'Solaris', de Stanislaw Lem

Adelanto

Lee un adelanto de esta obra maestra de la literatura del siglo XX, cortesía de la editorial Edhasa.

Fotograma de la película 'Solaris', dirigida por Andréi Tarkovski en 1971. (Cortesía: Mosfilm)
Laberinto
Ciudad de México /

Clásico de la literatura del siglo XX, Solaris es, junto con Diarios de las estrellas, la obra de maestra de Stanislaw Lem. No solo por la imaginación y la prosa exquisita, sino porque logra aquello que todo gran escritor persigue: crear un mundo propio, con sus leyes, su lógica y su natural verosimilitud.



El viajero

A las diecinueve, hora de a bordo, pasando junto a los que estaban de pie alrededor de la escotilla, descendí por los escalones metálicos al interior de la cápsula. Tenía el espacio justo para levantar los codos. Una vez atornilladas las terminales en el tubo que sobresalía de la pared, la escafandra se infló y a partir de ese momento ya no pude realizar el menor movimiento. Estaba de pie –o más bien colgado– en una cucheta de aire, unificado con el caparazón de metal.

Al levantar la vista vi el vidrio cóncavo de la escotilla y más arriba la cara de Moddard inclinada sobre ella. Enseguida desapareció y el vidrio se oscureció, porque colocaron la pesada tapa de seguridad. Escuché ocho veces la repetición del silbido de los motores eléctricos que ajustaban los  tornillos. Luego el siseo del aire inyectado en los amortiguadores. Mis ojos se acostumbraban a la oscuridad. Ya veía el contorno verdoso del único indicador.

          –¿Listo, Kelvin? –resonó en los auriculares.

          –Listo, Moddard –contesté.

          –No te preocupes por nada. La Estación te recibirá. ¡Buen viaje!

Antes de llegar a contestarle, algo rechinó arriba y la cápsula se sacudió. Tensé los músculos por reflejo, pero nada más sucedió.

          –¿Cuándo despego? –pregunté y escuché un murmullo, como si granitos de la más fina arena se derramaran sobre una membrana.

          –Ya estás en vuelo, Kelvin. ¡Suerte! –me respondió la cercana voz de Moddard. Antes de poder creerlo, una hendidura se abrió frente a mi cara, a través de la cual vi las estrellas. Me esforcé inútilmente tratando de encontrar la Alfa de Acuario, hacia la que volaba la Prometeo. El cielo de esa región de la Galaxia no me decía nada, no conocía ni una constelación, en la mirilla seguía habiendo polvo incandescente. Esperé la deflagración de la primera estrella. No llegué a verlo. Solo comenzaron a palidecer y desaparecer, disolviéndose en el fondo negro, cada vez más rojizo. Comprendí que ya estaba en las capas superiores de la atmósfera. Rígido, envuelto por las almohadas neumáticas, podía mirar solo hacia adelante. El horizonte seguía sin aparecer. Volaba y volaba, sin sentirlo en absoluto, salvo el calor que lenta, subrepticiamente, iba envolviendo mi cuerpo. Del exterior brotó un chirrido quedo, estridente, como de metal frotado contra vidrio mojado. De no haber sido por los números que saltaban en el indicador, no me habría dado cuenta de la violenta caída. Ya no había estrellas. Una claridad rojiza llenaba la ventanilla. Escuchaba la pesada marcha de mi propio corazón, me ardía la cara, aunque en la nuca sentía la fría brisa del acondicionador de aire. Me dio pena no haber podido ver a la Prometeo; ya debió haber estado fuera del campo visible cuando el dispositivo automático había abierto la escotilla.

La cápsula se sacudió una y otra vez, vibró insoportablemente, ese estremecimiento atravesó todas las capas de aislación y las almohadas neumáticas y penetró mi cuerpo; el contorno verdoso del indicador se borroneó. Miraba todo eso sin miedo. No había venido de tan lejos para morir en la meta.

          –Estación Solaris –dije– ¡Estación Solaris, Estación Solaris! Hagan algo. Parece que pierdo estabilidad. Estación Solaris, aquí el viajero. Cambio.

Y una vez más me perdí el importante momento en el que aparecía el planeta. Se desplegó inmenso, plano; no podía orientarme por la dimensión de las estrías de su superficie y saber si todavía estaba lejos. O más bien, alto, porque ya había cruzado esa imperceptible frontera en la cual la distancia hacia un cuerpo celeste se transforma en altitud. Caía. Seguía cayendo. Ahora lo sentía incluso con los ojos cerrados. Los abrí de inmediato porque quería ver lo más posible.

