Comparto aquí una frase del libro Sobre lo sublime, de Longino. “Para el ímpetu de la contemplación y del pensamiento humano, no es suficiente el universo entero, sino que con harta frecuencia nuestros pensamientos abandonan las fronteras del mundo que los rodea y, si uno pudiera mirar en derredor la vida y ver cuán gran participación tiene en todo lo extraordinario, lo grande y lo bello, sabría enseguida para qué hemos nacido”.
El tema de Longino es la palabra, el discurso, la escritura. De vez en cuando la vida nos pone delante un libro en el que hallamos la grandeza de lo sublime. Sé que pocos lectores tienen la capacidad de apreciar esto; que la mayoría lee por la trama, y ciertamente la gran mayoría de los libros tienen trama, pero carecen de lo sublime.
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Longino nos enseña lo que no se ve en talleres literarios. Se pregunta qué lleva a un escritor a alcanzar un estilo elevado o sublime, y responde que en primer lugar está “el talento para concebir grandes pensamientos” y en segundo, poseer “una pasión vehemente y entusiasta”. Aunque a Longino le parecen innatos estos dos atributos, yo dejo abierta la puerta para que lleguen en forma de epifanías.
Las grandes obras se conciben como catedrales y luego se persigue con fervor su construcción. Mas hay quien apenas concibe casitas de Infonavit. Amado Nervo decía: “Cuando sembré rosales, coseché siempre rosas”. Acá la cosa no es tan fácil. Se puede concebir una catedral y por cortedad de talento o trabajo acabar con una iglesia de pueblo, pero aun eso es mejor que el Infonavit.
Kant diferencia entre la contemplación de lo bello y de lo sublime. “Lo bello se manifiesta por cierto esplendor brillante en los ojos, por una sonrisa, y muchas veces por una alegría estrepitosa… El sentimiento de lo sublime se acompaña de horror o de tristeza, en algunos casos de una tranquila admiración”, y agrega que lo sublime ha de ser grande y simple; lo sublime tiene forma de algo terrible, noble o magnífico.
Esto puede sentirse varias veces en la Ilíada y, al llegar a la última frase, “Así celebraron los funerales de Héctor, domador de caballos”, cae en el alma una sensación desoladora, una necesidad de buscarle sentido a tanta grandeza y, tal como dice Longino, intuimos que hemos venido al mundo para leer eso.
Si alguien en verdad creyera en Dios, viviría apabullado ante tal sublimidad.
Yo hablaría de lo sublime en los mismos términos que San Agustín habla del tiempo. Como cazador de lo sublime en la literatura, a veces no doy con la presa. Si me preguntaran por las tres obras más sublimes, respondería: la Ilíada, Los hermanos Karamazov y varios cuentos de Chéjov, incluyendo “La boticaria”, “La corista”, “El talento”, “Enemigos”, “Gúsiev”, “El monje negro”, “Un hombre en un estuche”, “Las grosellas” y “Casa con mezzanina”.
AQ