Roberto Bolaño: detective de serie B

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Ficción y autobiografía, prosa y poesía, se funden y confunden en la obra anfibia del escritor al que recordamos con este ensayo a 20 años de su muerte.

Roberto Bolaño (1953-2003) (Fotoarte: Luis M. Morales)
Mauricio Montiel Figueiras
Ciudad de México /

“Existe un México ficticio que está tan literariamente establecido como puede estarlo la Arabia de Las mil y una noches. Si corresponde a la realidad en un mayor o menor grado, pues no lo sé, no puedo saberlo. Pero que existe y que se ha dado ya en algunas de las obras literarias y cinematográficas más esplendorosas del siglo veinte resulta innegable. Es un México no literal, sino literario, que se puede frecuentar. Y estamos autorizados a frecuentarlo, aun si no lo hemos pisado nunca”. Así hablaba el gran escritor español Javier Marías en la entrevista que un colega y yo le hicimos con motivo de la aparición de Negra espalda del tiempo (1998), la “falsa novela” donde la Ciudad de México de los años veinte deviene cuna de absurdos y claroscuros merced a la malograda figura del autor inglés Wilfrid Ewart. Aunque era su primera visita física a la capital mexicana, Marías ya la había pisado literariamente en Negra espalda… y en Mala índole, relato largo publicado en forma de libro.

Curiosamente, en 1998 también vio la luz otra “falsa novela” extranjera que toma a la Ciudad de México como uno de sus escenarios principales: Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño (1953-2003), que se convertiría en un auténtico hito de la literatura hispanoamericana. A diferencia de Marías, Bolaño conoció personalmente su territorio ficticio: en este caso la Ciudad de México de los setenta, sede de talleres literarios y poetas incipientes envuelta en el humo de la nostalgia y la marihuana. Al igual que Marías, a quien confesaba admirar, Bolaño se inclina por los personajes malogrados, por quienes transitan por la “negra espalda del tiempo”; una inclinación que despunta en Estrella distante, donde el chileno denuncia los horrores del régimen pinochetista. En esta novela se encuentra ya el germen de Los detectives salvajes: Carlos Wieder, la “estrella distante”, paradigma del impostor y trasunto siniestro de Antoine de Saint-Exupéry y Raúl Zurita, se desdobla en Ulises Lima y Arturo Belano, los “detectives” del título, cazadores de extravagancias poéticas y dealers ocasionales, fundadores de un movimiento —el “real visceralismo”— que mucho debe a los célebres infrarrealistas. Al igual que Marías, Bolaño se involucra como ente de ficción, aunque parapetándose tras la silueta borrosa de Belano; al igual que Negra espalda del tiempo, Los detectives salvajes permite redefinir las fronteras del thriller, las memorias y la novela y hablar de una literatura que se gestaba de cara al nuevo milenio. A diferencia del de Marías, el de Bolaño es un México que sentimos cercano, quizá más de lo conveniente: de la colonia Condesa a la colonia Roma, de Coyoacán al Centro Histórico, de Octavio Paz a Manuel Maples Arce, de Carlos Monsiváis a Verónica Volkow, es el orbe que todos los capitalinos conocemos.

Bolaño demostró con creces que, antes que entregarse a tortuosas elucubraciones sobre el futuro de la narrativa, el escritor tiene que crear una plataforma capaz de sostener ese futuro siempre inasible, siempre seductor. Desde La literatura nazi en América y Estrella distante, novelas publicadas en 1996, el chileno fundó su plataforma sobre el cimiento establecido por el Wakefield de Nathaniel Hawthorne: el exilio como la condición sine qua non del individuo contemporáneo, ese Apátrida del Universo que —dice Hawthorne— “tiene tanta probabilidad de volver a su hogar, como los muertos de retornar a sus antiguas moradas en la tierra”. Sin embargo, Bolaño impidió que el peso de ser expulsado de la Historia asfixiara su función primordial: narrar, contar historias con minúscula que no obstante se vuelven mayúsculas, lo que no es poca cosa en un continente donde la grandilocuencia ha causado estragos profundos.

