“Recientemente he estado cambiando mucho mis procesos de escritura”, comenta Roberto Wong mientras saca de su bolsillo el teléfono celular para mostrarme algo. En su pantalla veo un gráfico circular conformado por puntos de distintos tamaños y líneas que los conectan entre sí. Lo que observo me hace pensar en una constelación o una gran red neuronal. Pronto entiendo que mi intuición no se aleja de la realidad. Lo que Wong me muestra es su tablero personal de Obsidian, una aplicación que le permite, entre otras cosas, “construir un segundo cerebro”: un archivo personal con hipervínculos y relaciones temáticas donde registra ideas, proyectos, lecturas. En esencia, cualquier pensamiento.
“Principalmente”, dice, “estoy interesado en vincular en un solo espacio mi blog, mi podcast, mis textos y las reseñas de libros que hago en mi cuenta de Instagram. Eso me permite crear una memoria de lo que quiero escribir o de lo que ya he escrito”. En seguida, como si hablara de un ser viviente al que ha custodiado desde su nacimiento, añade: “el archivo todavía está creciendo”. Mientras me guía por los entresijos de su segundo cerebro, pienso que la sustancia del recuerdo se nos escapa como arena con el transcurrir del tiempo. Escribir, anotar, dejar constancia, son todas actividades que pretenden ganar esa pugna. Horas más tarde, de camino a casa después de la entrevista, reflexionaré sobre esto y concluiré que, en efecto, un archivo de la memoria propia es una especie de ente vivo y en perpetuo crecimiento.
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El registro de la memoria —y su opuesto natural, el olvido— es un tema que pulsa también las inquietudes literarias de Wong. Nos encontramos en las oficinas de la editorial Random House para conversar sobre Bosques que se incendian, la novela más reciente de este escritor mexicano que habla con ensayada parsimonia. La premisa nos presenta a cuatro personajes varados en el Hotel Hilbert, un sitio cercado por el enigma y cuya política de reservación es tan sugerente como ominosa: cada vez que recibe a un nuevo huésped, el resto debe cambiar de habitación para hacer lugar al recién llegado. Inspirado en una paradoja que inventó el matemático alemán David Hilbert para explicar el infinito, este intrincado mecanismo es el punto de partida de la novela. Mientras la leía, me sentí impelido a relacionar este hotel con esos sitios que Marc Augé definió como “no lugares”. Al igual que los espacios descritos por el antropólogo francés, el Hotel Hilbert de Wong es una zona de tránsito donde el anonimato acecha a la identidad. A sus inquilinos les resulta imposible asentarse, pero algo les impide abandonarlo a voluntad.
La memoria es el tema medular de Bosques que se incendian, pero también —como ha señalado el escritor Emiliano Monge— es todo aquello que rodea al tema. Uno de los personajes es un escritor cuya voz se manifiesta en forma de archivo. Es decir, a través de notas y breves textos olvidados en una de las habitaciones. Al respecto, Wong me explica: “Hay una manera de escribir sobre la memoria que está relacionada con el acceso a los recuerdos, donde lo fundamental es narrar la vida. A mí me interesaba plasmar la idea del archivo desde el punto de vista del andamio que construye al libro en sí”.
Hablemos del escenario donde transcurre la novela. ¿Qué buscas construir con este espacio?
Quería presentarlo como una especie de sueño. El espacio está desvinculado de la cotidianidad porque me interesaba plantear un pasaje que permitiera entender la memoria como un relato sobre nuestra identidad y, por otro lado, sugerir una premisa anclada en el misticismo. Es decir, ¿qué pasa si se derrumba ese relato que narra quiénes somos y de dónde venimos? ¿Y qué sucede después? Por eso incluyo las citas a San Juan de la Cruz, y por eso también muestro el hotel como una especie de purgatorio, un lugar de paso entre un momento y otro.
En el Hotel Hilbert los personajes libran una batalla contra el olvido. ¿Qué te interesa explorar acerca de la memoria?
Pienso en la memoria como un lugar infinito. La memoria no sólo es archivo, sino también imaginación. La conjunción de esos dos elementos —archivo e imaginación— es lo que da forma a la memoria. Hay una novela de Silvina Ocampo, llamada La promesa, que cito en el libro. En ella, un personaje está a punto de morir y para salvarse decide narrar su vida. Pero no la cuenta como sucedió, sino que la inventa. Por eso, en mi novela algunos personajes se dan cuenta de que una parte de su memoria también tiene un relato imaginario.
Si buena parte de nuestro pasado proviene de la inventiva, ¿estamos condenados a jamás llegar a la verdad a través de la memoria?
La verdad como tal me parece una imposibilidad. Quizás un acercamiento a ella sería mirarnos a través de los ojos que nos cruzaron a lo largo de la vida.
¿La ficción puede aproximarnos a cierta forma de la verdad?
Las historias nos permiten un acercamiento a algo mucho más profundo. El mito, que es una manera de explicar el mundo, también tiene un componente de mentira. La ficción es una mentira que se acerca mucho a la verdad.
ÁSS