Por más de cuatro siglos, personajes salidos de la imaginación de Augustin de Beaumarchais han transitado a través de la novela, la ópera y, claro, el cine. Son héroes de una corte que, pequeña o grande, se transforma en microcosmos que revela lo hipócrita de la burguesía y lo trepador de las clases medias; lo iluso de quien cree que el sistema está bien.
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Emerald Fennell escribe y dirige Saltburn (disponible en Prime Video). En ella, estos héroes que se hicieron famosos en el Tartufo de Molière se ven actualizados por una joven británica que retoma la ironía de los maestros del XVIII para construir una sátira del siglo XXI.
Oliver, nuestro héroe, se sirve de las artes del esclavo (el chisme y la mentira) para conquistar el ascenso social. En efecto, Saltburn nos introduce en la piel de este muchachito de ojos azules e inocentes que resulta una araña, según dice uno en la película o, tal vez, una polilla, según medita otra que, por cierto, se ha enamorado de él.
Saltburn trae a nosotros la crítica social de aquellas novelas que prepararon la Revolución Francesa y la inserta en un hermoso castillo en la campiña inglesa. Estamos ahora en el siglo XXI, pero los decadentes y libertinos, los lujuriosos, se portan igual: se mienten a sí mismos, usan a los otros como si fuesen objetos y están llenos de un deseo incapaz de llenar las ausencias. El erotismo que, en tiempos de Molière, apenas podía insinuarse, se transforma en Saltburn en hermosísimos cuadros de lubricidad gótica. La fotografía es, pues, extraordinaria. Se trata, claro, del primer valor, del más importante. Esto es una obra de arte visual. Pero además es necesario reconocer que nos mantiene al borde del asiento con sangre y besos, fiestas en que los aristócratas cultivan su drogadicción y tardes en que viven el dulce “hacer nada”. Todo ello ha enamorado a Oliver desde que conoció a Félix en un refectorio de Oxford.
La intriga tiene también algo de aquella sorprendente película francesa que protagonizó Alain Delon en 1960, A pleno sol. De la adaptación estadounidense es mejor no hablar. La película original nos presenta a un muchacho misterioso y encantador que no parece capaz de distinguir la dicotomía amor-odio ni, por supuesto la que encarnan el bien y el mal. Tanto para Oliver Quick en Saltburn, como para Tom Ripley en A pleno sol, la admiración por el aristócrata libertino se enreda hasta el grado de confundir al enamorado quien, para hacerse con el objeto de su afecto, tiene que destruirlo, transformarse en él, volverse el otro, el muchacho que siempre quiso ser.
Saltburn tiene, pues, todas las características de una película de intriga, un par de momentos que nos invitan a sonreír o tal vez, incluso a soltar la carcajada. Oliver, el hijo de una mujer alcohólica y un padre drogadicto que ha muerto recientemente, se pega a Félix, su compañero en Oxford. Como una sanguijuela y, si uno atiende a la maravillosa interpretación que hace Barry Keoghan de este lobo con piel de cordero, verá en sus ojos el amor loco que ha transitado de siglo en siglo, desde el XVIII, cuando el aventurero Beaumarchais inventó a estos personajes que, más allá de la dicotomía del bien y el mal actúan por un instinto de ascenso social que, sin embargo, no los deja nunca satisfechos.
Saltburn es una película entretenida y, si uno lo permite, simboliza también la decadencia de una sociedad que se permite admirar a estos nobles europeos que viven de no hacer absolutamente nada.
Saltburn
Emerald Fennell | Reino Unido | 2023
AQ