“[El artista] desea volver al principio de los principios, en el que el trabajo también era un juego además de un acto creativo, donde una acción era su propia recompensa y no necesitaba de ninguna razón ni de objetivos exteriores”.
Esta declaración finca sin rodeos una de las posturas básicas del polaco Stanisław Lem (1921-2006), uno de los renovadores más radicales de la ciencia ficción, autor de una treintena de títulos que transitan entre la narrativa, el ensayo y la biografía y que acuden a un sesgo profundamente filosófico para dar una mayor carga existencial al género en que se inscribe la mayoría de ellos.
A casi dos décadas de su muerte, su obra continúa produciendo ondas expansivas gracias a la imaginación potente que la anima y que demuestra que la gran literatura —no sólo la ciencia ficción— está en deuda con sus libros siempre inquietos, siempre inquietantes. Entre esos libros hay dos que me atraen sobremanera por su afán decididamente provocador de dinamitar la tradición policial desde el interior de esta: se trata, en realidad, de sendos dispositivos explosivos ideados por una inteligencia tan perversa como privilegiada.
La primera de las dos novelas en que Lem tomó diversos elementos de la literatura policiaca para darles un cariz metafísico que alcanza un grado de descolocación e intranquilidad bastante inusual dentro del género se llama La investigación y se publicó en 1959, cuando el noir se hallaba en pleno apogeo. Es este uno de esos libros misteriosos que parecen haber sido escritos conmigo en mente, ya que todo en él me fascina y perturba por partes iguales y además me identifico por completo tanto con la forma en que la trama se va tejiendo a partir de una serie de preguntas oscuras para las que no habrá una respuesta diáfana como con la creación de atmósferas justamente noir en las que el juego permanente de luz y sombra convierte a Londres —el foco de la acción— en un espacio espectral de contornos difuminados, neblinosos, por donde se mueven figuras también imprecisas.
Como sucederá en La fiebre del heno, el mecanismo policial de La investigación —el desentrañamiento de una cadena de desapariciones y aun resurrecciones de cadáveres ocurridas en distintos puntos cercanos a la órbita londinense— es el detonador del que Lem se sirve para echar a andar un complejo aparato intelectual que está diseñado con enorme astucia para sacudir desde las primeras páginas y que apela por encima de todo al planteamiento de un conjunto de dudas existenciales en el que intervienen la estadística y las matemáticas y que intenta en vano resolver el acertijo del frágil equilibrio cósmico entre caos y orden, uno de los temas que más preocupaban al autor polaco, quien lo expone así a través del teniente Gregory, el desconcertado policía de Scotland Yard que encabeza La investigación: “El orden matemático del mundo no es sino nuestra plegaria dirigida a la pirámide del caos. Fragmentos de vida sobresalen en todas direcciones, fuera de los significados que hemos establecido como únicos […] Lo único que existe es un juego a ciegas, la eterna creación de fórmulas fortuitas. Un número infinito de Cosas se burla de nuestro afán por el Orden”. En mi experiencia como lector, muy pocas novelas me satisfacen tanto como las que me sacan de mi zona de confort para trasladarme a regiones ignotas, regidas por la bruma de lo inexplicable, donde debo andar a tientas. La investigación es, por mucho, una de ellas.
Lem lanzó su segundo artefacto policiaco en 1976. La fiebre del heno —su título original es Katar, es decir La rinitis— me hace recordar por diferentes motivos dos novelas que están entre mis lecturas esenciales: La promesa (1958), del suizo Friedrich Dürrenmatt, y Ubik (1969), del estadunidense Philip K. Dick, que el propio Lem tradujo al polaco en 1972. En el caso de la primera, porque se trata al igual que La fiebre del heno de un relato policiaco que ofrece un enigma cuya solución se traslada a los dominios siempre cenagosos, siempre inciertos, de la casualidad y la anarquía que reina secretamente en el universo para trastornar la estabilidad aparente que lo gobierna.
