El libro y el calabozo

Los paisajes invisibles | Opinión

En el oficio de escritor y en la inspiración revolucionaria, Sergio Ramírez, perseguido por el régimen de Ortega en Nicaragua, no ha abandonado el papel de centinela.

Sergio Ramírez, escritor nicaragüense. (Foto: Emilio Naranjo | EFE)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

Régis Debray apuntó en Alabados sean nuestros señores. Una educación política (1999), que “un revolucionario es en primer lugar un vigilante, un soñador al acecho, mucho más que el homo politicus en tiempo de calma. A falta de medios mecánicos de conservación y sin soportes de fijación, el sabor de la inminencia no es más memorizable que un perfume, mientras que únicamente esa ansiedad podría dar fe, como un original, de nuestras motivaciones pasadas. A ese vigía es al que habríamos querido serle fieles; con la vara de sus expectativas es con la que mediremos, más tarde, la amplitud de nuestros fracasos”.

En el oficio de escritor y en la inspiración revolucionaria, Sergio Ramírez no ha abandonado el papel de centinela que enfatizó Debray: sujeto a orden de captura y condenado por la dictadura de Daniel Ortega, su expediente revive la insana tradición de la conciencia punitiva, refleja la medida exacta del fracaso, la descomposición político–ideológica del Frente Sandinista de Liberación Nacional y de su caudillo enquistado en la presidencia de Nicaragua desde hace catorce años.

Expatriado a la otra orilla del Atlántico, a Ramírez sólo le queda denunciar la vileza, la hipocresía, la mendacidad y la obsesión exterminadora de un régimen que traicionó sus principios revolucionarios y se convirtió en lo mismo, o en algo peor, de lo que combatió: la dictadura de los Somoza se ha quedado corta frente a la tiranía de Daniel Ortega y Rosario Murillo, presidente–marido y vicepresidenta–esposa, ejemplares dignos de un museo de la embriaguez, la perversidad y los embrujos del poder.

Nicaragua, nación que simboliza el perfecto paradigma del desastre latinoamericano (la vuelta al pasado, la maldición a repetir lo más agrio de su historia), nunca se libró de la vocación sistémica por el asedio, la represión, la cárcel. Criminalización y silencio a palos de la protesta, decenas de presos políticos, opositores condenados al exilio o desactivados penalmente para extinguir cualquier alternativa democrática. El régimen de Ortega está dispuesto a amordazar a la disidencia a toda costa, sigue al pie de la letra el Manual del despotismo, especialmente con la palabra escrita: censurar, perseguir, aniquilar al escritor. Acto seguido, desaparecer su obra y las verdades que hay en ella porque la dictadura suele guarecerse en la conspiración tejida por sus propias falsedades.

La lucha entre escritor y Estado siempre es dispareja. Sobre este ridícula disputa, Coetzee suele citar al novelista André Brink, el teórico mayor de la experiencia autoritaria en Sudáfrica, y uno de los ejes fundamentales de los ensayos de Contra la censura: “un libro no puede ponerse a luchar contra una espada en un campo de batalla”. Imagen de Perogrullo, metáfora sarcástica pero puntual por su extraño despropósito. Las letras y el papel sucumben ante el filo, son fáciles de destruir, mas el contenido queda intacto. El peligro al que teme el tirano es que el mensaje llegue a tiempo, que haga de su destinatario un ser crítico, inconforme, consciente de la realidad y dispuesto a la rebeldía.

En el destierro, Sergio Ramírez sigue siendo el vigilante del revolucionario que fue una vez, ese activista que luchó y colaboró con quien hoy encarna la infamia autocrática (Ramírez fue vicepresidente de 1985 a 1990, durante el primer gobierno de Ortega).

El creador, el intelectual está a salvo pero su libro no corrió la misma suerte. Tongolele no sabía bailar, la nueva novela del Premio Cervantes 2017, purga la alegórica sentencia de su autor: silenciada en los calabozos de la aduana, es posible que no consiga la absolución y nunca llegue a manos del lector nicaragüense.

AQ

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