Teoría del disfraz

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Quien se disfraza deja atrás su máscara habitual; la arroja, así sea por una noche, al cesto de las cosas improbables.

Margarita de la Peña, 1923, por Librado García Smarth. (Colección Carlos Monsiváis Museo del Estanquillo)
Jorge Esquinca
Ciudad de México /

A Gutierre Aceves


Me gustaría situar en el territorio de la “varia invención”, tan admirablemente descubierto y habitado por Juan José Arreola, estos cinco movimientos en torno al tema que propone mi entrega sabatina. El punto de partida fueron las fotografías realizadas por Librado García Smarth quien, durante la primera mitad del siglo pasado, capturó con su cámara lúcida a las señoritas de la clase alta de Guadalajara. ¿Escenas de costumbres de otros tiempos? No del todo. La posibilidad de disfrazarnos sigue ejerciendo entre nosotros una curiosa fascinación. Las fiestas, los bailes, las pastorelas, los desfiles son entre otros los escenarios elegidos. Comencé a trabajar en estas miniaturas hace unos años con un apoyo del PECDA Jalisco. Fue el comienzo de un proceso de escritura que no ha cesado y que espero un buen día ofrecer completo en un libro. Aquí un adelanto.

  1. El disfraz es una forma del olvido. Quien se disfraza deja atrás su máscara habitual; la arroja, así sea por una noche, al cesto de las cosas improbables. Surge entonces la posibilidad encarnada: una geisha, una odalisca, la bella durmiente. El disfraz ofrece un horizonte de encarnaciones que puede ensancharse tanto como lo requiera la amplitud misma de la avidez con la que se le invoca. El Arcón de los Deseos es entonces la capital secreta del disfraz. Hacia adentro, hacia su centro improbable, ves sumergirse al Nautilus del sueño, su lento desplazarse en aguas profundas, en busca de aquello que se ha de ser, cuando el radar confirme el hallazgo de una nueva investidura. Quien se disfraza confirma la actualización de una vida soñada o ya vivida, antes de nacer…
  2. El disfraz es una forma del recuerdo. Voy hacia lo que fui, me dirijo, a la velocidad del deseo hacia lo que quise ser. Nadie se disfraza de sí mismo. El disfraz opera una abolición de la persona actual, instaura el territorio de la otredad: soy eso que se muestra ahora, aquello que permanecía agazapado en el rincón profano de la memoria. El disfraz es el viático para un internamiento en la zona de las supersticiones: vidas pasadas, ectoplasmias, ineludibles reencarnaciones conforman a discreción el ahora del disfrazado. Un nuevo sector que se descubre en el Arcón de los Deseos modifica el espacio donde fluye la persona caracterizada e invierte el polo magnético de la credulidad. Soy esto que miras tú, que tal vez nadie eres: convéncete.
  3. Al desplazar el umbral de lo imposible, el disfrazado se involucra en un orden arcano. Su nueva presencia subvierte un lenguaje de símbolos que, separados del contexto originario, le otorgan una eminente –aunque fugaz- cualidad simbólica. Nadie podría cuestionar su alta jerarquía: príncipe o mendigo, Cenicienta o Dulcinea es ahora una imagen, una proyección que altera el marco en que se mueve aquel (aquella) que ahora es otro (otra). Y el entorno del disfrazado demuestra entonces su escasa solidez, su vacilante realidad. Una atmósfera de encantamiento toma ahora su lugar, imponiendo un dominio favorable para la intromisión del personaje ficticio que en este instante se materializa y desciende la escalera del sueño. El Arcón de los Deseos recupera su estabilidad y emite un sonido casi musical, semejante a las fanfarrias que anuncian la entrada en escena ¿de quién?
  4. Todo ritual precisa de un disfraz. De ahí que en ciertos círculos se prohíba la entrada a los no iniciados en las exigencias del cónclave. “Bailes de fantasía donde figuras lánguidas y fantasmales se revelan incapaces de enfrentar la realidad”, tal como puede leerse en el manual de instrucciones que, impreso en octavo, forma parte de la parafernalia inclusa en el Arcón de los Deseos. Caprichosas caracterizaciones. Criaturas emanadas de una más bien difusa duermevela y en las que los espíritus tutelares de la bailarina francesa Cléo de Mérode o de la actriz alemana Else Wohlgemuth parecen haber impuesto su alta soberanía. Carnavales del instante. La femme fatale en animada conversación con la Beata Beatrix. Abolición del tiempo, cancelación de las épocas, la investidura ordena un nuevo tráfico, un momentáneo teatro de traslapados personajes: soy lo que nunca seré, soy aquello que surge de una invocación. Danza de ilusiones en un reciento de imágenes perpetuas.
  5. “A las ocho en punto concurrirán numerosas señoritas luciendo caprichosos atavíos. Son los hermosos disfraces de papel que las invitadas tiene dispuestos para la fiesta. Con esos disfraces no se tratará de caracterizar nada, sino que serán de mero capricho…” ¿Cómo podría un disfraz no caracterizar nada cuando lo que se busca es precisamente una suerte de desdoblamiento, donde, por efímero que éste resulte, yo me anulo o me disuelvo y soy, finalmente, otro? Cierto, el capricho –esa especie de antojadiza necedad- es aquí el elemento sin el cual resulta imposible proceder. Y el fotógrafo lo sabe, lo adivina en cada una de sus modelos, percibe en ellas ese anhelo de visibilizar aquello que se ha ocultado durante tanto tiempo, desde una era quizá incluso anterior al nacimiento del artificio mecánico que permitirá la conservación de ese momento. Al fijar su imagen, el fotógrafo entregará a la disfrazada una promesa de inmortalidad, la materialización de un sueño que, tal vez sin saberlo, ambos fraguaron en esa otra orilla de la realidad donde toman cuerpo los fantasmas.
Del libro 'Librado García Smarth. La vanguardia fotográfica en Jalisco'. (Secretaría de Jalisco)

AQ

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