'Te encontraré en la oscuridad', de Nathan Ripley

Fragmento

Cada una de las páginas de este trepidante y morbosamente adictivo thriller rebosa innovación, oscuridad y suspense.

Un thriller que navega entre 'Dexter' y 'El talento de Mr. Ripley'. (Pexels)
Laberinto
Ciudad de México /

Martin Reese tiene un pasatiempo: los crímenes. Meticulosa y obsesivamente, se entrega desde hace años a ese perturbador hobby a espaldas de su mujer y de su hija adolescente: tras obtener en el mercado negro los expedientes de los más variados asesinos en serie, los utiliza para localizar y desenterrar los cuerpos de aquellas víctimas que la policía nunca logró descubrir. Saca fotos, las guarda en su vieja computadora portátil y sólo entonces da un aviso anónimo a la comisaría sobre el hallazgo.

Esta afición es para él un servicio público, una reparación de daños allí donde los investigadores fracasaron. Pero para la detective Sandra Whittal y su meteórica carrera en el cuerpo gracias a su eficacia cerrando casos, el tema es algo personal. Desconfía del macabro denunciante porque, aunque él no sea el autor de los delitos, ¿cómo puede estar segura de que pronto no empezará a serlo? Pero Whittal no es la única interesada en el misterioso desenterrador: alguien más —alguien dispuesto a matar— tampoco está nada contento con el trabajo de ese aficionado empeñado en sacar a la luz los cadáveres que tantas molestias se tomó él para ocultar bajo tierra.

A mitad de camino entre la acidez de Dexter y la eficacia de El talento de Mr. Ripley, cada una de las páginas de este trepidante y morbosamente adictivo thriller rebosa innovación, oscuridad y suspense.

Fragmento

Bella Greene salió del apartamento, segura de que no iba a haber más veces. Él no tenía ni idea, se creía su dueño después de verla aceptar tantas humillaciones entregada a su capricho, pero no sabía lo equivocado que estaba. No iba a volver.

Ya estaba fuera del bloque de apartamentos, había salido sin mirar al portero siquiera. Siempre llevaba el bigote a lo Stalin lleno de virutas pardas de cigarrillo y le lanzaba miradas lascivas cada vez que pasaba sola. Un día le preguntó: “¿Cuánto?”, y Bella escupió en el mostrador un gargajo de los gordos, que se quedó sobre el mármol hasta que el hombre lo limpió con una bayeta.

     —Cuéntaselo cuando llegues, a ver si te hace caso —le dijo, y Bella ni se molestó en intentarlo.

A las puertas del edificio había una fuente seca que habían apagado un día cualquiera hacia el final del verano. Bella pasó por delante y aceleró a medida que se alejaba del bloque. A los nueve años, su madre la pilló un día revolviendo en la calderilla de una de aquellas fuentes, en busca de monedas de plata. Le dio un cachete en el brazo delante de las demás madres y también de Marianne, su mejor amiga de entonces, aunque a final de quinto curso la iba a dejar plantada por Kelly Robinson, una chica alta y con tele por cable en casa.

Era pasada la medianoche y en la calle solo había un hombre de andar encorvado que acababa de salir de un edificio idéntico al de ella. Le sonrió, y no solo por ser amable. Se quedó expectante, como si tuviera que proponerle algo a cambio.

     —No —dijo Bella, mientras pasaba de largo. Ese era su problema: no resultaba lo bastante tajante con esos tipos que siempre querían sacarle algo. Cualquier cosa, lo que fuera. Al principio, le gustaba que la invitaran a alguna copa, luego a algún gramo y al final se dio cuenta de que, cuanto más tiempo se quedaba con ellos, más evidente se hacía que las invitaciones había que pagarlas. Sobre todo, los gramos.

El tipo encorvado la estaba siguiendo, ya llevaba más de media manzana pisándole los talones. Puede que estuviera yendo a por el coche, pero no le quitaba los ojos de encima. Lo sabía, podía sentirlo. El hombre de aquel apartamento había sido el primero de quien había sabido aprovecharse; él pensaba que la utilizaba para ver cumplidas fantasías sexuales extremas y truculentas, cuando no eran más que los lamentables apetitos de un desgraciado, con los que tragó mientras le hizo falta. Necesitaba un sitio donde quedarse y a un palurdo cualquiera que le diera conversación mientras se libraba del último pedazo de su vieja vida: de la gente, de las garras de la heroína primero, de la metadona después y hasta del alcohol. En tres semanas, lo único que había bebido fue té negro ceilandés. Se había desenganchado de todo… Y no solo de las sustancias, sino también de su vida. Antes de terminar la semana, estaría en San Diego, fuera de Seattle y lista para que su madre le hiciera una visita. Algo familiar, agradable y completamente normal, sin la basura de siempre. Sin robos ni mentiras.

Bella cerró las hojas de la pulsera de plata alrededor de su muñeca y volvió a sentir la mirada clavada en ella, aunque esa vez venía de la derecha. Un callejón con una especie de camioneta, un vehículo grande aparcado entre las sombras y un hombre apoyado en el morro.

     —Tú no te cortes —le dijo una Bella desafiante, que dejó de caminar y se giró hacia el tipo, quien retrocedió, salió de la luz y rompió a reír. Entonces Bella avanzó decidida hacia el callejón—. ¿Es que te gusta ir por ahí asustando a mujeres? ¿Eh, bicho raro?

Se acercó un poco. Tenía las espaldas anchas y era alto, pero aún seguía sin verle la cara. No pensó que sería tan rápido, los hombres así de corpulentos nunca lo son. La agarró por los hombros, le lanzó una mano hacia la garganta y a ella le dolió en el cuello. Pero no fue como el puñetazo que esperaba, sino algo mucho más punzante que el aguijón de un insecto, aunque la sensación de luego fue intensa y cálida, casi reconfortante. Nunca se había picado esa vena.

Bella Greene no llegó a caer al suelo, el hombre la sujetó y la arrastró con él a la oscuridad.

Te encontraré en la oscuridad

Nathan Ripley | Siruela | España | 2020

—G.O.

LAS MÁS VISTAS