La microficción esconde una paradoja que podríamos expresar en términos newtonianos: la brevedad de un texto es inversamente proporcional al tiempo que le toma a uno digerir su significado. No es coincidencia que el laconismo de Confucio siga despertando curiosidades e incitando dilatadas reflexiones.
Si los atributos asociados a la escritura compitieran por el podio de los anhelos, el silencio se llevaría la medalla de oro. Nietzsche se refirió a él como “el camino hacia todas las cosas grandes” y el ensayista inglés William Hazlitt lo enarboló como “una de las artes más grandes de la conversación”. ¿Alguien se atreve a contradecir a los monjes tibetanos que atesoran el mutismo en un mundo estridente?
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El escritor mexicano Roberto Abad pertenece a esa legión de creadores que procura el silencio. “Lo complejo de la escritura —dice Abad— es que exige concentración y, por lo tanto, escucha. Necesitas momentos de silencio para la microficción encuentre su esencia”.
Nacido en Cuernavaca en 1988, Abad es un esteta de la brevedad. Ha escrito relatos con admirable destreza (su libro Cuando las luces aparezcan da cuenta de ello), pero la microficción ha sido —hasta ahora— el terreno más fértil de su literatura.
En 2015 publicó Orquesta primitiva, una colección de narraciones brevísimas donde ya se palpaban el ingenio y la pericia en el manejo de la forma. Abad arriesgó la teoría de que un libro puede ser un concierto y que un lector puede transformarse en un “escucha sordo”.
En su publicación más reciente, El hombre crucigrama (UNAM, 2023), Abad estira las posibilidades del libro como artefacto narrativo, pero también como objeto: propone un juego cuyas reglas están diseñadas para quebrarse; un juego cuya esencia está en el texto mismo.
A primera vista, el planteamiento parece convencional. Un hombre se sienta a la mesa en una cafetería, pide un espresso doble, se quita el sombrero y piensa con parsimonia. A su alrededor, nadie. Entonces ocurre lo inesperado: el hombre comienza a narrar. El lenguaje se convierte en la medida de su existencia. “La palabra es, ante todo, una unidad de tiempo”, escribe Abad en una de las páginas del libro.
A partir de aquí, el hombre crucigrama encadena sus historias. A cada una le corresponde una palabra oculta. Será labor del lector —si decide jugar— revelar su significado.
A contracorriente
El microrrelato es un género esquivo e injustamente marginado de las estanterías y los catálogos editoriales. No obstante, logra que la realidad adquiera una forma decisiva: el universo condensado.
“Es algo suicida publicar un libro de microrrelatos”, me cuenta Roberto Abad. “Difícilmente vende igual que una novela. Pero al mismo tiempo es un género de fácil acceso. No te pide mucho y te permite entrar al mundo con un espíritu de gozo”.
Por sus singularidades —la concisión, el ingenio, el trasvase de significados—, la narrativa breve podría estar emparentada con la poesía y el aforismo. Cuando le pregunto al respecto, Abad me ofrece una alternativa: “La microficción es un animal extraño, un monstruo de varias cabezas”.
Quizás esa deformación de la identidad le permite convivir con un concepto a menudo desdeñado: el juego.
Roberto Abad defiende esa cualidad como una pieza insustituible de la narrativa breve. “El juego nos permite reconocer la etapa en la que fuimos más libres, cuando nos permitimos imaginar y arriesgarnos más. Hemos perdido eso al crecer. Hay que volver a ese espíritu y reconocernos en el juego. Este libro invita a que el lector reconozca esa paradoja, la asuma e intente asimilar el vacío”.
El epígrafe de El hombre crucigrama pertenece a Borges: “Yo creo que habría que inventar un juego en el que nadie ganara”. El hombre crucigrama se acerca a ese designio: es un acertijo de papel donde no hay vencedores ni vencidos. Sin embargo, uno sale de él con una deslumbrante sensación de victoria.
ÁSS