Ximena Cuevas
Los libros se cubrían de polvo, olvidados. Miraban cómo del estudio salían ropavejeros con antigüedades del siglo XIX. Cajas de documentos y fotos de familia se metían como cadáveres a bolsas negras de plástico. Los cuadernos de dibujos los cargaba con sonoras carcajadas un galerista ambicioso. El templo de la creación se iba vaciando día a día. Con tanto que tenían que decir los libros, sus letras no se escuchaban. Silencio. Nadie las quería escuchar. Allá desde la oscuridad del Castillo de la Ignorancia. A veces un trapo pasaba a enlodarlos. Hasta que la Señora Ignorancia, vestida en pants, dijo una mañana con la voz dulce que le había funcionado tan bien: “Ya, que se lleven esos libros viejos, nada más estorban”. Intercambió unos cuantos billetes arrugados con el tlacoache que recorría las calles en su carreta. “Libros viejos que vendan”.
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Los libros cayeron como cascada de piedras en la carreta, sintieron cierto aliento de vida cuando sus hojas revolotearon como las de los pájaros. Las risas pícaras de Armando Jiménez Farías se asustaron con las sangrientas palabras de Truman Capote, ya no estaban a su lado los cancioneros de Chava Flores ni las caricaturas de Sergio Aragonés o de José Guadalupe Posada, ya no estaban los compañeros burlones que vivieron juntos casi 50 años en el mismo estante. Los cuerpos del manierismo respiraron al sentir el sol en la piel; nunca habían ido a las islas del sur, pero este calorcito les antojó recargarse en las palmeras verdes del libro en Bali de Miguel Covarrubias. Los indios de México de Fernando Benítez echaron humo al descubrir que no los acompañaban ni el tomo I ni el tomo III. Quevedo, Kafka y Dostoievski cerraron con fuerza sus lomos para que no volaran los dibujos del artista que los había estudiado. Josephine Baker salió del libro rojo para bailar charlestón con Carlos Fuentes mientras Octavio Paz escribía una dedicatoria al artista. Los poemas de Homero Aridjis con sus ojos de otro mirar hicieron un guiño a la amistad. Así cada uno de los libros empezó a respirar vida. Sabían que ningún otro lugar sería tan desolador como el Castillo de la Ignorancia. Aunque nunca más estuvieran juntos.
Su primer destino fue una banqueta por donde cruzaban piernas apuradas para entrar a las oficinas o cruzar al metrobús. La figura de un hombre se inclinó hacia los libros. Sus manos delicadas abrieron uno y leyó la dedicatoria a mano con tinta negra: “Para José Luis Cuevas con afecto de Jorge Ibargüengoitia”, lo levantó como quien tiene en sus manos un tesoro, el libro sintió gran aliento de vida. El libro sabía que este hombre lo iba a leer.
Así cada uno de los libros fue libre y encontró el guiño añorado de quien los atesoraría. El artista fue feliz de saber que sus libros caminaban por las calles de México.
LVC