Con este texto sobre el maestro holandés Johannes Vermeer, damos la bienvenida a la columna mensual de Jorge Esquinca, autor de Las piedras y el arco, en la edición digital de Laberinto.
A pesar de la lluvia, la pequeña ciudad de Delft no carece de animación. Los turistas recorren la plaza principal —donde Werner Herzog filmó algunas secuencias de su Nosferatu— y se asoman a los escaparates que exhiben piezas de la famosa cerámica local. La inmovilidad aparente del agua en los canales permite que en ellos se adormezcan, en extraña flotación, algunas obras con las que, según entiendo, han intervenido un grupo de artistas contemporáneos. Pero lo que impera en las fachadas de los comercios y en los anuncios de las tiendas de souvenirs es una sola imagen o, mejor dicho, un rostro, el de una muchacha que luce un curioso turbante y parece mirar hacia nosotros, con cierto aire de sorpresa. La joven de la perla es el título de este cuadro de Johannes Vermeer, uno de los apenas 36 que de él se conservan, y que se volvió célebre gracias a una película protagonizada por Scarlett Johansson quien, dicho sea de paso, encarna un tipo de belleza de una sensualidad distinta a la de aquella anónima joven del siglo XVI pintada por el maestro holandés.
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Llegué a Delft temprano por la mañana luego de un corto viaje en tren desde Rotterdam. Las instrucciones para ir y volver que me dio mi gentil anfitriona, la artista española Lara Almárcegui, fueron precisas. Envuelto en una gabardina atravieso la plaza para llegar al Vermeer Center, un edificio reconstruido en el mismo sitio que albergó a los pintores del antiguo Gremio de San Lucas. Un poco antes caminé sin un rumbo, con la ilusión de encontrar algún indicio de las pinturas con las que Vermeer inmortalizó a su ciudad: la calle donde una mujer teje y en la que el tiempo se ha detenido a contemplar el juego de dos niños, y la prodigiosa Vista de Delft que enamoró a Proust. Casi nada hay de aquello y sin embargo, algo en el aire me dice que estoy ahí, que al fin he llegado.
La fascinación por la pintura del maestro me viene de la infancia. Nunca sabré, porque nunca se me ocurrió preguntárselo, la preferencia de mi padre por uno de sus cuadros, La encajera, cuya reproducción colocaba siempre sobre los estantes de la biblioteca doméstica y nos acompañó en nuestras incontables mudanzas. Lo cierto es que esa otra jovencita, absorta en su tarea, siempre estaba ahí, cuidadosamente enmarcada, entre los libros. Y yo, sin conocer de ella un ápice, la observaba. Tampoco recuerdo cuándo la perdí de vista —al mudarme de la casa paterna—, pero conservé la costumbre de colocar una reproducción del cuadro en mis libreros. Cuál sería mi sorpresa, años después, al buscarla en el Louvre, descubrir que la pintura original está resuelta en un espacio pequeñísimo, no mayor a una hoja tamaño carta. Quieta, silenciosa, envuelta en un halo de perfecta serenidad, como si Vermeer se hubiese propuesto encerrarla dulcemente, en un estudiado instante, para convertirla en el imán de la mirada.
Desde entonces soy un devoto más del maestro holandés y espero, un buen día, retribuirle con algo mejor que una indecisa serie de poemas que, con un título por demás equivocado, publiqué hace tiempo. Pero lo que me lleva a escribir estas líneas es la noticia de la muy reciente restauración realizada en otra de sus pinturas. Se trata de la Muchacha leyendo una carta —un motivo recurrente en sus lienzos—, a la que luego de complejos análisis un equipo de expertos decidió retirar con minucioso bisturí una capa de pintura —de aplicación posterior a la mano del maestro— que ocultaba otra imagen: un cupido en la pared del fondo. Así restaurada, la pintura puede verse desde este mes de septiembre en la Gemäldegalerie Alte Meister de Dresde. ¿Lee entonces la muchacha de vestido amarillo, tal como parece indicarlo el nuevo dato descubierto, una carta de amor? Más allá del cuadro todo es especulación.
Tal vez ahora entiendo que eso que me sedujo desde un principio y para siempre fue el claro misterio de la intimidad tan armoniosamente encarnado, advertido por Vermeer y que llega, pleno de magistral fijeza en su pintura, hasta nosotros.
Jorge Esquinca.(Ciudad de México, 1957)
Ha recibido becas del Sistema Nacional de Creadores de Arte, del Ministerio de Cultura de Francia y de la Fundación Civitella Ranieri de Italia. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, el Premio Iberoamericano de Poesía Jaime Sabines para Obra Publicada y el Premio Jalisco en Literatura.
Sus libros más recientes son: Cámara nupcial (poesía, 2015), Las piedras y el arco (ensayos, 2018) y Kyrie (poesía, 2020). Ha traducido, entre otros, libros de Henri Michaux y de Anne Carson. Actualmente imparte talleres de escritura creativa y dirige el sello Mano Santa Editores, especializado en libros de poesía. Vive en San Antonio Tlayacapan, en la ribera del lago de Chapala, Jalisco.
AQ