Esperé casi un minuto de silencio y volví a llamarlos. Y tampoco obtuve respuesta. En los auriculares se sucedían salvas de chasquidos de estática. Su fondo era un susurro tan profundo y bajo como si fuera la voz del planeta mismo. El firmamento naranja de la ventanilla se cubrió de niebla. El vidrio se oscureció; por reflejo me encogí tanto como me lo permitían los vendajes neumáticos, antes de comprender que eran nubes. Como por un soplo, un cardumen de ellas voló hacia lo alto. Seguía planeando, ora al sol, ora a la sombra; la cápsula giraba vertical y el inmenso, como hinchado, disco solar cruzaba isócrono frente a mi cara, amaneciendo desde la izquierda y poniéndose a la derecha. De pronto, a través del murmullo y los chasquidos, una voz lejana se oyó directamente en mi oído:

          –Estación Solaris al viajero. Estación Solaris al viajero. Todo en orden. El viajero está bajo el control de la Estación. Estación Solaris al viajero, prepararse para el aterrizaje en el momento cero; repito, prepararse para el aterrizaje en el momento cero. Atención, inicio el conteo. Doscientos cincuenta, doscientos cuarenta y nueve, doscientos cuarenta y ocho…

Las palabras separadas por un mínimo maullido me indicaban que no era un hombre quien hablaba. Era, por lo menos, extraño. Lo habitual era que todo el mundo corriera al aeropuerto cuando llegaba alguien nuevo, para más, directo de la Tierra. Pero no pude reflexionar sobre eso porque el enorme círculo que a mi alrededor trazaba el sol, se encabritó junto con la planicie hacia la cual yo caía; después de esa inclinación vino otra, en sentido inverso; me desplazaba como un inmenso péndulo. Luchando contra el vértigo vi sobre la superficie del planeta, que surgía como una pared surcada de trazos sucios lilas y negros, un diminuto tablero de puntos blancos y verdes: la señal de la Estación. Al mismo tiempo, con un chasquido algo se desprendió de la parte superior de la cápsula: el largo collar del paracaídas anular, que zumbó con violencia; en ese sonido había algo indeciblemente terráqueo, el primer sonido de un verdadero viento después de tantos meses.

George Clooney interpreta al doctor Chris Kelvin en la versión de Steven Soderbergh, de 2002. (Cortesía: Lightstorm Entertainment)

Todo comenzó a suceder muy rápido. Hasta ahí lo único que sabía era que estaba cayendo. Ahora lo veía. El tablero blanco y verde crecía violentamente, supe que estaba pintado sobre un reluciente cuerpo oblongo, como el de una ballena, con las agujas de los sensores de radar sobresaliendo de sus costados, con filas de aberturas más oscuras –las ventanas–, que ese coloso metálico no descansaba sobre la superficie del planeta, sino que estaba suspendido sobre ella, arrastrando sobre el fondo de tinta china su sombra, una mancha elíptica más oscura aún. Al mismo tiempo advertí el océano surcado de arrugas violetas, que mostraban un movimiento débil. De pronto las nubes se alejaron muy a lo alto, bordeadas por un escarlata enceguecedor; el firmamento entre ellas se extendía lejano y chato, pardo–anaranjado; y todo se borroneó: caí en un remolino. Antes de poder responder, un golpe seco devolvió a la cápsula a su posición vertical, en la ventanilla chispeó con una luz mercurial el horizonte del océano, ondulante hasta parecer humoso. Las rugientes cuerdas y anillas del paracaídas se desprendieron de golpe y volaron sobre las olas llevadas por el viento, y la cápsula se balanceó blandamente con ese lento movimiento singular, propio de un campo de gravedad artificial, y se deslizó hacia abajo. Lo último que llegué a ver fueron las catapultas de vuelo y los dos espejos, que se elevaban como a la altura de dos pisos, de los calados radiotelescopios. Algo inmovilizó la cápsula con un sonido espantoso de acero machacando sobre acero, algo huyó debajo de mí y con un prolongado suspiro ronco la cascarita metálica en la que yo permanecía erguido finalizó su viaje de ciento ochenta kilómetros.

          –Estación Solaris. Cero y cero. Aterrizaje terminado. Fin –escuché la voz muerta del mecanismo de control. Con las dos manos (sentía una difusa presión en el pecho y las entrañas tenían un peso desagradable) tomé las empuñaduras que estaban frente a mis hombros y apagué los contactos. Destelló la palabra TIERRA y la pared de la cápsula se abrió; la cucheta neumática me empujó levemente la espalda; tuve que dar un paso para no caer.

