San Chéjov

Toscanadas

Una confusión, de esas que sólo David Toscana sabe narrar con elocuencia, incitó al autor a imaginar la Biblia contada por el maestro ruso del cuento.

Anton Chéjov murió el 15 de julio de 1904. (Montaje: Ángel Soto)
David Toscana
Madrid /

Estoy en Buenos Aires haciendo un largo trasbordo de avión, pues ésta es una de varias ciudades con dos aeropuertos parciales en vez de uno completo. Los más contentos con esto son los taxistas y los hoteles; los menos, son los viajeros. En fin, ya nos acostumbraremos los mexicanos a tal cosa.

Para mi lectura aérea cargué con un tomo de cuentos de Chéjov, de la antigua Editorial Aguilar. Es un bellísimo libro editado en los años cincuenta, forrado en piel, con papel que llaman biblia o cebolla, regalo de Daniel Mordzinski. Cuando el avión se disponía a despegar, coloqué el libro en la faltriquera del asiento. De inmediato la mujer a mi derecha me dijo: “¿Me presta su Biblia?”.

Le extendí el libro. “Si es protestante, estoy perdido”, pensé. Pero la mujer era católica, así es que no le interesaba leer. Simplemente tomó el libro como si fuese un talismán, se persignó y mantuvo los ojos cerrados hasta que el avión demostró que sabía despegar.

De haberlo abierto, se hubiese sorprendido de que el libro del Génesis se llamara “El gordo y el flaco” y el Apocalipsis fuera “Sueño”. El Evangelio según San Lucas quedaría en “Muerte de un funcionario” y el de San Juan pasaría a ser “La dama del perrito”. Nada mal como evangelios, pues el primero termina diciendo: “Sintió como si algo se le desprendiera en el estómago. Sin ver ni oír nada se encaminó hacia la puerta y marchó lentamente hacia su casa… Llegó andando como un autómata y, sin quitarse siquiera el uniforme de gala, se acostó en el sofá y… se murió”. Y el segundo: “Ambos veían, sin embargo, claramente que el final estaba todavía muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho más que empezar”.

En vez de Job, podríamos encajar “Tristeza”, ese cuento sobre el cochero desconsolado porque se le murió su hijo. Él quiere compartir con alguien su dolor, pero nadie lo escucha. Al final, termina hablando con su caballo. “Figúrate que tú tuvieras un potrito, y que fueras la madre de ese potrito, y que de repente, digamos, ese mismo potrito pasara a mejor vida. ¿Sería una lástima, verdad?”

O ponga usted donde mejor le guste el cuento “La mujer del boticario”, más triste que “Tristeza”. Esa mujer pudo tener otra vida, otras vidas, pero carga con una existencia desabrida al lado de un infecto boticario. “¡Oh, qué desgraciada soy!”, dice cuando comprende que no tiene escapatoria. Entonces “rompe a llorar con amargas lágrimas. Y nadie…, nadie sabe…”. Pero a su marido no le caben grandes pasiones y su inquietud es que dejó quince kópeks sobre el mostrador.

El avión llegó sano y salvo a su destino gracias a la mujer que tuvo infinita fe en Chéjov.

ÁSS​

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