En la obra de Bolaño el destierro es una situación física y psíquica, y para confirmarlo ahí están sus álter egos: del Roberto Bolaño literario que se cuela a numerosos poemas de Los perros románticos (1993) y Tres (2000), así como a algunos relatos de Putas asesinas (2001) —donde llega incluso a reducirse a una B— y a ciertos pasajes de Amberes (2002), al Remo Morán de La pista de hielo (1993) que preludia a Arturo Belano, que aparece por primera vez en cuatro de los catorce cuentos de Llamadas telefónicas (1997) para luego renacer como protagonista de Los detectives salvajes y de “Fotos”, el antepenúltimo texto de Putas asesinas. Belano está presente también en Amuleto (1999) aunque el personaje principal es Auxilio Lacouture, uruguaya avecindada en la Ciudad de México que se desprende de Los detectives salvajes y que en esta ocasión lleva la batuta narrativa. Novela inclasificable, anfibio que se mueve con soltura lo mismo en las aguas de la Historia que en los terrenos de la alegoría, Amuleto comprueba que la plataforma creada por su autor es una de las pocas sobre las que ha aterrizado el futuro de nuestra literatura. El replanteamiento de la voz narrativa, emprendido con vigor en Los detectives salvajes y perfeccionado en Nocturno de Chile (2000), alcanza nuevas alturas en Amuleto a través de Auxilio. Encerrada en un baño de la Facultad de Filosofía y Letras durante la toma de la UNAM por parte del Ejército en septiembre de 1968, la narradora se exilia doce días de un mundo que reconstruirá mentalmente. Serán doce días de hambre saciada con papel higiénico; doce días para explorar los valles del delirio y los accidentes de una memoria que guarda imágenes de Pedro Garfias y León Felipe, de Remedios Varo y el Rey de los Prostitutos de la colonia Guerrero en la Ciudad de México, del enloquecido pintor Carlos Coffeen Serpas y su madre Lilian, una poeta que asegura haberse acostado con Ernesto el Che Guevara y que vende los dibujos de su hijo en los antros frecuentados por la cultura mexicana; doce días que bastarán para que el tiempo se dilate hasta que ya no se sepa “si estoy en el 68 o en el 74 o en el 80 o si de una vez por todas me estoy aproximando como la sombra de un barco naufragado al dichoso año 2000 que no veré”.

Fenomenal anillo de Moebius —“Mi forma de desplazarme hacia el objeto observado era como si trazara una espiral”, anota Auxilio—, Amuleto diluye el tiempo narrativo e instaura el tiempo mítico gracias tanto a la reelaboración de la figura de Erígone, la exiliada de Argos, como a las alusiones a Marcel Schwob y Jerzy Andrzejewski. El destierro patente en La cruzada de los niños (1893) y Las puertas del paraíso (1961), textos gemelos, resurge en Amuleto a través de la “generación entera de jóvenes latinoamericanos sacrificados” que desfila cantando hacia el abismo en el paisaje de Remedios Varo por donde Auxilio deambula al final de su viaje inmóvil. Tiempo narrativo, tiempo mítico: en el orbe fascinante y múltiple de Bolaño, la máquina de H. G. Wells puede ser un wáter universitario.

Publicados simultáneamente en 2007, El secreto del mal y La Universidad Desconocida fueron un acontecimiento de primer nivel porque ayudaron a consolidar la plataforma del proyecto bolañiano, empeñado en fundir y confundir autobiografía y ficción, prosa y poesía, para conseguir la fecundación de géneros de la que habla Ignacio Echevarría en el prólogo de El secreto del mal; una fecundación a la que W. G. Sebald aludía al responder, en el transcurso de una entrevista: “Solo quiero escribir una prosa decente. No importa qué sea: biográfica, autobiográfica, topográfica. Siento una enorme aversión por la novela convencional.” Alma gemela de Sebald, que también privilegió el tema del exilio físico y psíquico y tuvo una muerte igualmente prematura, Bolaño comparte tal aversión y la sintetiza en una frase: “Díganle al estúpido de Arnold Bennet que todas las reglas de construcción siguen siendo válidas solo para las novelas que son copias de otras”. Una frase que viene incluida por cierto en “Gente que se aleja”, una de las dieciséis secciones que constituyen la summa poética de La Universidad Desconocida pero que ya se había publicado, bajo la forma de novela astillada, con el título de Amberes. La fecundación de géneros, así pues, se convierte en demolición de fronteras genéricas.

