“Yo soy quen soy y no me parezco a naiden”, cantaba Pedro Infante. Aunque debe haber gente parecida a él, la que luego hace surgir los rumores de que no ha muerto.
Desde hace más de veinte años, no falta quien me diga que me parezco a cierto actor, aunque yo no lo vea tan parecido. Creo que es normal que las personas semejantes no perciban tan claramente la semejanza. Además, él es galán y sólo mi mujer opina que soy más guapo que él.
También debo decir que nunca he visto una de sus películas.
En un evento literario, una pareja se acercó a pedirme un autógrafo. Aunque les desilusionó saber que yo no era el “verdadero”, iniciamos una conversación y ahora somos muy buenos amigos.
Más de una vez me han sugerido que me proponga como doble de riesgo.
Vino a ocurrir un buen día que, caminando por Madrid, en la plaza de Callao para ser exacto, noté que el famoso actor andaba al lado mío. Lo sentí un viejo conocido y con tal confianza le puse la mano en el hombro y le dije: “Me viven diciendo que me parezco a ti”. Él habrá pensado que yo estaba empleando un truco de carterista porque aceleró el paso, como huyendo. Lo mínimo que habrá supuesto es que yo era un admirador con deseos de sacarme una selfi, y si él se prestaba a eso, llegarían hordas de fans a hacer lo mismo.
Me pareció bastante razonable su actitud, y más bien acabé ruborizado por tomarme confiancitas con un desconocido.
Nunca será lo mismo para un actor que se le acerque alguien en la calle y le diga “vi tu película”, que para un escritor cuando se acerca un lector y dice “leí tu libro”. El actor pensará: “Tú y varios millones”, y sabe que la mayor parte de sus admiradores son de cabeza simple e iletrada. En cambio yo suelo invitar al menos una cerveza al lector que se me acerca, cuando es hombre, pues ahora es complicado invitar a una dama de buenas a primeras.
Cuando al actor le dicen: “He visto todas tus películas”, él ha de pensar: “Y seguramente viste todas las de Stallone y todas de todos porque eso hace la gente que ve cine”. Cuando alguien se me aparece con mis obras completas para que se las firme, lo hago con el mayor de los gustos, aunque con el apuro de inventarme una decena de dedicatorias diferentes.
Una vez en la Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo se me acercó una bella muchacha con ojos muy admirativos. Cuando apenas comenzaba a dispararse mi egómetro, ella me dijo: “No sabes cuánto me gustó Diablo guardián”.
Así suele ocurrir, que a uno lo confundan con gente más famosa y no al revés. Yo estoy seguro de que a aquel actor nunca le han dicho que se parece a Toscana.
AQ