'Salvaje': no hay buen fin para los chicos malos

Cine

"Aunque la película está llena de logros, termina por arrastrarse en el lugar común".

Félix Maritaud, protagonista de 'Salvaje'. (Foto: La Voie Lactée)
Fernando Zamora
Ciudad de México /

Ponerse romántico con un tema tan tocado como la prostitución es un reto. Camille Vidal-Naquet busca superarlo en Salvaje, película llena de logros que, sin embargo, termina por arrastrarse en el lugar común. Léo tiene 22 años, se prostituye en los suburbios de su ciudad y atrae por igual a punks que a pianistas de instintos asesinos y, claro, a hombres viejos que tienen buen corazón. Félix Maritaud hace a Léo. Y es lo mejor de la película. Con sus gestos uno adivina un pasado que el guión no nos quiere contar: abusos, pobreza y necesidad de amor. Maritaud consigue que Léo parezca inocente con todo y que, como en toda película de Cannes, son frecuentes los extreme close ups a los genitales de un prostituto tan convencido de lo legítimo de su oficio que cuando una mujer le pregunta que si no querría dejar las calles él la mira como el niño a quien mamá le pide ya que crezca y deje de jugar.

Salvaje está construida con base en viñetas divertidas y truculentas. Estos cuadros, más que ilustrar la vida en la calle, hablan de la polarización de Francia. Los dueños del negocio turbio son musulmanes y uno que otro chico venido del este. Léo, francés por los cuatro costados, es el extranjero en su país.

Las fallas de Salvaje son atribuibles a la juventud del director. A decir verdad, durante la primera mitad uno se imagina frente a una obra de la magnitud de Mujeres en la ventana de Murillo. Y no sólo porque también las protagonistas de Murillo son prostitutas; sobre todo porque caen bien. Más adelante, cuando empiezan las truculencias, la imagen de Léo se transforma en algo más parecido a un autorretrato de Egon Schiele. Y uno piensa: ¡qué gran película!, ¡qué transición! Por desgracia, pronto los prostitutos de toda la obra se transforman en una caricatura que el cine ha repetido hasta el cansancio: gente sin oportunidades a quienes el capitalismo salvaje dejó atrás. No discuto que esto pueda ser cierto, pero la historia de la prostituta triste se ha contado casi tanto como la historia de los zombis. Y ya lo dijo Vicente Leñero en su guion de El callejón de los milagros: “las prostitutas tristes traen mala suerte”. La mala suerte aquí es el aburrimiento y el desapego. Poco a poco los personajes que en Salvaje nos mantenían interesados comienzan a importarnos un bledo. Y el chico busca el amor y no lo encuentra. Así, como La mujer del puerto que en México inauguró una larga tradición de tristes jineteras, basada, vale la pena recordarlo, en una novela de Guy de Maupassant. 

La relación entre la forma en que el cine mexicano y el cine francés ven la prostitución es digna de notar no sólo por los vasos comunicantes entre una y otra culturas. Cuando uno mira a Léo escupir sangre, cuando uno lo mira recogerse en posición fetal, cuando uno lo mira llorar por el barbaján que lo trata mal, parece que hemos comenzado a ver mal cine mexicano. Más cuando sucede lo que en Santa de 1932: la chica en apuros resulta de muy mala cabeza, incapaz de dejar atrás una vida a la que el autor, con mucha moralina en realidad, está condenándola. Y es que ni al cine francés ni al cine mexicano le gustan las prostitutas empoderadas. Ni siquiera las prostitutas alegres. Tampoco importa mucho que la prostituta sea aquí un prostituto. Le sucede igual que a Margarita Gautier o a Adonis García, quien resulta incapaz de cambiar a pesar de que, como escribe Luis Zapata, “le ofrecen de repente la oportunidad de regresar al buen camino”.

ÁSS

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