En el breve lapso, unos pocos años, en que conviví con Francisco Toledo, obtuve enseñanzas imborrables. Estas se relacionan, sobre todo, con su manera de trabajar en los proyectos editoriales del IAGO y en su actitud frente a sus otros quehaceres.
Luego de colaborar en las revistas Comején y El Espulguero, y en la edición de las Fábulas de Esopo en lenguas de Oaxaca, pude darme cuenta de su rapidez, profundidad y concentración al escoger los temas de los materiales impresos, y encargarse de que los textos tuvieran una dirección precisa. Se implicaba a fondo también en las ilustraciones. Los contenidos de los números de las revistas iban precedidos, sin falta, por sus lecturas e inquietudes del momento. Así se preparó, en 2016, un número especial de El Espulguero sobre educación, que da inicio con textos acerca de la enseñanza escogidos por él de entre los Cuadernos de Paul Valéry. Los fragmentos compartidos muestran la postura de Toledo, de absoluta rebeldía, frente a la forma en que se educa: “La edad del porqué. Los niños preguntan: ¿Por qué? Entonces se les manda a la escuela, que los cura de ese instinto y vence a la curiosidad con el tedio”.
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Esa velocidad y capacidad de enfoque de que gozaba le permitía llevar a cabo proyectos en áreas múltiples, aparte de su tarea como artista, a lo cual se unía una disciplina de trabajo que empezaba, como la de Valéry, a primera hora de la mañana. Asombraba cómo podía llegar, con frescura, al IAGO a tratar los temas editoriales, totalmente alerta, inquisitivo, y de ahí pasar, con tranquilidad, sin estresarse, a una mesa de trabajo con activistas, creadores o gente de las comunidades, y luego a ordenar libros con los bibliotecarios o dar una entrevista, después de haber estado antes, varias horas, en su taller o en los talleres de sus colegas, volcado en su otra obra: gráfica, cerámica, dibujo, pintura, intervención fotográfica, diseño. En el camino abrazaba, feliz de verlos ahí, a los niños que visitaban la biblioteca y corrían a saludarlo al verlo pasar.
La fuerza de su carácter se expresaba en una ecuanimidad a prueba de batallas, y bien que las tuvo frente al poder. Todo lo hacía casi sin palabras, veloz pero lentamente, con absoluta atención en sus interlocutores y dejando aflorar su agudo sentido del humor, si era el caso, o sus ganas de jugar. Porque Toledo jugaba con seriedad, todo el tiempo, y ese juego era una de sus formas de comunicación, de cuestionamiento.
Fuera lo que fuera que estuviese haciendo, había siempre en ello sentido, imbricado de verdad y belleza.
Haber podido observar en acción una mente así, un espíritu labrado en ese ritmo feraz, de cara a un mundo convulsionado por la distracción y la indiferencia, es para no olvidarse.
ÁSS