Entre las “trizaduras combustibles” que se desprenden de ese proceso de demolición, no obstante, se va edificando un sistema de puentes que unen las distintas zonas del orbe bolañiano. El filón autobiográfico, explorado directamente en dos de los diecinueve textos que integran El secreto del mal (“La colonia Lindavista” y “No sé leer”, este por desgracia inconcluso), es el principal sustrato de la poesía de La Universidad Desconocida. Carolina López, la viuda del autor, señala en el epílogo que la primera parte del libro —compuesta por siete secciones— proviene en buena medida de tres libretas escritas a mano y rotuladas “Diario de vida”, lo que prueba que Bolaño veía sus memorias como una suerte de laboratorio lírico: “Quiero decir que mi lirismo es DIFERENTE / (ya está todo expresado pero permitidme / añadir algo más).” Por los versos, prosas poéticas y poemas narrativos de La Universidad Desconocida circulan, entre lluvias y atardeceres y estampas de un erotismo descarnado, varios personajes que remiten a la historia del escritor: su hijo Lautaro, Mario Santiago y los infrarrealistas, una muchacha pelirroja y otra de piernas pecosas, un hombre jorobado y otro apodado el Gusano que protagoniza un cuento de Llamadas telefónicas. Están también dos nombres que evocan la trama policiaca de La pista de hielo: Gaspar, poeta mexicano, y el camping Estrella de Mar en Castelldefels, donde Bolaño trabajó como vigilante nocturno en 1980. Está “una Barcelona que me asombraba e instruía”. Está la equivalencia entre detective y poeta, uno de los mayores hallazgos del autor: “Un impulso, a costa de los nervios que quedan destrozados en habitaciones baratas, propulsiona a la poesía hacia algo que los detectives llaman perfección.” Y está por supuesto México DF, ciudad invisible “que es la prolongación / De tantos sueños, la materialización de tantas / Pesadillas”.

Si La Universidad Desconocida es el laboratorio de Bolaño, El secreto del mal cumple una función de primer archivo póstumo. En él hay relatos y fragmentos de relatos, apuntes que tendrían un desarrollo ulterior (“Músculos”, donde se perfila Una novelita lumpen, de 2002) y conferencias que salen de otro libro para encontrar un mejor acomodo (“Derivas de la pesada” y “Sevilla me mata”, de Entre paréntesis, volumen de ensayos de 2004). Arturo Belano, el álter ego por excelencia, deambula por tres textos para anunciar la muerte de William Burroughs, enterarse del fallecimiento de su cómplice Ulises Lima y viajar a Berlín en busca de su hijo Gerónimo. Y mientras V. S. Naipaul pasea por Buenos Aires pensando en la sodomía como costumbre argentina y los miembros del grupo Tel Quel son captados en un retrato que cobra vida y los vuelve soñadores feroces, un narrador que podría ser el propio Bolaño ve por televisión un filme de zombis que podría titularse El hijo del coronel, “una película que era mi biografía o mi autobiografía o un resumen de mis días en el puto planeta Tierra […] una película de muy bajo presupuesto, una serie B de pura sangre”. Flamantes piezas de un rompecabezas que se armó con minuciosidad extrema, El secreto del mal y La Universidad Desconocida nutren el azoro y la inquietud que despierta el género al que pertenecen: la literatura serie B de Bolaño, una literatura de cepa que desde hace tiempo se colocó en las grandes ligas.

Al comentar Amberes en su oportunidad dije que la obra de Bolaño evoca un edificio que conforme uno lo recorre adquiere los contornos de una agencia detectivesca, una sólida empresa dirigida por un investigador empeñado en rasgar las entretelas de la realidad para constatar que, sí, el mundo es un sitio “extraño y fascinante”. Al cabo de la lectura del testamento bolañiano, misma que acometí en el lapso de una sola semana, descubrí que ese edificio había sido desde siempre una cámara de resonancia inscrita en el catastro hispanoamericano con el número 2666, emblema misterioso que se anuncia no solo en Amuleto, como señala Ignacio Echevarría al citar un párrafo que alude “a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato”, sino también en Los detectives salvajes, en cuyas páginas finales se refiere la visita de una maestra al cuarto que Cesárea Tinajero solía alquilar en una calle de Santa Teresa, Sonora: “Cesárea habló de los tiempos que iban a venir y la maestra, por cambiar de tema, le preguntó qué tiempos eran aquellos y cuándo. Y Cesárea apuntó una fecha: allá por el año 2600. Dos mil seiscientos y pico.” Suerte de Comala posmoderna y obvio trasunto de Ciudad Juárez en 2666 (2004), Santa Teresa es un componente básico de este sistema de resonancias en el que lugares, personajes y situaciones hacen las veces de ritornellos. Los ejemplos sobran: un protagonista de 2666 se emborracha con Los Suicidas, el mezcal que se bebe en Los detectives salvajes; Lalo Cura, el narrador de un cuento de Putas asesinas, resurge en 2666 como un joven guardaespaldas vuelto policía que podría ser hijo de Arturo Belano o Ulises Lima, cuya fugaz aparición se fecha en 1976, año en que concluye Los detectives salvajes.

