El artista en la cocina

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¿Cómo hacer a Salvador Dalí? En Dalí. Confesiones inconfesables, André Parinaud enlista los ingredientes que resultaron en la personalidad del pintor español.

Salvador Dalí, uno de los grandes representantes del surrealismo. (Especial)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

Este año se cumplen cinco décadas desde que André Parinaud publicó en París Comment On Devient Dalí (Dalí. Confesiones inconfesables en la edición española), una amplia conversación en la que el artista catalán profundizó sobre las ideas y evocaciones que, años antes, había narrado en Diario de un genio (1964).

Confesiones inconfesables (libro que Ian Gibson comenta con cierto escepticismo en su inmensa biografía La vida desaforada de Salvador Dalí, debido a que, según él, adolece de una falta de rigor metodológico), contiene la máxima que Dalí anotó para esclarecer las urdimbres de su pasión escatológica: “la repugnancia es el centinela apostado a las puertas de las cosas que más se desean”, quizá porque el frenesí que le inspiraban las miasmas, las viscosidades, los detritos y las oquedades más tenebrosas de los cuerpos, era como una recreación especular de su universo transido por relojes derretidos.

A manera de prontuario daliniano para sobrevivir en el mundo real, Parinaud ordenó cada capítulo como un recetario de lecciones ejemplares, donde Ávida Dollars (anagrama con que André Breton se refería a Salvador Dalí, por su incontrolable voracidad por los billetes verdes), discurrió sobre su personalidad lúdica, cínica y perversa, partiendo del adverbio interrogativo cómo: Cómo vivir con la muerte, cómo deshacernos de nuestro padre, cómo conquistar París, cómo hacer el amor con Gala, ser superesnob, rogar a Dios sin creer en él, etc.

De todos los apartados, “Cómo ser erótico y permanecer casto” resulta el más revelador y divertido, por ser un recuento delirante de sus peripecias en las marismas de la sensualidad, la morbidez, la inhibición, la megalomanía y la repulsión, elementos que moldearon las fantasías del pintor en ciernes.

Dalí revela, con lujo de detalles, la lúbrica inquietud que le provocaban las cocineras de su casa, hembras robustas, sudorosas, que mezclaban sus hedores con los aromas vaporosos de las cacerolas y sartenes, en una especie de collage donde la imagen perdurable eran las axilas pilosas y los rostros empapados de esas féminas bañadas en el jugo de sus carnes, oscuras siluetas del deseo que ocuparían, tiempo después, un sitio privilegiado en la remembranza paranoio-crítica, una técnica que Dalí inventó para explicar su laberinto cognitivo y emocional.

La teoría paranoio-crítica no era otra cosa que la fusión de las tesis lacanianas sobre la paranoia y la personalidad, la inteligencia crítica y la irracionalidad, con que Dalí intentaba esclarecer (más para sí que para otro) a la condición humana y a la condición creadora, ya que su ego funcionaba a partir de estos supuestos: “Introducir un fermento de conciencia en un río de deseos es crear erotismo; en un impulso paranoico, es provocar el genio; en una psicosis, es curarla transmutando la luz en láser”.

Pero eso es otra historia, ya que lo sustancial de “Cómo ser erótico y permanecer casto” es el relato de las primeras incursiones plásticas del amo de Cadaqués (en la infancia, Dalí pintaba a Helena de Troya y modelaba a la Venus de Milo con cualquier tipo de material); la crónica sobre la génesis de dos creaturas imaginarias que se alojaban en su propio cuerpo (Galuchka y Dulita, hembras que ornamentaban su tendencia bisexual y soslayaban su tremebunda soledad); la recreación de un curioso juego de escapismo con una túnica vieja y una corona de latón, el disfraz con el que merodeaba el templo de las estufas para contemplar, furtivamente, los pechos, las nalgas y las piernas de las cocineras, quizá porque el holograma de una mujer sudorosa en la cocina podía ser un holograma de insospechadas combinaciones amatorias; una imagen que nunca se extinguiría de sus recuerdos porque era como un cuadro que conjugaba a la belleza y sus humores con el antojo y la avidez. Esa codicia que, curiosamente, fue el peor de sus defectos.

AQ

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