Las reliquias de la antigüedad, esas estatuas de héroes, ciudadanos, dioses, tienen las cabezas decapitadas. Los torsos perfectos, fuertes, esculpidos con la clara intención de establecer un ideal, están desposeídos del rostro que les daría identidad. Esa cabeza era un símbolo y un ejemplo, en la idolatría congénita del ser humano, en ella está depositada la personalidad y el poder. La decapitación como castigo fue del privilegio del Imperio Romano, a la humillación pública que alcanzó su paroxismo en la Revolución Francesa.
Los líderes derrocados, los dioses desacralizados, la iconoclastia, decapitaban estatuas. Los comerciantes de finales del siglo XVIII y del XIX, que vendían las reliquias del arte precristiano, también destruían estatuas para venderlas por partes o armar pastiches que hacían con diferentes fragmentos inventando una especie de Frankenstein de mármol.
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Esos torsos decapitados simbolizan así la esencia de nuestra formación cultural: la separación del intelecto y el cuerpo. Decía Casanova que su mente y su cuerpo eran una unidad inseparable. La filosofía de un hedonista es el ideal que deberíamos alcanzar. La accidentada historia de esas hermosas esculturas vaticinó nuestra realidad. Las ideologías contemporáneas separan la mente del cuerpo, es humillante ver manifestaciones feministas uniendo las manos simbolizando una vagina, para la posmodernidad las mujeres hablamos con un orificio, no con el cerebro. Regresamos a ser esclavas.
Me conmueve la vulnerabilidad del ser en esa separación. Dejar el cuerpo sin identidad, sin dirección, es dejarlo sin consuelo. El cuerpo hace lo que debe hacer: ser la manifestación tangible de nuestras ideas, frustraciones, deseos, pesadillas, ficciones, proyectos. Esa misión titánica la realiza con su limitada constitución, no hay más. La idealización de esas hermosas estatuas nos hace más devastadora la comparación, la perfección insensible del mármol contra la imperfección sensible de la carne.
El cerebro y la “mente”, esa ociosa masa grasienta, se deposita encima de ese cuerpo, lo dirige, lo hace actuar, no están separados, como han afirmado las creencias y las ideologías. Ese ente total somos nosotros, carne perecedera, maloliente, iluminada, adicta, gozosa y torturada. Eso es pensamiento, nuestro caminar mismo, beber una taza de té, sonreír, dormir, es estar y pensar. Cuando nuestro cuerpo florece o enferma está pensando, de qué otra manera puede manifestarse, sino es en esa sensible reacción.
No es la hipocondría mercantilista de Freud, es la esencia de nuestras células, de cada átomo de nuestro ser. “Perdemos la cabeza” y perdemos el cuerpo, lo dejamos ir, desvariar, divagar y degradarse. El caballo que nos jala, la maquinaria acuosa y vigilante que nos da forma, está en la cabeza. Nos miramos al espejo y no vemos lo real, la mente se ve a sí misma como una ficción soportable u odiosa, deseable o repugnante, pero la saca de sus posibilidades reales de comprensión. Así sobrevivimos.
AQ