Distinguimos, a lo lejos, a un grupo de jóvenes reunido bajo la sombra de un árbol. Es la primera a imagen que nos alerta de este paisaje insólito. De golpe, saltan a la memoria fragmentos de Ébano, donde Ryszard Kapuściński narra su viaje a África. La escena es casi una calca de su descripción de esos árboles que “aparecen solitarios en las extensiones de una tierra quemada por el sol”. El árbol como un lugar de reunión, ahí donde la comunidad acude puntual a tomar decisiones, a contar historias; el árbol como centro de la vida colectiva. En este rincón de Sudáfrica, en KwaZulu/Natal, las palabras del periodista polaco resuenan mientras nos acercamos al imponente roble. Al amparo de su copa espesa, se desatan los cantos, las danzas, una evocación a las tradiciones de esta tribu guerrera ancestral. El grupo ensaya para montar una escena de la Biblia.
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Estamos en Bonamanzi, un coto de caza al este de Sudáfrica, en la ciudad de Hluhluwe. “Hay que pegar la lengua al paladar, pronunciar la hache y la ele juntas, al tiempo que emites un soplido”, dice, sonriente, Zigy, el guía que nos acompaña. Aquí se ha instalado el pintor sueco Johan Falkman, a instancias de los filántropos suecos Dan y Christine Oloffson, para sumarse al proyecto Star for life, Estrella para la vida, una iniciativa que surgió en 2005 cuando Sudáfrica se había convertido en el epicentro de la epidemia del VIH-Sida. Un proyecto dirigido a crear conciencia en niños y jóvenes sobre la enfermedad y, al mismo tiempo, educarlos para tener acceso a una mejor vida, construirse un futuro.
Convencido de que a través del arte podría aportar a esta tarea, Falkman decidió instalar aquí su taller en 2019. Trajo con él sus pinceles, su paleta de óleos y un ejemplar de la Biblia ilustrada por Gustav Doré, una joya del siglo XIX. Inmerso en los textos sagrados, descubrió que muchos de los pasajes conectaban con problemas del mundo actual y con los propósitos del proyecto al que se había integrado. “Seguimos expuestos a la violencia, infringiendo violencia en los otros”.
La Piedad, La mujer con siete hijos, La Crucifixión, han sido pasajes recreados por el artista. Su formación en el teatro y la ópera, lo dotaron de herramientas para caracterizar personajes y dirigir escenas en una propuesta que, además de la pintura, incluye performance, instalación, fotografía, video y escultura. La música y las danzas tradicionales se insertan de manera natural en este recorrido bíblico con espíritu zulú. La iniciativa de Falkman desafía límites, no sólo en sus procesos artísticos, también en la búsqueda de la creación como vía para recuperar la dignidad.
Los jóvenes que cantan y bailan bajo la sombra del árbol vienen de un poblado cercano, Mkuze. Las calles y terrenos son de tierra. La gente vive en cabañas con techos de palma, la mayoría redondas, para ahuyentar a las víboras. En cada parcela hay una acacia, un roble, un chacal, árboles solitarios en medio del llano terregoso; vemos a hombres, mujeres, niños, ancianos, resguardándose del sol ardiente debajo del follaje. Las mujeres van ungidas con grasa de karité, fruto del que extraen aceite para protegerse. Sus rostros lucen amarillos, brillantes, en contraste con la piel oscura de sus cuerpos. Algunas son madres de los chicos del vecindario que formaron el grupo de danza liderado por uno de ellos, Sabelo. “Todo se lo debo a mi madre”, dice. Enseguida la abraza, se arrodilla ante ella y besa sus manos. La madre sonríe orgullosa con su cara del color del ámbar. Los chicos son autodidactas, recurren a sus raíces para trazar sus coreografías, son guerreros en el arte de menear el cuerpo.
Sabelo y su madre
| Foto: Guadalupe Alonso Coratella |
Hoy, el programa Estrella para la vida se imparte en 45 escuelas con un total de 450 mil alumnos. El modelo pretende establecerse en Europa, América y África. Falkman tendrá estancias en Suecia, Cuba, México y Sudáfrica, donde todo comenzó.
Uno de los aciertos del artista ha sido la idea de trabajar con gente de la comunidad. Recorrió zonas aledañas, en las márgenes, para reclutar a posibles modelos. Actualmente, una veintena de jóvenes se hospedan con él, posan, cantan, bailan, actúan. “Lo que hacen ayuda a sus comunidades a fortalecerse”, asegura Falkman. “Cuando ocupas tu mente en esto, no tienes tiempo para engancharte en actos de violencia, consumo de alcohol o drogas. El arte tiene un efecto positivo cuando la gente se involucra en un proyecto”.
¿Qué es la dignidad? ¿Qué nos dignifica?, se pregunta Falkman, mientras reflexiona sobre el propósito del trabajo que lleva a cabo en un país de una cultura asombrosa y una historia inquietante. El país del apartheid, narrado en novelas de dos premios Nobel sudafricanos, John Maxwell Coetzee y Nadine Gordimer. Falkman encuentra una respuesta en la jornada del héroe. Sin tintes religiosos, recurre a Jesucristo como figura emblemática. “Es la historia fundamental del viaje del héroe, el hombre que se hunde en el abismo y luego asciende glorificado. Cristo nos confronta con nosotros mismos. Es un ejemplo de cómo desarrollo estos personajes basados en nuestro anhelo interior de dignificarnos”.
Ese anhelo de recuperar la dignidad lo habría formulado Nelson Mandela, en 1994, cuando convocó al pueblo a liberarse de la pobreza, el sufrimiento, la discriminación, a caminar con la cabeza en alto. Bajo el título Lo que es la dignidad, el trabajo de Johan Falkman tiende lazos con la historia de un pueblo ávido de justicia y progreso.
El grupo reunido bajo la sombra del roble, el uhmhkulu, se alista para montar una escena de la Biblia. Se han caracterizado con la vestimenta de los guerreros: faldón de cuero de vaca atado a la cintura, tobilleras de lana de borrego. En la cabeza, la diadema de piel. Repica el tambor, se elevan los cantos, el sol revienta en sus torsos. Da inicio la danza, combaten los zulúes.
ÁSS