Muy conocida es la historia de Eróstrato, que destruyó el templo de Artemisa en Éfeso para pasar a la historia. Los anales de la insensatez humana incluyen a otro pelmazo de ese tamaño. No me refiero ahora a George W. Bush, sino al veneciano Francesco Morosini, que en 1687 atacó la ciudad de Atenas y destruyó el Partenón a morterazos, aprovechando que, igualmente pelmazos, los turcos habían convertido el templo en un polvorín.
No contento con la destrucción explosiva, Morosini quiso rapiñar las estatuas y acabó por arruinarlas a golpes de mazo e ineptitud.
El majestuoso templo se había construido en cerca de una década con métodos primitivos. Ahora, con lo más sofisticado de la tecnología y mil quinientos millones de euros, lleva cuarenta y siete años en reconstrucción, y sigue siendo un esqueleto fracturado.
La mejor idea sobre su interior para siempre perdido, la tenemos en la crónica del viajero Pausanias, que lo visitó hace dos mil años. “Entrando en el templo que llaman Partenón, todo lo que está en el llamado frontón hace referencia al nacimiento de Atenea… La imagen está hecha de marfil y oro… con manto hasta los pies, y en su pecho tiene insertada la cabeza de la Medusa de marfil; tiene una Nike de aproximadamente cuatro codos y en la mano una lanza; hay un escudo junto a sus pies y cerca de la lanza una serpiente; esta serpiente podría ser Erictonio…”. De tal estatua no quedan sino esas frases.
En verdad es una desgracia lo que ocurrió al templo de Artemisa y al Partenón. Sin embargo, la mejor herencia que nos legaron los griegos está hecha de palabras.
Mayor desventura es que entre quinientos millones de hispanohablantes no se hallaran unos pocos miles de hispanolectores que aceptaran tan valiosa herencia, de modo que le hubiesen dado vida a la bendita Biblioteca Clásica Gredos.
Está muy bien que algunos millonarios aporten para restaurar el Partenón, abran la chequera dadivosamente cuando se quemó Notre Dame y construyan museos de arte, pero da grima que no miren las letras con igual necesidad de restauración. Recuerden que Vasconcelos se granjeó la inmortalidad con la impresión de unos pocos clásicos.
La arqueología gasta fortunas en desenterrar piezas de piedra, cerámica y metal, pero el gran evento arqueológico del año no sería hallar una estatua de Apolo, sino unos rollos con alguna tragedia perdida de Sófocles. Heinrich Schliemann gastó su fortuna e invirtió su vida en hallar Troya, pero nada de lo que llegó a desenterrar él o sus sucesores vale tanto como los versos que van desde la ira de Aquiles hasta los funerales de Héctor, domador de caballos.
AQ