Con un suave siseo parecido a un suspiro de resignación, el aire abandonó la sujeción de la escafandra. Estaba libre.

Estaba parado bajo un embudo plateado, alto como

un hangar. Por las paredes descendían manojos de tubos de colores que desaparecían en pequeños pozos

redondos. Me di vuelta. Los pozos de ventilación bramaban absorbiendo los restos de la atmósfera planetaria tóxica que había ingresado durante el aterrizaje. El cigarro de la cápsula, vacío como un capullo roto, estaba apoyado sobre su nariz encajada en una plataforma de acero. Su revestimiento exterior se había chamuscado y tenía un color marrón sucio. Bajé por una pequeña rampa. Más allá habían soldado una capa de plástico rugoso. Se había gastado hasta mostrar el acero en los lugares donde por lo común se deslizaban los elevadores de cohetes. De pronto callaron los compresores de la ventilación y hubo un silencio total. Miré a mi alrededor un poco desorientado, esperaba que apareciera algún hombre, pero seguía sin venir nadie. Solo una flecha de neón señalaba llameante una cinta transportadora que se deslizaba sin sonido. Subí a ella. El techo del recinto, una hermosa línea parabólica, fluía hacia abajo transformándose en el tubo del corredor. En sus nichos se apilaban bombonas para gases comprimidos, recipientes, paracaídas anulares, cajones, todo amontonado en desorden, de cualquier modo. Eso también me llamó la atención. La cinta transportadora terminaba en un ensanchamiento circular del corredor. Allí reinaba un desorden mayor aún. Bajo un montón de barriles se había formado un charco de líquido oleoso. Un olor desagradable, fuerte, impregnaba el aire. Por doquier había huellas de zapatos claramente impresas en ese líquido pegajoso. Entre los recipientes de metal, como barridos de las cabinas, se llenaban de mugre desordenados rollos blancos de cintas telegráficas, papeles rotos y basura. Y una vez más destelló la señal verde, guiándome hacia la puerta central. Detrás de ella se abría un pasillo tan angosto que dos personas apenas podían cederse el paso. La iluminación descendía de ventanas cenitales, apuntadas al cielo con unos vidrios semiesféricos. Una puerta más, pintada en damero blanco–verde. Estaba entreabierta. Entré. La cabina semiesférica tenía un gran ventanal panorámico, en él ardía el cielo enfundado de niebla. Abajo se deslizaban sin sonido las negruzcas colinas de las olas. En las paredes había muchos casilleros, todos abiertos. Estaban repletos de instrumentos, libros, vasos con posos secos, termos cubiertos de polvo. En el piso sucio había cinco o seis mesitas rodantes mecánicas, entre ellas algunos sillones, achatados porque los habían desinflado. Solo uno estaba inflado, con el respaldo echado hacia atrás. Sobre él estaba sentado un hombre pequeño, flacucho, con el rostro quemado por el sol. La piel de la nariz y los pómulos se le desprendía a pedazos. Lo conocía. Era Snaut, el asistente de Gibarian, el cibernético. En su momento había publicado en el almanaque solarístico algunos artículos bastante originales. Nunca lo había visto en persona. Vestía una camiseta de red a través de cuyos ojos asomaban los pelos de un pecho plano y unos pantalones de algodón, alguna vez blancos, manchados en las rodillas y quemados por sustancias químicas, con gran cantidad de bolsillos, como de mecánico. En la mano sostenía una pera de plástico, como la que sirve para beber a bordo de las naves espaciales sin gravedad artificial. Me miraba como herido por una luz cegadora. La pera cayó de sus dedos flojos y rebotó varias veces como un globito. Se derramó un poco de líquido transparente. Lentamente toda la sangre huyó de su rostro. Yo estaba demasiado pasmado como para hablar, y esa escena muda duró hasta que de un modo incomprensible se me contagió el miedo. Di un paso. Se encogió en el sillón.

Fotograma de 'Solaris', dirigida por Steven Soderbergh. (Cortesía: Lightstorm Entertainment)

          –Snaut… –susurré. Se estremeció, como golpeado. 

Mirándome con indescriptible disgusto, ronqueó:

          –No te conozco, no te conozco, ¿qué quieres…?

