La inmortalidad es una pretensión añeja de la Humanidad. La religión, la crónica histórica (además de estatuas y museos), la metafísica, la literatura, el cine, cada uno la postuló a su manera. Si habría otra vida después de ésta, si renaceríamos en otra forma o en un cuerpo distinto, si perduraríamos mediante nuestras acciones u obras interrogaban acerca de esta inquietud vital. Ella sigue presente, pero ahora la respuesta se busca en la tecnología y el objetivo parece más asequible que nunca gracias a la robótica, la inteligencia artificial y las nanociencias. No sería ya una pócima mágica o un pacto diabólico el que nos haría inmortales, o al menos vivir unos cuantos siglos y detener el envejecimiento, sino el desprendernos de nuestra achacosa animalidad corpórea y fusionarnos con las máquinas, consumando definitivamente la separación de la Humanidad con la Naturaleza instrumentada por la técnica y haciéndonos cargo por nosotros mismos de la evolución de la especie.
El transhumanismo es tanto una ideología como una faceta del tecnocapitalismo, un movimiento político, una utopía y una nueva fe en ciernes: la salvación por otros medios. El viaje de Mark O’Connell dentro este microcosmos constituido en los institutos de prospectiva sobre el futuro de la Humanidad de prestigiosas universidades occidentales y en Silicon Valley, al que se le inyectan generosas subvenciones de los magnates de los gigantes tecnológicos, dio lugar al asombroso relato Cómo ser una máquina (Capitán Swing, 2019) del periodista irlandés. El recorrido inicia en Arizona, donde se localiza la mayor de las cuatro instalaciones de criptopreservación habidas en el planeta (tres en los Estados Unidos, una en Rusia) hasta entonces, una especie de limbo que resguardaba 117 “pacientes”, ni vivos ni muertos, sino “suspendidos”, en prudente espera de la reanimación en condiciones propicias, bajo el supuesto de que el progreso científico sobre la longevidad correría delante de la muerte. De tratarse de un “neuropaciente” (una cabeza separada del cuerpo), se preparaba la transferencia a un cuerpo artificial: 200 y 80 mil dólares el paquete respectivo.
La siguiente estación es San Francisco, el tópico la técnica para realizar copias exhaustivas de la información cerebral y el objetivo transferirla de un cuerpo humano a uno artificial, quitándole todas esas adherencias biológicas y psíquicas que lastran las facultades cognitivas humanas. Consideraciones éticas aparte o disquisiciones filosóficas acerca del Yo a un lado, asumamos que esto nos instala en el universo de los cíborgs. En Pittsburgh hay una empresa transhumanista “práctica” abocada a iniciar desde ya la fusión humana con las máquinas, “utilizando una tecnología de código abierto segura y asequible”. Voluntariamente, el director de sistemas de información y eminencia gris de la firma permitió que le mutilaran los brazos para sustituirlos por unas prótesis inteligentes que potenciaran sus destrezas ingenieriles. Este cíborg-tecnólogo cree firmemente que debe de entrarse “al cerebro y destruir aquellos comportamientos residuales que ya no son útiles”, dado que la evolución biológica lamentablemente no avanza al ritmo deseado. Desde el flanco estatal, la administración de Bill Clinton había encomendado dos décadas atrás al Ejército investigaciones “biohíbridas” para “cruzar” humanos con máquinas, obviamente con propósitos militares.
El transhumanismo también contiene una veta política. En San Francisco arrancó una campaña en el Autobús de la Inmortalidad con el objetivo de, tras sensibilizar a medio Estados Unidos, pegar en el Capitolio la Declaración de los Derechos Transhumanistas: no había mayor injusticia ni crimen más grande que perpetuar la muerte teniendo al alcance los instrumentos para evitarla; había de prevenirse “el riesgo existencial”; el estadio superior y posiblemente el último de la evolución de la especie humana sería convertirnos en máquinas. Pero, en cierto sentido, ya lo éramos, y eso estaba lejos de producirnos satisfacción. El chofer de un camión que interpeló a la autocaravana preguntando acerca de su oferta política, al describir la supervisión de su trabajo por parte de la compañía, aclaró el panorama: “su vehículo llevaba un ordenador a bordo que controlaba estrechamente sus progresos y su velocidad e informaba de ello a sus jefes, alertándolos si se había detenido más tiempo del permitido o si había circulado a mayor velocidad que la permitida para compensar aquellos minutos u horas perdidas”. La máquina no la dominaba él.
Carlos Illades
Profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Autor de ‘Vuelta a la izquierda’ (Océano, 2020).
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