En el caso de la segunda, porque tanto Dick como Lem, que a partir de la traducción de Ubik fundaron una complicidad amistosa bastante peculiar y por fin malograda —pese a la admiración que el polaco dejó patente no solo como traductor sino como difusor del trabajo del estadunidense en su extenso ensayo “Philip K. Dick: un visionario entre charlatanes”, publicado en la revista Science Fiction Studies en 1975, Dick acabó por acusar a Lem de ser no una sola persona sino el líder del Colectivo Lem, un grupo comunista dispuesto a infiltrarse en la sociedad norteamericana usando la literatura y otros medios como parapetos—, han edificado tramas que aunque tienen un pie firmemente plantado en la ciencia ficción son capaces de elevarse a alturas metafísicas que dejan la mente girando en un torbellino de ideas brillantes y escalofriantes tal como ocurre con Tren nocturno (1997) del británico Martin Amis, que comparte estos rasgos al combinar también la ciencia ficción y el impulso policiaco con el propósito de generar un acertijo de alcances cósmicos. Unas palabras formuladas hacia el final de la historia por uno de los tantos científicos que pueblan las páginas de La fiebre del heno condensan bien la tesis central de Lem:
“Actualmente vivimos en un mundo regido por la casualidad. En un gas molecular humano que es caótico y que con sus ‘improbabilidades’ solo asombra a los átomos aislados: los individuos. En un mundo en el que hoy ya se antoja banal lo que ayer aún era extraordinario, y en el que lo que hoy es extremo mañana será la norma”.
El astronauta retirado y sin nombre que protagoniza la novela se vuelve detective incidental para investigar una extraña secuencia de fallecimientos y suicidios desatada en Nápoles en la que los comunes denominadores son brotes psicóticos y estados alucinatorios.
Con La fiebre del heno, Lem entrega no solo una estupenda y estremecedora fábula fantacientífica sino una obra maestra de gran envergadura filosófica que merece ser leída con atención para digerir nociones como la siguiente: “No servimos para el cosmos, y precisamente por eso jamás renunciaremos a él.” Una noción, por cierto, que no es difícil ver como la otra cara del pronunciamiento feroz y puntual de Snaut, uno de los personajes de Solaris (1961): “No tenemos necesidad de otros mundos. Lo que necesitamos son espejos. Un solo mundo, nuestro mundo, nos basta, pero no nos gusta como es. Buscamos una imagen ideal de nuestro propio mundo”.
Un libro imprescindible en la vida de todo buen lector que se precie de serlo es Vacío perfecto (1971), primer tomo del sensacional proyecto “Biblioteca del siglo XXI”, que es completado por Magnitud imaginaria (1973), Golem XIV (1981) y Provocación (1984). En este compendio magistral de reseñas de quince libros inventados, Lem evidencia el poder siempre expansivo de la literatura y remite a algo que señala Armour Black, el escritor que en La investigación funge como álter ego del mismo Lem, al referirse a la posibilidad de que no se atrape a un criminal como el que persigue el teniente Gregory: “El autor no capturado sería su fracaso, una carpeta más, archivada en el apartado de los casos no resueltos. Sin embargo, un autor inexistente, que nunca haya existido, es algo completamente diferente, es un incendio dentro del archivo, es mezclar los lenguajes dentro del preciado contenido de las carpetas, ¡es el fin del mundo!”
En Vacío perfecto, lo que Lem intenta y logra con creces es justo esa mezcla de lenguajes para armar una bomba infalible que lleva la muerte del autor preconizada por Roland Barthes a un nuevo e insólito nivel al proponer una multiplicidad de inexistencias, una pluralidad de identidades falsas.
En Provocación, el cuarto y último tomo de su “Biblioteca del siglo XXI”, Lem, judío perseguido —una condición con la que hace ajuste de cuentas en El castillo alto (1966), deslumbrante y doloroso relato autobiográfico que no suele ser muy frecuentado—, acomete la empresa de adentrarse en el genocidio nazi para elaborar uno de los textos más lúcidamente lacerantes sobre el tema. Expandiendo y refinando la estrategia empleada en Vacío perfecto, el autor abre el volumen con la reseña de Der Völkermord (1980), obra en dos tomos del ficticio historiador alemán Horst Aspernicus, en la que aplica su agudeza desencantada para arrojar dardos letales como este: “La muerte iguala a todos los muertos. Las víctimas del Tercer Reich, al igual que los sumerios y los amalecitas, no existen, porque los muertos de ayer son la misma nada que los muertos de hace miles de años”.
Complementado por otras dos reseñas de títulos imaginarios y por la introducción a un libro jamás escrito que se titula El mundo como Holocausto, Provocación es una prueba más del talento iconoclasta que Stanisław Lem desplegó sin cansancio en un entorno donde la creatividad por la que tanto pugnó empezaba a perder terreno ante los espejismos y las vacuas recompensas de la mercantilización editorial.
AQ