Hoyo negro en el que las tradiciones literarias de diversas latitudes se precipitan para ser reinterpretadas, 2666 tiene pues un núcleo vertiginoso que es Santa Teresa, imán que atrae y une las cinco secciones de la novela: “La parte de los críticos”, “La parte de Amalfitano”, “La parte de Fate”, “La parte de los crímenes” y “La parte de Archimboldi”. Aunque se puede leer de modo independiente, cada sección responde a un ars combinatoria, o mejor, a una compleja matrioshka regida por la figura ambigua del escritor Hans Reiter alias Benno von Archimboldi, relevo de Cesárea Tinajero, el gigante cuyos pasos resuenan en los múltiples corredores del libro y al que su hermana imagina saliendo de una tumba en un cementerio que quizá sea el mismo de Amuleto. Un cementerio que simboliza el orbe bolañiano, proclive a los puntos de fuga y a las fronteras geográficas y narrativas y habitado por seres extraterritoriales que poseen una intensa vida onírica y asumen, por tanto, que “[hay] sueños en donde todo [encaja] y [hay] sueños en donde nada [encaja] y el mundo [es] un ataúd lleno de chirridos”. Un orbe oscuro, alumbrado por el fulgor de una poesía feroz, cuyo secreto late en los feminicidios al parecer infinitos de Santa Teresa; un orbe donde las palabras “[se ejercitan] más en el arte de esconder que en el arte de develar” y en el que los lectores “quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entretenimiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos”. Justo a ese aquello se enfrentó Bolaño en una batalla épica en la que, en efecto, “hay sangre y heridas mortales y fetidez”; una batalla que abrió y cerró puertas para la literatura en lengua española y que quedará como uno de los pocos combates de verdad librados al arrancar el siglo veintiuno.

Publicado en 2017, Sepulcros de vaqueros es el quinto tomo novelístico que se ha dado a conocer luego del deceso intempestivo de Bolaño y que se ha armado con material incluido en su archivo tanto manuscrito y mecanuscrito como electrónico. Reacio como suelo ser a la obra literaria póstuma, que más veces de las deseadas sirve básicamente para engrosar las cuentas bancarias de los herederos del autor difunto sin que este pueda expresar su acuerdo o desacuerdo con las decisiones editoriales, me había distanciado de los “nuevos” títulos de uno de los escritores que más admiro, quiero y respeto para quedarme con sus brillantes páginas publicadas en vida. Con Sepulcros de vaqueros, sin embargo, me llevé una grata sorpresa ya que al olvidarme del Mito Bolaño, que ha crecido de manera desmesurada en los años posteriores a su fallecimiento, me he reencontrado con la esencia del Universo Bolaño y con la Voz Bolaño, única en el panorama de la escritura contemporánea. Aunque se leen como textos inconclusos, las tres novelas cortas que integran este libro poseen una curiosa unidad que las hace encajar como piezas dignas del puzzle colosal que el autor diseñó a través de sus libros con un imbatible talento torrencial. En “Patria” y “Sepulcros de vaqueros”, escritas según se nos indica entre 1993 y 1998, resurgen Belano, el álter ego bolañiano llamado primero Rigoberto y luego Arturo, así como personajes que hallarían acomodo en Estrella distante y Llamadas telefónicas y alusiones diversas a Santa Teresa, el locus central de 2666; por su parte, en “Comedia del horror de Francia”, escrita entre 2002 y 2003, se hace presente la deriva decididamente surrealista que articula toda la obra del chileno, quien elige el disfraz nominal de Roger Balamba, poeta bretoniano, para lanzar uno de los guiños lúdicos que tanto le gustaban. Celebro, pues, que aún escuchemos las palabras del implacable detective Roberto Bolaño, que a setenta años de su nacimiento y dos décadas de su muerte se mantiene magníficamente vivo en nosotros sus lectores fieles.

AQ

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