Sentado muy orondo en los huesos de Napier

Guía de forasteros

El matemático escocés del siglo XVI construyó su propia versión del ábaco, una máquina calculadora que permitía distribuir los números en forma conveniente, transformando las multiplicaciones en sumas y las divisiones en restas.

John Napier en 1616. (Britannica)
Carlos Chimal
Ciudad de México /

La calle de la Princesa es una pintoresca avenida céntrica y, por tanto, muy concurrida de la capital escocesa, Edimburgo. Abierta a finales del siglo XVIII, es la arteria que a lo largo de kilómetro y medio enlaza Lothian Road, en el oeste, con Leith Street, en el este. Grandes almacenes, la casa de Johnnie Walker, la estación ferroviaria de Waverley, el monumento a Walter Scott, el imponente castillo que domina la ciudad atraen a centenares de personas por diversos motivos e intereses, no obstante todas dispuestas a hacer de ese día el mejor en años.

Así me lo aseguró un robusto gaitero mientras dirigía sus pasos a la Milla Real, sendero empedrado sobre una colina cuyo destino es la puerta del castillo asentado en el peñasco más elevado de esta ciudad portuaria. En algún punto habría de pararse con su cornamusa de las Tierras Bajas a fin de entonar vigorosos himnos que evocaban el cielo de Kirkliston o simulaban el trompeteo grave de las grullas sobre Gaddon Loch a cambio de algunas libras. El resto del tiempo laboraba como conductor de un radiotaxi. No obstante, ese sería su mejor día, porque, me aseguró, “You'll take the High Road and I'll take the Low Road, and I'll be in Scotland afore You!”

Entonces comenzó a soplar un viento invernal nirly, observó el gaitero, es decir, un aire benigno pero que te craquela delicadamente la piel; el problema es que podría tornarse snell, en uno que te cala hasta los huesos, o peor, blae, esto es, en una tormentilla que pinta el paisaje de un azul grisáceo amenazador.

     —Esperemos que no llegué a ser scowthering, porque entonces, agárrate, quedarás hecho una pasita congelada.

Me despedí del esforzado gaitero y caminé buscando claves a fin de entender por qué los caminos de esta ciudad de juguete, de caballeros osados, castillos encantados, damiselas rondando un balcón, magos intratables conducían a esa zona trémula, el claroscuro de la conducta, ahí donde se cultiva el mal y se protege el bien.

No lejos del palacio de Holyrood, donde la reina Isabel II decidió pasar sus últimas horas de vida, se encuentra el número 17 de Heriot Row, casa donde Robert Louis Stevenson vivió varios años de su niñez y juventud. Como se sabe, escribió El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, aventuras de la psique humana en busca del cuerpo y la mente ideales; un cántico tétrico de la tragedia que implica pretender mantenerse como un Merlín impoluto, no obstante agobiado por la incertidumbre del descubrimiento mientras se interna por las calles empedradas de la vieja ciudad.

Edimburgo no es una urbe vibrante como Londres, ni romántica como París o intensa como Madrid, pero tiene algo que ellas no poseen: el género negro, de corte policiaco, conocido como tartan noir, esto es, ficción alegremente salpicada de caló escocés cuyas historias lúgubres suceden sobre todo en Edimburgo y Glasgow. También es sabido que el tartán es un patrón de tela con la que se confecciona la kilt, esa peculiar falda de colores y cuadrículas según el clan que los varones de este pueblo vestían en la antigüedad para ventilar las partes nobles en un clima muy húmedo. Hoy la usan en determinados eventos por pura tradición, además de los intrépidos gaiteros que buscan completar su sustento e inflamar el espíritu de los transeúntes.

Hay quienes consideran como lejano antecedente de esta clase de ficción negra la novela de Stevenson mencionada, si bien coinciden en que el movimiento inició en realidad con la serie de William MacIlvaney sobre el detective Laidlaw, la primera de ellas publicada en 1977. Notables son las historias de crimen y misterio de Ian Rankin, quien nació en el barrio de Fife, no muy lejos de la casa de Stevenson. Sus dos primeras obras, Knots and Crosses y Hide and Seek, se convirtieron en clásicos de la susodicha tartan noir. En fecha reciente se ha anunciado una nueva entrega proyectada para octubre de 2024 bajo el título de Midnight and Blue.

Vale la pena hacer notar que tanto MacIlvaney como Rankin han desdeñado la etiqueta que convierte su novelística en algo cosmético. Piensan que no es justo banalizar una genuina exploración de los rincones sucios donde se debate la conducta humana, reduciéndola a relatos de hobbits perversos bailando al son de la cornamusa.

Caminé por calles en las que el personaje principal de las novelas de Rankin, el detective John Rebus, deambula en su intento por arrojar luces a crímenes horrendos, mientras lo asaltan viejas culpas y nuevas dudas, pues sus técnicas y razones no son del todo bienvenidas, no digamos por los maleantes, sino por sus propios colegas.

Me detuve frente al conjunto de departamentos de clase acomodada en Marchmont, al sur de la ciudad; en el último piso de uno de ellos, con sus balcones ochavados, habita el conflictivo personaje, precisamente en el 17 de Arden. A pocos metros se encuentra un espléndido y enorme parque, los Meadows, favorito de los capitalinos, pues incluye zonas de recreo infantil, clubes de croquet, canchas de tenis, campos de futbol y de rugby para los adultos. Este sitio es escenario donde acontecen algunos pasajes de dicha serie de novelas negras.

