Quasimodo: 'Signo de león'

El volumen, que rescata las cartas del autor del Novecento italiano dirigidas a la bailarina Maria Cumani entre 1934 y 1959, muestra las distintas caras del poeta, un hombre que vivía guiado por el amor.

Salvatore Quasimodo, poeta italiano ganador del Premio Nobel de Literatura en 1959. (Archivo)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

Las cartas de amor son historias de fantasmas. Virgilio le escribe a Maria: “Yo asistí a tus mutaciones como si hubieras sido mi criatura soñada, te vi salir lentamente de mis palabras”. Una carta de amor es un relato de deseo impedido por la lejanía o la adversidad. Virgilio le escribe a Maria: “El amor está hecho de gritos, de éxtasis, de postraciones sin memoria. No es medida, no es mirarse”. Una epístola romántica es un acto de fe. Virgilio le escribe a Maria: “Te convertiste en sangre por mi voluntad. El ángel, aquella figura que vi por mucho tiempo en el aire celeste, alucinado abrió los ojos y me miró desde el fondo de su luz en el momento de su encarnación. Decía su voz: «sí, amor, te amo»”.

Pero Virgilio no es el heroico bardo que acompaña a Dante en el infierno y el Purgatorio, es un hombre sencillo que, aunque también cultiva la poesía, recurre a ese seudónimo en homenaje a la Comedia, y Maria no es Beatriz sino una mujer concreta: su cualidad etérea sólo es perceptible cuando se pone en movimiento. A través de la danza, ella sublima su cuerpo mortal.

Signo de león, de Salvatore Quasimodo (publicado por anDante, con traducción de Guadalupe Alonso Coratella y Myriam Moscona), reúne una porción sustancial de las epístolas que el poeta italiano, tan olvidado a pesar de su Premio Nobel en 1959, le escribió a la bailarina Maria Cumani entre 1934 y 1959, una suerte de bitácora emotiva en la que Quasimodo se revela en cada súplica, cada recuerdo, cada promesa o confesión: el autor de Oboe sumergido, Y de repente la noche y La vida no es sueño era un amante inseguro, un sujeto frágil, pero también un artista imperioso, un soñador o un idealista que en la Cumani halló la fórmula perfecta de la adoración y la voluntad creadora, esa que se alimenta de tragedia: “Ahora no puedo darte consejos, solo podría decirte que tu ‘ausencia’ es mi desesperación. Pareciera que no pero aquello que existe si es arrancado con violencia, se mata”.

Sin embargo, no todo en estos textos es halago o embeleso. En la correspondencia, Quasimodo le refiere a quien será su segunda esposa, la vacuidad de la vida diaria, el trabajo intenso, la opresión del clima veraniego, el desprecio que le provoca la gente, sus congojas: “Arte, pero es la vida misma la que busca su modo de expresarse (humano, noble), el único modo válido para dar a conocer su presencia en aquellos que solo cuentan con movimientos físicos para manifestarse, instintos comunes con seres inferiores. Desprecio al hombre mediocre, me da náusea hasta el ‘volumen’ que ocupa en el aire. Tampoco tú deseas el contacto con los harapos de la plebe. Y son los hombres mediocres los que nos ‘miden’ el tiempo que por su naturaleza es libre”.

El escritor y traductor del Novecento italiano, voz lírica del hermetismo, y algo menospreciado en su propia tierra (ciertas voces reclamaron que el Nobel lo merecían más Giuseppe Ungaretti o Eugenio Montale), escribía sus cartas en clave literaria (referencias a la Comedia de Alighieri, las Geórgicas de Virgilio, el Cancionero de Petrarca), y gustaba de redondear ideas con paráfrasis de sus propios poemas (“Délfica”, “En el justo tiempo humano”, “El eucalipto”), solo para romper con la estructura tradicional de la carta, de la prosa. Quasimodo era, ante todo, hombre de palabra: “Tenerte es un fatal asombro/ que de todo llanto sacia,/ dulzura que a las islas rememoras” (“Verde deriva”).

La lectura de Signo de león es un magnífico reencuentro con el hombre de izquierda, el antifascista; el artista resentido, en constante lucha por el reconocimiento; el ser apasionado que, a la manera de Whitman, no concebía vivir un minuto sin amor, el visionario que condensó la existencia en unas cuantas líneas: “Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra/ traspasado por un rayo de sol:/ y de pronto la noche” (“Ed è subito sera”).

AQ

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