No deja de ser irónico que el apellido del fanático que atacó a Salman Rushdie sea Matar, aunque, claro, el apelativo es libanés y solo en nuestra lengua tiene un significado deletéreo, así como el que Rushdie, si se divide en dos palabras, rush y die, en inglés expresaría una figura retórica funesta, digamos, morir de prisa.
No obstante, en el caso de Salman, el apellido lo explica en sus Memorias Joseph Anton: atosigado por un nombre extenso e intrincado como trabalenguas, su padre lo abrevió adoptando un nuevo apelativo en honor al erudito del siglo XII Ibn Rushd. Médico, filósofo, astrónomo y maestro en leyes islámicas, el hispanoárabe Rushd, mejor conocido como Averroes, tradujo y comentó a Aristóteles, y gran parte de su obra fue prohibida, lo que también llama un poco la atención por el extraño efecto (o karma) de los nombres. Y es que, si Averroes fue un empeñoso defensor del racionalismo ante el literalismo islámico, mientras que su filosofía, entre otras ideas de vanguardia en aquella época remota, postulaba la dualidad del alma a través del intelecto, le valió que quemaran sus libros y lo condenaran al exilio, su metafórico descendiente Salman, ocho siglos después, también ha padecido el linchamiento, la persecución, el cautiverio, la hoguera y la sentencia de muerte que el tal Matar intentó cumplir el viernes 12, durante una presentación en un centro educativo de Chautauqua, Nueva York.
A más de treinta años de la fatwa (ordenanza o mandato religioso que no precisamente se refiere a la pena capital) que el ayatolá Jomeiní emitió por la publicación de Los versos satánicos, podía pensarse que con el paso del tiempo, y sobre todo, por el progreso de las generaciones, el mandamiento formulado desde Irán perdería ímpetu en relación con el castigo extremo, quizá porque, de un modo u otro, el hambre de venganza, el frenesí de aniquilación no estaba del todo insatisfecho: asesinaron al traductor de Los versos satánicos en Japón; golpearon al traductor italiano en Milán; atentaron contra el editor noruego William Nygaard; estallaron bombas en algunas librerías; atacaron un hotel de Turquía de atroces consecuencias, cuando unos fanáticos protestaban en contra del traductor Aziz Nesin.
Sin embargo, el extremismo nunca olvida. Su memoria no se perpetúa en el credo, se transmite de uno a otro. El odio transita como una estafeta olímpica, en esa pista donde el fin de la carrera es la muerte de un simple escritor, pese a que ahí no solo compiten los devotos radicales sino los cazarrecompensas.
Rushdie ha pagado más de lo que creen sus enemigos. Hasta aquellos tiempos convulsos en que Jomeiní le lanzó la fatwa, era un novelista respetado. Su primer libro, Hijos de la medianoche, obtuvo el premio Booker, a manera de retribución por muchos años de intentos fallidos en el reñido ring de las letras inglesas. Sin embargo, la vida corre el riesgo de evaporarse rápidamente, cuando un hombre, en su insignificancia, lucha contra los enemigos del pensamiento y la palabra escrita, porque de algo estoy seguro: ninguno de sus posibles sicarios ha leído (o leerá) Los versos satánicos. Repudian un relato que desconocen. Maldicen las ideas que ignoran por completo. Injurian a los personajes que jamás han contemplado desde su propia imaginación.
El fallido asesinato de Salman Rushdie es algo más que un ataque a la libertad de expresión. Es un asalto a la libertad de creación. Pensar, imaginar, concebir. El único derecho sagrado y universal.
AQ