Roald Hoffmann, un ojo en la ciencia y otro en la poesía

Mis días con los Nobel

El académico de la Universidad de Cornell debió abandonar su país para salvarse de los pogromos soviéticos y nazis e intentar construir un mundo mejor con base en sus dos pasiones: la química y la poesía.

Roald Hoffmann, científico y poeta, ganador del Premio Nobel de Química en 1981. (Wikimedia Commons)
Carlos Chimal
Ciudad de México /

Me aproximo al poblado de Ithaca, localizado en un rincón del estado de Nueva York, a unas siete horas de la isla de Manhattan en autobús. Es sede del campus universitario de la Universidad de Cornell, donde tengo una cita con el profesor Roald Hoffmann, quien nació en Złoczów, hoy parte de Ucrania, en 1937. Como muchos polacos, se vio obligado a salir de su país a fin de no desaparecer a manos de los pogromos soviéticos y nazis. Sobrevivió intentando construir un mundo mejor, “con un ojo al gato (la ciencia)”, afirma, “y otro al garabato (la poesía), porque ambas habrán de reunirse”. La química es una ciencia de velocidades. Dependiendo de cuán lento o rápido sea un proceso obtendremos una molécula estable y sanadora, o bien nos explotará en las manos. “¿No se parece a la poesía?”, agrega, “una práctica cuya esencia es el ritmo, el cual puede ofrecernos fluidez o hacer que el poema se opaque”.

Ganador del Premio Nobel de Química por sus habilidades predictivas, al concebir, junto con Robert Burns Woodward, reglas precisas para pronosticar la transformación estructural de moléculas químicas, Hoffmann puede considerarse una genuina rara avis de la cultura, pues no sólo ha tendido puentes entre las comunidades teórica y experimental, también lo ha hecho entre los artistas, humanistas y científicos, propiciando discusiones útiles y acercamientos reales. En el prólogo de su poemario Catalista, menciona un denominador común aceptable tanto para las ciencias “duras” como para las humanidades y las artes. Las tres llevan a cabo actos creativos refinados por la mano de un hábil artesano que sabe prestar atención a los detalles. ¿Cómo podemos apreciar la belleza de algo tan abstracto y alejado de la vida diaria como una estructura química? Él piensa que, antes, debemos preguntarnos: ¿qué tan abstracta puede ser esa molécula de cisplatino, útil para curar tumores cancerígenos? ¿O el gas cianuro de hidrógeno que se usaba en los campos de concentración, es vago? No hay nada abstracto en algo que cura o aniquila. Pero entonces se revela la naturaleza humana, empeñada en conocer. ¿Por qué un compuesto puede aliviarnos y otro acabar con nuestra vida, cómo lo hace? Así surge la experiencia estética. Quizá también un templo griego necesita una explicación si queremos apreciar su belleza intrínseca.

David Locke se refiere en su libro (Science as Writing) a la anécdota conocida de aquella velada en casa de Robert Haydon, en la que ilustres intelectuales de Londres maldicen la ciencia de Newton, “pues le ha quitado la poesía al arcoíris con su truco del prisma”. Charles Lamb, John Keats, William Blake estaban convencidos de que la ciencia no conducía a ninguna experiencia estética. En cambio Leonardo de Vinci y William Wordsworth creían todo lo contrario. Picasso y Einstein no se entendían y, a pesar de ello, sus ideas se corresponden. ¿La tensión entre arte y ciencia nunca cederá? “Sin duda”, responde, “la explicación de Newton sobre el ángulo de inclinación (42º) de la luz con respecto del horizonte a fin de que se produzca un arcoíris le agrega una dimensión nueva al acto de apreciarlo y entender en términos emocionales lo que simboliza. Pero, sin duda, la tensión está ahí... Quizá es peor en estos días, dado que la ciencia y la tecnología son ricas en recursos y metáforas, mientras que el arte sufre por ello”.

Poco antes de esta visita al profesor Hoffmann había fallecido un querido colega y amigo suyo, el explorador y cronista de las partes más obscuras de la mente humana y notable pluma, Oliver Sacks, quien lo recuerda con cariño en un libro autobiográfico (On the Move: A Life). “Viene a mi memoria su sonrisa cuando le llevé una pequeña botella de acero con krypton, recuperado en el laboratorio de la Universidad de Cornell por John Terry”, me dice. Y añade: “Los químicos estamos agradecidos con él, un médico, por habernos mostrado el valor intrínseco de nuestra materia. Para cuando su mal tomó un curso definitivo, hizo algo más. Escribió a mano la experiencia de morir. Ya nos había mostrado en sus libros, de una manera que no imaginábamos, cómo opera la dignidad del enfermo. Ahora nos ha enseñado una forma de caminar en paz durante nuestra agonía, sin sensiblerías, simplemente contando su historia, haciendo suya la tabla periódica de los elementos. ¡Gracias a Oliver por habernos enseñado a amar la ciencia y la literatura!”

AQ

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