Todo es comenzar la lectura de un libro y entrar en otra dimensión; inteligir el espacio que se pisa, a veces acomodarse en él con dificultad, pero acomodarse al fin. Cuando eso ocurre, ha nacido un lector. El libro puede ser una novela corta y estupenda como Batallas en el desierto de José Emilio Pacheco; un trabajo de difusión científica, digamos Cosmos de Carl Sagan; el relato de un viaje, Mal de altura de Jon Krakauer; la tragedia del príncipe Hamlet de William Shakespeare; o acaso la biografía de Sigmund Freud, la de Babe Ruth o la de John Lennon.
Nos pueden seducir libros sobre enfermedades extrañas de la mente, a la manera del genial Oliver Sacks, o sobre el formidable traslado de la sangre en el cuerpo como se explica en un libro de Julio Hubard que se titula justamente Sangre. Quizá queremos saber de lugares remotos, de culturas antiguas, de la vida en los océanos o de la alquimia renacentista. La lectura debe apasionarnos y someternos al silencio y a la relación única entre uno y el texto, y mientras, que todo lo que ocurre se detenga en el instante en que establecemos vínculo con lo que leemos. Por eso nunca he oído a alguien en una librería preguntar por los libros más baratos. No siempre se tiene el dinero para comprar los libros que se desean, pero se puede esperar a la siguiente quincena o simplemente pasar por las librerías de viejo y buscar qué maravillas hay, casi siempre a bajo precio. Eso hacen muchos grandes lectores, por cierto, muchos de mis mejores alumnos en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. La pregunta implícita aquí es ¿cómo se forma un lector? En mi casa, de niña, había muchos libros y unos papás listos a sugerirme en lecturas desde siempre. ¿Qué ocurre en otros contextos, donde no hay padres lectores? Se debe infundir en las escuelas la imperiosa necesidad de comprender lo que no se entiende o se desconoce. Los maestros, aunque no lo sepan todo, deben dirigir a los niños hacia la investigación y gran parte de la investigación sucede al leer. Esos niños deben aprender que compartimos un planeta con otros muchos y diferentes seres humanos, con la naturaleza, con los animales, con el intrigante universo. Las visitas a las bibliotecas resultan esenciales. Ahí todos los mundos posibles se ponen en movimiento y entonces descubrimos nuestros intereses.
Una lectura obligada, en cambio, llama a la rebelión. Los estudiantes de secundaria rara vez apreciarán la lectura del maravilloso Quijote. ¿Qué relación inmediata pueden establecer con la escritura del siglo XVII español? Mínima, supongo yo. Para eso se necesitan estudios y la destreza que se consigue después de muchas lecturas.
Mis padres, en especial papá, organizó una biblioteca propia. La suya y también la de sus hijas. A mi hermana, entre otros libros, le compraron El tesoro de la juventud y a mí, varios años después, El libro de oro de los niños. Ambos títulos, que venían acompañados de dos o varios tomos, en el caso del primero, fueron para mí como la visita constante a una biblioteca. Han pasado siglos y me veo sentada durante horas, ojeando y leyendo esos tomos enciclopédicos y de lectura para niños y jóvenes. También leía libros enteros, desde los 9 años. Más tarde, comencé a hurgar en los libros de los adultos. Y eso fue fundamental para mí. Una tarde me topé con una traducción de Lolita de Nabokov. Debo haber leído unas 60 páginas cuando papá detectó esa lectura “prohibida”, no apta para una púber. La novela desapareció de mi vista, pero había quedado yo inoculada del frenesí por el extrañamiento que produce lo literario.
¿Libros baratos para formar lectores? No, bibliotecas (laboratorios) para que se revelen las propias aficiones.