ojalá un rector tenga la audacia de terminar el mural”.
Al muralismo lo mataron
—Rina, ¿crees que ha muerto el muralismo?
—Pues no murió, lo mataron, que es lo más triste.
—Explícame eso...
—Fue a partir que Nelson Rockefeller mandó borrar del Rockefeller Center el mural El hombre en la encrucijada, que le encargó a Diego en 1933. Ahí empezó una lucha contra el muralismo, porque Siqueiros ya estaba pintando en Sudamérica y había mucha influencia del muralismo mexicano en esos países. En Estados Unidos se decidió que era muy peligrosa la temática mural sobre América Latina y comenzó una campaña que encabezó José Luis Cuevas. Y presionó a las autoridades mexicanas que empezaron a prohibir que se pintaran murales en edificios públicos.
Tal vez Rina hizo exageró acerca del papel de las autoridades mexicanas de ese tiempo, pero lo que hoy se sabe, porque es público el archivo de José Gómez Sucre (1916-1991) que él, como director de Artes Visuales de la Unión Panamericana de la OEA, sostuvo con Cuevas intensa correspondencia, en la que éste pedía a Sucre le escribiera artículos —que Cuevas firmaba como suyos— atacando al muralismo mexicano.
—Cuevas fue miembro de La Ruptura...
—En realidad fue una ruptura que no se dio en México, se acordó en Estados Unidos para acabar con el muralismo de contenido social.
—¿Fue censura?
—Pues sí, fue censura, pero no salió del corazón de México, salió de un acuerdo de los directores de museos de los Estados Unidos.
—Entonces ¿el movimiento de La Ruptura no fue auténtico?
—Fue una ruptura que promovieron los estadunidenses, otorgando becas y apoyos a los artistas jóvenes mexicanos, para que hicieran una obra que Siqueiros llamó: “pintura muda”.
La niña de Guatemala
Rina Melanie Lazo Wasem nació en la capital de Guatemala en 1923, y pasó inolvidables vacaciones en Cobán. Su madre, de origen alemán, hablaba el maya quiché, o quekchí y creció en Cobán. Y le enseñó a Rina el valor de la cultura maya. “Íbamos a visitar esa ciudad, a nadar al río, a montar a caballo. Mi mamá dominaba el idioma Quekchí porque era su lengua materna; de otro modo no podía comunicarse con la gente del mercado pues los indígenas no dominaban el español. En Cobán había muchas fincas cafetaleras y los alemanes que llegaban allá, en lugar de estudiar el castellano, aprendían el quekchí.
Los recuerdos de Rina acerca de Cobán y las ruinas mayas, no se perderán: en el último tramo de su vida, retornó a su infancia para pintar: El inframundo de los mayas.
—¿Ese mural recoge tus recuerdos?
—Así es. Cuando tenía 7 años fui con mi mamá a una cueva de Cobán que ella visitaba desde joven; el trayecto lo hacía a caballo, porque no había carretera. Y nos llevó a mis hermanos y a mí para que conociéramos la cueva. Mi mural es como entrar a esa cueva.
La niña Rina conoció también a Miguel Ángel Asturias, Premio Nobel de Literatura 1967. Y la lúcida memoria de Rina me convidó esta imagen:
“Lo vi en una fiesta en casa de unos parientes míos; él se subió en una banca para decir sus poemas; lo miré y no lo pude olvidar. Era una persona que de solo escucharlo, una queda encantada. Para mí es el más importante escritor y poeta del mundo, pues refleja la idiosincrasia guatemalteca”.
Ya adolescente, Rina soñó con ser astrónoma. Pero no existía en su país esa carrera, y se fue a la Academia Nacional de Bellas Artes, a consolidar su trazo.
Rina Lazo Wasem pintó ocho murales. El primero, en una escuela primaria de Temixco, no existe ya. Están en pie: Tierra fértil, de 1954, y Venceremos, de 1959, en Guatemala. Una obra monumental suya —por la que vivió tres meses a Bonampak— fue realizar, al fresco, la réplica de las pinturas de esas ruinas; el resultado está en el edificio facsímil del jardín anexo a la Sala Maya del Museo Nacional de Antropología e Historia de la ciudad de México, y data de 1966. En 1997 se inspiró en el Popol Vuh para Venerable abuelo maíz, instalado en la Sala Maya del mismo museo. Con García Bustos emprendió dos más, uno en Cancún, y otro en Grottmare, en Italia. El último mural de Rina es El inframundo de los mayas, que irá al Mexic Art Museum, de Austin, Texas. Fue sobre el lienzo de lino de ese mural que Rina, con apellido materno Wasem, puso por última vez sus manos, un día antes del último suspiro.
ÁSS