El líquido derramado se evaporó rápidamente. Percibí el olor del alcohol. ¿Bebía? ¿Estaba borracho? ¿Pero por qué tenía tanto miedo? Yo seguía parado en el centro de la cabina. Sentía las rodillas flojas y los oídos como tapados con algodón. Sentía la presión del piso bajo los pies como algo todavía no muy seguro. Tras el curvado vidrio del ventanal el océano se movía acompasadamente. Snaut no apartaba de mí sus ojos inyectados en sangre. El miedo iba despareciendo de su cara, pero no desaparecía de ella una repugnancia indescriptible.

          –¿Qué te pasa…? –pregunté a media voz– ¿Estás enfermo?

          –Te preocupas… –dijo con voz sorda–. Ajá. Te preocuparás. ¡Eh! ¿Pero por qué por mí? No te conozco.

          –¿Dónde está Gibarian? –pregunté. Por un segundo perdió el aliento, sus ojos volvieron a ponerse vidriosos, algo en ellos se encendió y se apagó.

          –Gi… giba –tartamudeó–. ¡No! ¡¡¡No!!!

Se sacudió con una risita muda, estúpida, que de repente desapareció.

          –¿Viniste a verlo a Gibarian…? –dijo casi con calma–. ¿A Gibarian? ¿Qué quieres hacer con él?

Me miraba como si yo dejara de ser una amenaza; en sus palabras, y más aún en su tono había algo odiosamente ofensivo.

          –Qué estás diciendo… –balbucié atontado–. ¿Dónde está?

Se desconcertó.

          –¿No sabes…?

Está borracho pensé. Borracho hasta el desmayo. Me invadía un enojo creciente. En realidad debería haber salido, pero mi paciencia se había agotado.

         –¡Despiértate! –vociferé–. ¡Cómo podría saber dónde está, si llegué hace un rato! ¡¡¡Qué te pasa, Snaut!!!

Se le aflojó la mandíbula. Una vez más perdió el aliento, un brillo repentino apareció en sus ojos. Con manos temblorosas se aferró a los posabrazos del sillón y se levantó con dificultad, hasta le sonaron las articulaciones.

          –¿Qué? –dijo casi sobrio–. ¿Viniste? ¿De dónde viniste? 

          –De la Tierra –respondí furioso–. ¿Oíste hablar de la Tierra? ¡Parecería que no!

          –De la Tie… por todos los cielos… ¡¿tú eres Kelvin?!

          –Sí. ¿Qué te quedas mirando? ¿Qué tiene de raro?

          –Nada –dijo, parpadeando rápidamente–. Nada. Se frotó la frente.

          –Kelvin, te pido perdón, no es nada, mira, es solo por la sorpresa. No te esperaba.

          –¿Cómo que no me esperabas? Pero si les mandamos la información hace meses, y Moddard todavía hoy les telegrafió desde la Prometeo

          –Sí. Sí… seguro, pero verás, aquí reina cierta… desorganización.

          –Así es –repliqué secamente–. Es difícil no verlo. Snaut caminó a mi alrededor, como inspeccionando el aspecto de mi escafandra, la más común del mundo, con un correaje de conductos y cables sobre el pecho. Tosió varias veces. Se tocó la nariz huesuda.

          –¿Quizás quieras tomar un baño…? Eso te hará bien; es la puerta celeste, del otro lado.

          –Gracias. Conozco la distribución de la Estación.

          –¿A lo mejor tienes hambre?

          –No. ¿Dónde está Gibarian?

Se acercó a la ventana, como si no hubiera escuchado mi pregunta. De espaldas a mí parecía mucho más viejo. El cabello corto era cano, el cuello, quemado por el sol, estaba surcado por arrugas profundas como cortes. Detrás de la ventana cabrilleaban los lomos de las olas, levantándose y cayendo con una lentitud tal como si el océano se coagulara. Mirando hacia allí, uno tenía la impresión de que la Estación imperceptiblemente se deslizara de costado, como si resbalara de una base invisible. Luego recuperaba el equilibrio y con la misma inclinación indolente pasara hacia el otro lado. Pero eso debía ser ilusorio. Trozos de espuma mucilaginosa de color hueso se agrumaban en los valles entre las olas. Por un instante sentí una náusea opresiva en la boca del estómago. La superficie seca de las cubiertas de la Prometeo me pareció algo precioso, irremediablemente perdido.

