Hay novelas o películas que se parecen a otras novelas y películas pero que no son, precisamente, plagios, lo mismo que canciones que suenan a otras canciones pero que tampoco podrían tildarse de remedos, y ni qué decir de ciertas pinturas que contienen elementos semejantes a los de otros cuadros, aunque en rigor no son imitaciones. Lo que exime a esas novelas y películas y canciones o pinturas que poseen analogías con otras obras, son ciertas diferencias en trama y personajes, algunas modificaciones rítmicas o alteraciones en la composición visual, con lo que obtienen un nimbo de singularidad aunque la semejanza o el eco no deje de menoscabarlas. Esas son las afinidades sospechosas.
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Pongamos un ejemplo. En 1991, Gus Van Sant filmó su mejor película: My Own Private Idaho, una paráfrasis de Enrique IV, de William Shakespeare, ambientada en el mundillo hustler de Portland, Oregon. El héroe, Mike Waters (interpretado por River Phoenix y, vale la pena decirlo, el mejor papel que hizo en su corta vida), se prostituye en los guetos y en hoteluchos, padece narcolepsia, extraña a su madre muerta, se enamora de otro hustler de nombre Scott Flavor (Keanu Reeves en un excelente rol) y vive a salto de mata con la pandilla de sexoservidores que adoptó como familia. La película de Van Sant rinde múltiples homenajes: a la banda de River Phoenix, Aleka’s Attic; a la novela Silas Marner de George Eliot (la narcolepsia de Mike Waters porque, al despertar, siempre se encuentra con catástrofes grandes o pequeñas); a Shakespeare, decíamos, con parlamentos literales de Enrique IV, que Van Sant pone en voz de Scott Flavor, e incluso con un Falstaff encarnado en el personaje de Bob Pigeon; a los Simpson, de Matt Groening; a sí mismo: la imagen de la casa que cae del cielo a tierra firme proviene de un dibujo recurrente del propio Van Sant, al igual que una perorata de Matt Dillon que se escucha desde un televisor, y pertenece a Drugstore Cowboy (1989). En suma, My Own Private Idaho es un filme redondo.
Desde la semana anterior está en cartelera la cinta Salvaje, de Camille Vidal–Naquet, que comparada con My Own Private Idaho es un inequívoco modelo de extrañas conexiones. En la película del francés, su héroe Léo (Félix Maritaud) parece un refrito de Mike Waters: igual de romántico, de paria y enfermizo (sufre una especie de asma), también se rinde a los amores imposibles de otro hustler.
El tal Léo anda sucio todo el tiempo, lloriquea, es frágil, tiene a la pandilla como familia y despierta, confundido, en las banquetas, pero no por narcolepsia sino por beber o fumar hachís. Casi nunca tiene un centavo y, como los outsiders de My Own Private Idaho, explota a los hombres viejos. Con esos elementos, Salvaje pretende bucear en la sordidez de un oscuro océano de afligidos, mas carece del pulso de Gus Van Sant. Es casi una versión paródica del Edipo reprimido (si en sus trances, Mike Waters sueña con su madre, en la consulta médica Léo ciñe a la doctora en busca de una abrazo protector) y del fatalista marginado a lo Jean Genet. En suma, Salvaje es un filme plano, sobrado de superficie y ensordecido por el eco.
Novelas o películas que remiten a otras novelas y películas, canciones que retumban como otras canciones, pinturas que evocan a otros cuadros. No son, justamente, plagios, aunque tampoco variaciones, reinterpretaciones ni homenajes sino otra cosa, algo indefinido y fatuo, algo que conmueve por su ingenua aspiración a la originalidad. Así resultan las afinidades sospechosas.
ÁSS