Sergio Fernández: dueño y señor de los encuentros

Memoria

Hombre firme, seguro de sí mismo, maestro emérito de la Facultad de Filosofía y Letras, Sergio Fernández convertía las reuniones en una aventura intelectual.

Sergio Fernández. 'unamita' de tiempo completo. (Foto: Rogelio Cuéllar)
Anamari Gomís
Ciudad de México /

Conocí a Sergio Fernández a mediados de los años setenta. Para ese entonces había leído muchos de sus ensayos y Los peces (1968), “la historia” inaprensible de una mujer en Roma, que persigue la sensualidad. Sergio siempre dijo que era una escritura para ser sentida y no para ser entendida. En aquella lejana época, me figuraba que leía a un Góngora moderno de finales del siglo XX. Poco después asistí a un seminario de tesis con él. Su adjunta era Teresa Weisman y tanto ella como Sergio opinaban de los avances de nuestros trabajos. Entre otros, se encontraban en la clase el escritor Hernán Lara Zavala, que analizaba una novela de John Updike, no recuerdo si Corre, Conejo, y Raquel Serur, hoy embajadora en Ecuador, que trataba Orlando de Virginia Woolf. Mi tesis abordaba, ni más ni menos, Los peces y el muy querido Huberto Batis se convirtió en mi asesor. En el seminario, el doctor Fernández, a la hora de opinar, daba una clase completa en dos o tres trazos. Por primera vez escuchaba yo a un profesor que brincaba los límites de las literaturas hispánicas y que además sabía y opinaba sobre otras literaturas. Por él estudié luego literatura comparada. Una característica suya estribaba en que rompía siempre con la solemnidad y eso establecía de inmediato un puente con sus alumnos. Por otro lado, sus intervenciones en clase parecían un hoyo negro en el universo, que pasaban de un mundo a otro, de un periodo a uno muy diferente. Lezama Lima convivía con Sor Juana, la Woolf con Simone de Beauvoir, Proust consigo mismo. No recuerdo que lo haya comparado con nadie.

No sé cómo, pero Sergio escogía a sus estudiantes, o más bien a sus seguidores, y luego manteníamos con él una gran amistad. Hoy eso sería impensable. Después del MeToo mexicano, de los movimientos feministas actuales, la cercanía con cualquier profesor se vuelve sospechosa. Con Sergio Fernández era, en cambio, una aventura intelectual. Nos reuníamos varios en su casa, “Los empeños”, donde se festejaba la literatura, la amistad, el cine, la pintura y la risa, claro está, la risa que todo lo parodia. Esos encuentros peripatéticos, en el sentido de que los estudiantes seguíamos estudiando con el maestro más allá del aula, aunque no paseáramos, han terminado. No solo porque Sergio ha muerto sino porque corren épocas justicieras, que a veces se pasan de tueste.

En las visitas a “Los empeños” convivíamos también con Paula, la hija de nuestro maestro, y también con doña Lupita, su madre. De repente, alguien del grupo se convertía en asiduo. Yo, menos que otros. Sergio me llamaba inasible, personaje fugaz. Y, sin embargo, no había vez que no me hiciera una alabanza.

En Segundo sueño (1976), de complicada estructura, la madre del narrador echa las cartas del Tarot. Sergio también lo hacía, así como de repente recurría a explicaciones astrológicas del mundo cotidiano, lo cual, en su caso, revelaba su conocimiento de la mitología griega y latina, y justo por eso interpretaba la escritura barroca y descubría dónde era que Sor Juana o Góngora le daban la vuelta a un mito y lo reinterpretaban. El Tarot lo subyugaba. A mi exmarido le “leyó” la tirada de la vida. Yo nunca quise algo tan definitivo, me daba miedo, pero por lo menos un par de veces recurrí con él a la lectura de esos naipes. Resultaba cosa muy seria y, aún peor, de veras daba en el clavo.

Sergio tenía mucho de extravagante y subversivo. Extravagante para la vida diaria, subversivo lo era para sus interpretaciones de los textos literarios y, desde luego, en su propia escritura. ¿Quién, sino él, habría de estudiar los sonetos amorosos de Sor Juana Inés de la Cruz como poemas que se refieren al Santo Grial: “pues ya viste y tocaste/ mi corazón deshecho entre tus manos”*. ¿Quién, además del doctor Fernández, se atrevería a considerar que Cervantes, preso casi un lustro en Argel, salvó el pellejo las veces que quiso escaparse, gracias a que era amante de uno de sus custodios?**

Quisiera dar la fecha exacta en la que Sergio Fernández dictó una conferencia en una abarrotada Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras y contó cómo, de joven, se escapaba de su casa para tener aventuras homosexuales.

Los desfiguros de mi corazón (1983) es un anecdotario vivo, como de bichos en probeta, que muestra lo paródico, el horror y lo perverso. Lo recorren personajes reales: Pita Amor, Elena Garro, María Félix, Toño Peláez, Edmundo O’Gorman... Sergio Fernández exhibe ahí una época, sus debilidades y, desde luego, sus fortalezas.

Sergio Fernández, autor de 'Los peces'. (Foto: Rogelio Cuéllar)

Hombre firme, seguro de sí mismo, unamita de tiempo completo fue el doctor Fernández, maestro emérito de la Facultad de Filosofía y Letras y del SNI. La UNAM era su casa, una parte importante del mundo, de su mundo.

Debo decir que mi maestro podía ser terrible, endemoniarse, establecer disputas brutales con sus amigos, que refrendaba, según sé, en largas cartas escritas a mano, o que buscaban un arreglo con la otra parte, seguramente la más ofendida. En mis muchos años de tratarlo solo una vez tuve un choque con él. Ocurrió en el estacionamiento de la Facultad. Dije algo que no le gustó, una tontera, no me parece grave ni aún hoy, pero Sergio se alzó con una furia tal que me soltó una filípica muy violenta de la que no recuerdo absolutamente nada. Solo me viene a la memoria lo mucho que lloré, moqueé y la pasé mal. A la siguiente vez que lo vi, en una comida, lo abracé y la amistad se retomó. Me asistieron la suerte y también el cariño de Sergio, porque no siempre el doctor Fernández se reconciliaba con la gente.

La vejez volvió a Sergio Fernández dependiente de su ayudante, a quien adoptó como hijo. Abandonó “Los empeños” y ambos se fueron a vivir a Guanajuato y luego a Veracruz. Quise visitar a Sergio muchas veces, pero no me lo propuse en serio. Me ponía mal pensar que vería a mi maestro viejo, a lo mejor indefenso. Además me cuesta salir de mi entorno, dejar a mis perros, viajar de motu proprio. La doctora Eugenia Revueltas y Carmen y Malena Galindo sí hicieron el esfuerzo y lo vieron varias veces. En mi caso, creo que la última vez que vi a Sergio fue en el Bistró Mosaico, que ya quitaron. Comimos con él dos amigas, exalumnas igualmente, y yo. Era un día de calor. Sergio llevaba puesto un traje color crema y una camisa azul eléctrico. Había colocado su sombrero panamá en una silla y, como todas las veces que convivimos, se tornó en dueño y señor del encuentro.


* La copa derramada. Estudios de los sonetos amorosos de Sor Juana, 1986.

**Una visión interna del Quijote. El Mediterráneo de Cervantes, su juventud: Italia y Argel, 2009.

ÁSS

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