         –Escucha… –dijo Snaut de improviso– de momento solo yo… –Se dio vuelta. Se frotó nerviosamente las manos–. Tendrás que conformarte con mi compañía. De momento. Dime Rata. Me conoces solo por las fotos, pero no es nada, todos me llaman así. Me parece que no tiene remedio. Por otro lado, cuando se ha tenido padres con aspiraciones tan cósmicas como los míos, entonces Rata comienza a sonar más o menos…

          –¿Dónde está Gibarian? –pregunté obstinadamente una vez más. Parpadeó.

          –Lamento haberte recibido como lo hice. No es… solo culpa mía. Lo olvidé por completo, aquí pasaron muchas cosas, sabes…

           –Ah, bueno –respondí–. Dejemos eso. Entonces, ¿qué pasa con Gibarian? ¿No está en la Estación? ¿Voló a alguna parte?

          –No –replicó. Miraba hacia un rincón repleto de rollos de cable–. No voló a ninguna parte. Y no volará. Precisamente por eso… entre otras…

          –¿Qué? –pregunté. Seguía con los oídos tapados y me parecía que oía peor–. ¿Qué significa eso? ¿Dónde está?

          –Pero si ya lo sabes –dijo en un tono por completo distinto. Me miraba a los ojos con frialdad, sentí escalofríos. Quizá estuviera borracho, pero sabía lo que decía.

          –¿Sucedió…?

          –Sucedió.

          –¿Un accidente?

Asintió con la cabeza. No solo asentía, al mismo tiempo aprobaba mis reacciones.

          –¿Cuándo?

          –Hoy al amanecer.

Cosa rara, no me sentí conmocionado. Todo el intercambio de preguntas y respuestas breves, casi monosilábicas más bien me había tranquilizado con su contundencia. Me pareció que entendía su anterior conducta incomprensible.

          –¿Cómo?

          –Cámbiate de ropa, acomoda tus cosas y vuelve aquí… dentro de… digamos, una hora.

Por un momento dudé.

          –Bueno.

          –Espera –dijo cuando me dirigía hacia la puerta. Me miraba de un modo particular. Yo sabía que quería decir algo y no le pasaba por la garganta.

          –Éramos tres y ahora contigo de nuevos somos tres. ¿Conoces a Sartorius?

          –Como a ti, por foto.

          –Está arriba, en el laboratorio y no creo que baje de allí antes de la noche, pero… en todo caso lo reconocerás. Si llegaras a ver a alguien distinto, entiendes, que no sea Sartorius o yo, entonces…

          –¿Entonces qué?

No sabía si estaba soñando. Sobre el fondo de las olas negras que al sol refulgían sanguinolentas, se sentó en el sillón con la cabeza gacha como antes y mirando al costado, a los rollos de cable.

          –Entonces… no hagas nada.

          –¿A quién podría ver? ¡¿A un fantasma?! –estallé.

          –Entiendo. Crees que me volví loco. No. No me volví loco. No tengo cómo decírtelo de otra manera… por ahora. Por otra parte, a lo mejor… no suceda nada. En todo caso, recuérdalo. Te lo advertí.

         –¿De qué me advertiste? ¿De qué estás hablando?

         –Contrólate –seguía en la suya–. Compórtate como si… estate preparado para todo. Es imposible, lo sé. A pesar de todo, inténtalo. Es la única manera. No conozco otra.

          –¡¡¡Pero QUÉ es lo que veré!!! –grité. A duras penas me contuve para no tomarlo de los hombros y sacudirlo a consciencia al verlo allí sentado, con la vista clavada en el rincón, con la cara cansada, quemada por el sol y exprimiendo las palabras con esfuerzo, una a una.

          –No lo sé. En cierto sentido eso depende de ti.

          –¿Alucinaciones?

          –No. Eso es…real. No lo…ataques. Recuerda.

          –¡¿De qué estás hablando?! –dije con una voz que no era la mía.

          –No estamos en la Tierra.

          –¿Politheria? ¡Pero si ni se parecen a la gente! –exclamé. No sabía qué hacer para sacarlo de ese ensimismamiento del que parecía leer un absurdo que helaba la sangre.

          –Por eso mismo son tan terriblemente espantosos–dijo en voz baja–. Recuerda: ¡estate atento!

          –¿Qué pasó con Gibarian?

No respondió.

          –¿Qué está haciendo Sartorius?

          –Ven dentro de una hora.

Me di vuelta y salí. Al abrir la puerta lo miré una vez más. Estaba sentado con la cabeza entre las manos, pequeño, encogido, con los pantalones manchados. Solo entonces advertí que en los nudillos de ambas manos tenía sangre seca.

—G.O.

ÁSS

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