La imagen remite a la iconografía de los rescoldos de los campos de concentración del Tercer Reich o a las vitrinas repletas de zapatos del Museo Estatal de Auschwitz–Birkenau. Esas pilas de calzado son el mínimo rastro que dejaron más de un millón de víctimas de la crueldad, la esclavitud y el genocidio nazi, un puntual recordatorio de la infamia de la especie humana que se conserva en memoria de las víctimas del Holocausto y los crímenes de guerra.
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La comparación es ineludible. Los cientos de tenis, botas, mocasines y zapatillas que el colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco halló en el rancho de Teuchitlán, uno de tantos campamentos de reclutamiento forzoso y exterminio del Cártel Jalisco que, a su vez, es una de tantas organizaciones criminales que dominan casi al país entero, también son solo parte de las huellas de incontables secuestrados, asesinados o enrolados en el sicariato por sí o en contra de su voluntad, pues lo otro son mochilas, ropa, documentos, cartas, restos óseos y montones de ceniza.
No obstante, existe una diferencia entre Auschwitz y Teuchitlán o el campo de La Bartolina en Tamaulipas o los de Patrocinio en Chihuahua o los que se ubican en Michoacán, Zacatecas, Guerrero y Guanajuato: los nazis levantaron sus templos de barbarie en los territorios que ocuparon en Polonia, mientras que aquellos son fortines erigidos por criminales en su propia nación y para de aniquilar a sus compatriotas no por una ideología ni por fanatismo religioso o taras racistas sino por mantener su guerra delictiva, y peor aún, solapados, sostenidos por la cadena gubernamental en todos los niveles. La imagen remite al Holocausto, sí, pero es un exterminio sistemático del mismo grupo humano al que los verdugos pertenecen. Miserable, despreciable paradoja. A pocos kilómetros de ciudades o cuarteles militares, de poblados o centros de trabajo, los campamentos de los cárteles operan con absoluta libertad, mientras las autoridades y la gente no miran o prefieren simular que ahí no pasa nada, evidencia de una raro fenómeno de autofagia: México se devora a sí mismo, se devasta pueblo por pueblo, carretera, campo, brecha.
En la película La zona de interés (2023), basada vagamente en la novela homónima de Martin Amis, Jonathan Glazer se enfocó en el bienestar de las familias nazis que, totalmente indiferentes al dolor y el genocidio, festejaban cumpleaños con vino y pastel, se cebaban con los mejores alimentos, vestían con las prendas más lujosas producto del pillaje, hacían el amor y cuidaban de sus hijos, mientras a un lado de su espacio de confort, cientos de hombres, mujeres, ancianos y niños con familia y biografía, se extinguían en los hornos del campo de concentración.
Y en nuestro aciago tiempo mexicano, aquellos seres se reflejan a resguardo de la normalización de la brutalidad, la vesania, la impunidad en que convivimos. Los personajes de nuestra siniestra zona de interés abarcan un elenco inmensurable. Gobernadores, alcaldes, senadores, diputados, secretarios de Estado, mandos militares y policíacos, jerarcas de partidos, jueces, fiscales, clérigos, empresarios y los infaltables aduladores del oficialismo, llámense a sí mismos periodistas o influencers, todos ellos una fauna nociva tan útil para cualquier régimen fallido que, en tanto degusten las mieles que reciben del poder, se tapan la nariz para no percibir el sahumerio de los crematorios clandestinos.
Sin embargo, el asunto no queda ahí. Salvo las madres buscadoras o los colectivos que no se rinden hasta dar con los desaparecidos, ¿cuál es la otra franja de la deplorable zona de interés?
Hay que pensar en eso cuando el próximo hecho monstruoso nos impacte. Cuando se decida ir al Zócalo a nutrir la muchedumbre o se acuda al hospital danés o al cajero para ordeñar el escaso almíbar de la tarjeta blanca. Sobre todo, cuando, indiferentes o pasivos a la inhumanidad que nos consume, vayamos a las urnas a contribuir con la prosperidad de quienes nos han confeccionado un fúnebre destino.
AQ