‘The Dark Side of the Moon’: 50 años del álbum concepto

En portada

El legendario disco de Pink Floyd no se centra en una historia, situación o personaje: se trata de una reflexión filosófica.

Pink Floyd en 1974. (Especial)
José Homero
Ciudad de México /

The Dark Side of the Moon es una obra cimera. Además de en un sentido estético, permite el avizoramiento del pasado y el porvenir de Pink Floyd, como una elevada cumbre ofrecería, a un observador en su cúspide, de un lado una visión nocturna y del otro el radiante amanecer.

Tras el dubitativo periodo iniciado en el segundo álbum y continuado en Ummagumma (1969) y Atom Heart Mother (1970), incluyendo los discos dimanados de colaboraciones con cineastas (More, 1969, Obscured by Clouds, 1972, entre otros), cuyo rasgo principal es la experimentación con los nuevos instrumentos tecnológicos —desde sintetizadores análogos hasta guitarras y pianos preparados, en la tradición de la vanguardia— y de las técnicas de grabación, junto con el interés en las voces y los sonidos de la vida real —preparando el advenimiento de la música industrial, un hecho que presagia ya British Sounds de Jean-Luc Godard—, la banda solo encontró una nueva dirección hasta su sexto álbum.

Gilmour reconocería a Meddle, publicado en 1971, como la piedra basal del futuro de Pink Floyd. “Echoes”, “el momento en que encontramos nuestro enfoque” (Gilmour), es la pieza en la que, finalmente, tras tantas tentativas de ensayo y error, todas las influencias, ambiciones y tendencias de los integrantes consiguieron conjuntarse. Resultaba claro que lo que el grupo necesitaba, tras la conmoción causada por la pérdida de su principal fuerza creativa, era un eje que enfocara y concentrara su bullente pero dispersa creatividad. Después de años extraviados en el laberinto de la experimentación, del cablerío tecnológico y de la selva oscura de los problemas personales, a la distancia se avizoraba una luz, aunque esta fuera lunar. Y el medio para avanzar era el formato de canción.

No únicamente los periodos experimentando —y perdiendo el tiempo— en los estudios, probando sonidos, grabando ruidos y voces, sedimentarían en la creación de The Dark Side of the Moon, sino que asimismo la experiencia fílmica, especialmente su aprendizaje con Ron Geesin en The Body, cuya impronta sería decisiva en la integración de Atom Heart Mother, se decantaron en tal obra. Ahora el horizonte era el álbum concepto, es decir, una obra unitaria, en el que cada canción funciona como un segmento o movimiento, y con un hilo narrativo como conductor. De este modo, la orientación del pop a la conceptualidad —y la pretensión—, detonada por el éxito crítico y comercial de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de The Beatles (1967), la cual continuaría rigiendo hasta gran parte de la década de los sesenta, con artistas como The Who, The Kinks, The Zombies, David Bowie, Queen y muchos otros que se sumaron a la tendencia, confluiría con la idea de que la música debería circular temáticamente, con una trama —¿no un relato es singularmente un hilo, una vía para sortear obstáculos y encontrar una salida? —, exactamente como asimilaron al componer las bandas sonoras para los filmes de Schroeder y Antonioni, entre otros.

Al tiempo que la noción del álbum concepto y la cualidad cinemática consiguieron que la dispersión y tendencia al extravío sónico de la banda se encauzara, las primeras influencias estéticas y orientación —o ambición de sus integrantes— retornaron por la ventana. The Dark Side of the Moon se destacaría tanto por su unidad como por lograr que esa fascinación con la tecnología —los hoy famosos sintetizadores VCS3 y Synthi A— y con las posibilidades que ofrecían las técnicas de grabación en estudio —múltiples loops, efectos de sonido, propios de la composición vanguardista, grabaciones con voces y ruidos cotidianos, esa biblioteca de “basura”, como la llamaban—, finalmente embonara en una pieza musical y no en meros ensayos sonoros.

Por ello, The Dark Side of the Moon debe considerarse, no como un álbum vanguardista, sino como la primera incursión de Pink Floyd dentro del posmodernismo: la experimentación se encauza en formatos tradicionales, como lo serían los patrones rítmicos de “Money”, “Time”, “Us and Them” e incluso “The Great Gig in the Sky”, los cuales, respectivamente, recurren a tempos que proceden de géneros y tradiciones tan discordantes como el funk, el rhythm and blues, el góspel y la música barroca, lo cual no es obstáculo para incluir disonancias, ruido blanco, voces, cintas con sonidos pregrabados, distorsión y demás cacharrería sonora. Es pertinente, con todo, añadir que esta apropiación de esquemas rítmicos reconocibles había iniciado con Gilmour incursionando en el folk en Atom Heart Mother, por ejemplo.

