Saul Bellow afirma que “el camino de vuelta de una persona a su identidad primitiva es el regreso del exilio espiritual, porque a eso se reduce su historia individual, a un exilio”.
Esta idea es el eje de su novela La verdadera (1997), la conmovedora pero áspera historia de amor y funerales, donde el tráfago existencial de sus personajes consiste en un modo de vida inane y tautológico (por su viciosa condición repetitiva), una energía lastrada por el sinsentido y el aburrimiento, las virtudes siempre presentes en las creaturas emblemáticas de Bellow: sea Augie March (Las aventuras de Augie March), sea Moses E. Herzog (Herzog), o el doctor Tamkin y Tommy Wilhelm (Carpe Diem), lo más exuberante de su universo narrativo es el registro detallado del hastío en que habita el hombre del siglo XX y que, de algún modo, determina el destino, pues como intuye Harry Trellman, el héroe de La verdadera, la desgana es un espectáculo incoloro no por frívolo, sino por su indecencia intelectual.
Harry Trellman lo dice así, al observar a los hombres y mujeres que lo rodean, lugartenientes del sector judío multimillonario de Chicago, todos hechos una especie de milagro del american way of life:
“Estaban faltos de motivaciones elevadas. Eran productos corrientes y malolientes de nuestra democracia de masas, sin ninguna aportación destacada que hacer a la historia de la especie, satisfechos con amontonar dinero y seducir mujeres, copular, pasarlo bien en la cama como los hijos degenerados de Eros, varones pero no varoniles, y viviendo, los hombres y mujeres por igual, de ideas trilladas, sin belleza, sin virtud, sin la menor independencia espiritual; privilegiados en cuanto a dinero y bienes de consumo, beneficiarios de la conquista de la naturaleza por el hombre, tal como lo previó la Ilustración, y de los éxitos de la tecnología de punta que han transformado el mundo material. Individual y personalmente, no estamos a la altura de esos logros colectivos”.
“El camino de vuelta de una persona a su identidad primitiva es el regreso del exilio espiritual”: esa noción que emerge de la pluma de Saul Bellow al observar la estridente contradicción entre el ser y su apariencia (Harry Trellman menciona esto al instante en que no sólo decide aceptar sino asumir, por un lado, su fisonomía oriental que en lo exterior le expolia su identidad judía, y, por el otro, la infame decadencia de un cuerpo que la vejez condena a la extinción), adquiere otro sentido conforme el relato de la La verdadera va avanzando.
El exilio del que Bellow habla, y que se cristaliza en los detalles psicológicos que caracterizan a Amy (la heroína siempre amada), a Jay Wustrin (el fantasma que destruye la intimidad probable), a Bodo y Madge Heisinger (la patética pareja que oscila entre el amor y el odio mutuo), a los Adletsky (los vetustos millonarios que manejan los hilos del hipócrita círculo social en que transcurre La verdadera) y el propio Harry Trellman, es una metáfora precisa de la imposible convivencia entre el espíritu y la piel, o mejor, la disociación rotunda entre el alma y su transporte, porque sí, Bellow tiene razón al afirmar que “el camino de vuelta” comienza por escandir la realidad física que nos incumbe: somos nuestro cuerpo, somos el rostro, la estatura, la piel, el color, el sexo, el cabello y hasta la sombra que proyecta los atributos o defectos de la forma con que nos presentamos ante el mundo. Somos la combinación erótica que estalla o que se apaga en la carne, observaría Havelock Ellis, pero, también, somos sedimento orgánico sin redención porque a falta de un poco de talento o de inteligencia, el individuo pierde el derecho a ser olvido y, peor aún, en palabras de Harry Trellman, se condena a sí mismo a la insípida desgracia de la “aritmética sepulcral”.
ÁSS