La más famosa ficción del tartan noir es Trainspotting (1993), escrita por Irvine Welsh. Si bien no es una novela de crimen y misterio, sino de burla y escarnio, el autor supo adentrarse en la mente claroscura de quienes no tienen otro propósito en la vida más que patear estas calles montadas sobre colinas ancestrales y dejar este mundo sin pena ni gloria. La adaptación cinematográfica se convirtió en un emblema para toda una generación de finales del siglo XX. Existe un paseo guiado por los sitios que aparecen tanto en la novela como en la película.

Un aspecto distintivo de los personajes recreados por Welsh, enloquecidos emisarios del nuevo milenio, es que no se trata de criminales, delinquen por razones estéticas. Otro rasgo característico es su tendencia hacia lo peligroso y lo banal, desde el futbol y los fármacos hasta la inmortalidad del actor Sean Connery. “Trainspotting” significa mirar el paso de convoyes ferroviarios y perder el tiempo contándolos, pero en su versión del argot de Edimburgo quiere decir engancharse con cualquier estupidez, entre más peligrosa y absurda, mejor.

Hibernians es un club de futbol fundado por inmigrantes irlandeses católicos a fines del siglo XIX que se menciona con frecuencia en la novela y en la cinta cinematográfica. También es una referencia frecuente en las novelas de Ian Rankin. Su estadio recuerda una época romántica, más ruda, del futbol británico; se localiza en el área del barrio portuario de Leith, hacia el oriente de la ciudad; sus rivales son los protestantes del Midlothian FC. Luego de visitarlo puede uno seguir el trayecto hasta Portobello, donde las playas son lisas, brillantes.

Gresca espectacular arma otro personaje de esta novela, el suavecito Begbie, en un pub con mesas de billar llamado “The Volunteer Arms”, conocido por los lugareños simplemente como “The Volley”. En el paseo por Leith puede uno entrar en el establecimiento “Cask & Still”, dado que “Volley” desapareció hace años, cuando el barrio fue renovado. Al igual que en “Scottish Heritage” de la Milla Real, es posible beber aquí finos whiskies y ginebras destilados en tierras escocesas.

Una escena transcurre durante el verano en el parque de los Meadows, mientras se lleva a cabo el famoso Festival de Arte de Edimburgo. En medio del bullicio Renton, Spud y Sick Boy se aburren, por lo que deciden ingerir éxtasis y perderse en el inmenso parque. En eso se cruzan con dos colegialas de una escuela privada del barrio; tan intoxicados se encuentran que, creyendo cortejarlas, apenas se dan cuenta de que ya no son ellas, sino un par de ardillas a quienes están tratando de seducir.

Regresemos a la calle de la Princesa, como he dicho, ubicada en el corazón de la ciudad. Quizás el lector recuerde cuando, en la película, los alborotados Mark Renton y Spud roban una librería (porque podrán ser salvajes mas no ignaros) y huyen por esta avenida al ritmo frenético de Lust for Life que Iggy Pop interpreta desgañitándose. Para desgracia de Renton su huida se ve truncada de manera abrupta por un automóvil que lo atropella en Cowgate, calle histórica de la Vieja Ciudad por la que transitaban las vacas en días de mercado balanceando su cencerro.

Me alejé de Cowgate rumbo al parque de la calle de la Princesa, en el que se levanta la estatua de William Scott y, a unos metros, el memorial de Stevenson. Ahí me topé de nuevo con el gaitero, quien me prometió que si caminaba con él me invitaría unos tragos de whiskey de una cantimplora que traía entre sus cachivaches. Nos metimos en el cementerio Dean, como a un kilómetro hacia el oeste. Nos detuvimos frente a una tumba sencilla con una lápida pequeña, cubierta en buena parte de lama; el gaitero saltó la pequeña barda que separa la vereda del camposanto, se sentó en la fría piedra verduzca.

     —¡¿Qué hace?! —lo increpé.

     —No se preocupe, nadie nos va a interrumpir —respondió como si nada—, aquí está enterrado un gran tipo. Mire.

Las letras esculpidas en la piedra apenas se veían. El gaitero me ilustró.

     —Dice: “John Napier, inventor de los logaritmos”.

Me le quedé viendo con cara de “¿es en serio?”, pues hasta donde sabía yo los restos del matemático escocés del siglo XVI descansaban en la iglesia de San Cutberto. Pero ya estábamos aquí, de manera que le seguí la corriente.

     —De hecho —continuó—, este caballero fue el responsable de que los astrónomos vivieran muchos más años de lo esperado en el siglo XIX.

Me sorprendió su fina apreciación. Acepté sentarme junto a él sobre la fría tumba del homónimo desconocido. Ciertamente Napier había realizado una hazaña inigualable al idear unas tablas dedicadas a superar los farragosos y dilatados cálculos aritméticos que hasta ese momento los astrónomos debían hacer a mano, propensos al error. La ingeniosa síntesis ideada por él les permitió soltar la pierna en las noches. A nadie le queda la menor duda de que semejante salto matemático alargó la expectativa de vida de muchos de astrónomos y sus asistentes, sin mencionar los millones de jaquecas que tan poderosas tablas evitaron al resto de la humanidad desde entonces. Otro favor impagable: a él se le ocurrió usar el punto decimal que separa los números enteros de las fracciones.

     —Para darle sabor al caldo de las matemáticas y evitar errores tontos —continuó el gaitero— Napier construyó su propia versión del ábaco, una máquina calculadora dotada de rodillos o varillas que permitían distribuir los números en forma conveniente, transformando las multiplicaciones en sumas y las divisiones en restas. Los rodillos de algunos ábacos estaban hechos de marfil o de hueso. Por ello se les conoció como los huesos de Napier que alivian dolores de cabeza y prolongan vidas.

AQ

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