No terminan aquí los encuentros. Para los músicos de jazz, el gran momento sucede en vivo porque la improvisación propicia la creatividad: una forma de éxtasis estético que satisface las viejas ambiciones de la vanguardia heroica de convertir el arte en una explosión efímera. Las actuaciones de Pink Floyd, tras la salida de Barrett, se caracterizaron por una alta dosis de espontaneidad; y a menudo las versiones de cada pieza diferían entre concierto y concierto. Inconscientemente, la banda asimiló la importancia de probar en concierto sus obras en desarrollo. Al respecto, Ummagumma, grabado en total aislamiento, había demostrado que el retiro y concentración en el estudio no eran lo más adecuado para el desarrollo artístico. El grupo, cuyo proceso compositivo dependía cada vez más de la improvisación, de la jam session, había conseguido trasladar esa energía y creatividad a sus grabaciones, a condición de que previamente afinaran sus composiciones en las giras, que por entonces eran numerosas y sin distinción del escenario. Tal lección la aprendieron, particularmente, con “Echoes”, que antes de las presentaciones era un hatajo de divagaciones musicales —denominadas “nada” y distinguidas mediante números: “Nada uno”, “Nada dos” —, y tras interpretarla en varias tocadas, finalmente encontró su forma.

De izquierda a derecha, Roger Waters, Nick Mason, Syd Barrett y Richard Wright, en marzo de 1967. (Foto: AP)

Es por ello que en la creación de The Dark Side of the Moon resultó determinante la prueba en vivo. Cuando la banda comenzó a tocar las piezas que constituirían el octavo álbum, el estilo aún no se encontraba definido, ni en los formatos ni en lo que sería el sonido distintivo. Sin embargo, entre una y otra presentación, las afinaron y concibiendo soluciones que terminarían en el abandono de las secuencias de free jazz en favor de la programación musical. “The Travel Secuence” se transformaría en “On the Run”, con Rogers tocando en el Synthi A; mientras que “The Mortality Sequence” devendría “The Great Gig in the Sky” con Wright efectuando escalas en la tradición de la escuela dodecafónica mientras Clare Torry acomete una interpretación más cercana a los gritos de Yoko Ono que a la formación operística o a cualquier otra de interpretación vocal.

La relevancia de la espontaneidad musical emerge no únicamente de esa canción, que se convertiría en una de las más conocidas, bellas y queridas del cancionero de Pink Floyd, sino del relevante papel que ahora tenía Gilmour. Alejándonos de las cenagosas aguas de la polémica que rodea a Roger y David, es posible observar que, a despecho de que la idea, las letras y el impulso procedan de Waters, la ejecución e improvisación guitarrística de Gilmour resultaron tan determinantes en el mérito de The Dark Side of the Moon, como lo fue la creación espontánea y única de la referida Clare, que de ser considerada meramente una cantante invitada terminó siendo reconocida como coautora de “The Great Gig in the Sky”. ¿Y qué decir de la contribución de Wright? En resumen, The Dark Side of the Moon es el logro estético de individualidades que encontraron en el conjunto la manera de confluir sus inquietudes.

En esta secuencia es donde retorna el espectro de Syd. Si en su primera encarnación Pink Floyd atrajo la curiosidad crítica por la índole vanguardista de su música y de sus aspiraciones, y en gran medida se habían apartado del pop dominante y de las circunvoluciones bluseras (Simon Frith considera que el primer Pink Floyd es el primer grupo que no procede del blues, por entonces omnipresente), en esta nueva dirección que da inicio con The Dark Side of the Moon, Gilmour recuperaría el papel catalizador detentado en un principio por las experimentaciones de Barret y las incursiones por los territorios del free jazz y la música concreta que tanto les apasionaban a él y a Wright (los músicos, por contraste con los arquitectos Waters y Mason), y al que poco a poco fueron integrando a Waters.

Obra a mitad del camino de la vida para todos —Waters reconocería, no la impronta de Dante, sino que consideró que a los 29 años de su edad se encontraba a mitad de la vida y por ello la recapitulación vital que constituye el tema del disco, en tanto Mason reflexionaba, en una entrevista añadida posteriormente al filme Pink Floyd a Pompeii (1972), que corrían el riesgo de convertirse en una reliquia del pasado—, The Dark Side of the Moon lograría ser un clásico porque supo conciliar vanguardia con patrones rítmicos, melodías fascinantes con experimentos sonoros no menos hipnóticos, secuencias cinemáticas con convincentes estribillos, y sobre todo pareció encauzar al rock hacia una deriva que parecía más filosófica que narrativa.

Mientras los álbumes conceptuales de The Beatles, The Who o The Kinks planteaban una historia, una situación o un personaje, el tema de The Dark Side of the Moon sería la alienación, la conciencia, las demandas de la vida adulta. En suma, una reflexión sobre la condición mortal —subrayada por los latidos cordiales que se convertirían en una marca sonora de Pink Floyd, del mismo modo que el cerdo volador se volvió insignia visual—, más apropiada para un ensayo filosófico que para una obra de rock. Todas estas son algunas de las razones y direcciones que confluyeron para convertir a The Dark Side of the Moon en una obra maestra y en uno de los pocos discos que, pese a su edad, en modo alguno ha envejecido, pues las preguntas, que son las de la milenaria filosofía, continúan siendo válidas; y su conciliación de distintas tradiciones musicales, una lección de armonía.

AQ

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