La primera mujer negra en recibir el Premio Nobel de Literatura creció escuchando las historias de supersticiones y antepasados que habían levantado al país más poderoso del mundo. Su abuela le contaba sobre la negritud y la esclavitud y ella, niña inquieta y gran aprendiz de las labores del hogar, se apoderaba de la oralidad de los nombres propios que se desarrollaban en ese contexto. Se llamaba Chloe Wofford pero a los 12 años la bautizaron por la religión católica y le agregaron un nombre, Anthony (que le daría su popular diminutivo). Chloe Anthony creció, limpió casas, logró ingresar a la universidad, se casó con un arquitecto jamaicano (de quien tomó el apellido), tuvo dos hijos, se divorció, trabajó como profesora, luego como editora y, finalmente, se dedicó a escribir, a defender los derechos civiles y a luchar contra el racismo.Toni Morrison (1931-2019), icono de los afroamericanos, tuvo la capacidad de mezclar lo bello y lo terrible, el pasado y realidad actual, con especial destreza en los diálogos y las representaciones poéticas, a lo largo de todas sus novelas. Ahí está la historia familiar de un próspero hombre de negocios que trata de ocultar sus orígenes para integrarse a la sociedad blanca ('La canción de Salomón'), o la de una niña negra que ansía tener los ojos del mismo color que las muñecas de las niñas blancas ('Ojos azules'), o la de una madre que decide matar a su hija antes de que se convierta en una sufrida esclava como ella ('Beloved').
No son ligeros los libros de Toni Morrison. Sus temas, su estilo, su carga dramática requieren de una concentración suprema. Poco después de su muerte, el año pasado, la escritora británica Zadie Smith recordó que la autora nacida en Ohio fue “creando su lenguaje de la nada y concibiendo cada novela como un proyecto, como una misión, y nunca como mero entretenimiento. De la misma manera que existe una frase keatsiana y una shakespeareana, Morrison creó una frase inequívocamente suya, abundante en metáforas compulsivas y autogeneradas, tan llena de subordinadas como una obra de oratoria presidencial del siglo XIX, y siempre fiel a la creencia primordial de que el lenguaje narrativo — el lenguaje narrativo metafórico, tortuoso, ambivalente, poco rotundo e inconcluso, con sus raíces en la cultural oral— puede ofrecer una forma de conocimiento distinta del, como decía ella, ‘lenguaje calcificado de la academia o el lenguaje de primera necesidad de la ciencia’ y opuesta a ellos”.
Cuatro meses antes de morir, la mujer que estuvo al frente de varios talleres de escritura creativa publicó 'La fuente de la autoestima', una compilación de ensayos, discursos y meditaciones que ahora Lumen publica en español. Dividido en tres partes (“El hogar del extranjero”, “Lo(s) negro(s) importa(n)” y “El lenguaje de Dios”), el libro comienza con un homenaje a las víctimas de los atentados del 11-S y continúa con temas como la religión de la falda, la filosofía de la purga, la guerra, los cuentos populares, la femineidad, el arte y la lengua, el antisemitismo y el racismo. Bien miradas, estás páginas podrían ser una especie de apéndice de 'El origen de los otros', el volumen que reunió sus conferencias impartidas en Harvard durante 2016 (sobre la raza, el miedo y las fronteras, entre otros temas), pero son, sobre todo, un viaje a la mente y la imaginación (llenas de calma, coherencia y fuerza literaria) de la fascinante matriarca de piel oscura que lo mismo despachaba una reflexión contundente que un delicioso pastel de zanahoria preparado por ella misma.
Víctor Núñez Jaime
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La defensa de las artes
Siempre que alguien se pone a pensar en el apoyo a las artes, de inmediato surge un obstáculo complejo: los artistas tienen la pésima costumbre de ser resistentes, y esa resistencia nos engaña y nos lleva a creer que, en líneas generales, el mejor arte llega a hacerse realidad de todos modos, y que de entre ese gran arte lo sublime perdura de todos modos.
La impresión pública e incluso académica es que nada, ni siquiera la catástrofe social o personal, impide el avance y la producción de obras de arte intensas y maravillosas.
Chaucer escribió en plena peste negra. James Joyce y Edvard Munch siguieron trabajando con un ojo ciego y un ojo dañado, respectivamente. Los escritores franceses se distinguieron en una época que llegaron a definir, la de la ocupación nazi a principios de los años cuarenta. El mayor compositor del mundo siguió creando tras quedarse sordo.
Los artistas se han enfrentado a la locura, la mala salud, la indigencia y la humillación del exilio (político, cultural, religioso) para seguir adelante con su obra.
Acostumbrados a sus desdichas, a su firme determinación para soportarlas y a su asombroso tesón para seguir adelante, a veces nos olvidamos de que lo que logran lo logran a pesar de su sufrimiento, no debido a él.
El año pasado tuve oportunidad de hablar con un artista de enorme talento y muy asentado que me contó que había vetado un subsidio para otro artista porque consideraba que tener tanto dinero debilitaría al interesado (perjudicaría su trabajo), que además era “demasiado bueno para recibir tal suma caída del cielo”.
Para mí, lo escandaloso de esa revelación es que en algunos ambientes no resulte escandalosa en absoluto. Y es que incluso cuando nos preocupamos por los apuros de un artista concediéndole un modesto subsidio, se hace evidente al mismo tiempo un problema de percepción: ¿qué constituye un entorno hospitalario y qué principios determinan que lo ofrezcamos o lo deneguemos?
Eso nos lleva, como siempre, a la cuestión de si el apoyo a las artes debe ser sistemático o no, y hasta qué punto.
¿Debería dicho apoyo imitar el carácter aventurado de la actividad artística y ser también imprevisible, azaroso? ¿Debería analizarse la vida de los artistas, observar el dolor que en muchos casos la caracteriza e incentivar su presencia, enalteciéndolo, incluso reproduciéndolo, como en la anécdota que he contado, por el bien del artista?
¿Deberían incorporarse el sufrimiento y la miseria al mecenazgo artístico, de modo que las mercancías comercializables creadas en esas circunstancias restrictivas se agregaran a la ecuación para calcular el valor de la obra en el mercado en años y eras futuros?
¿O debería dedicarse la misma atención al porqué, al cuánto y al durante cuánto tiempo?
Cuando no se les ha prestado ninguna atención, los artistas siempre han demostrado la suficiente locura para salir adelante; así pues, ¿a qué viene tanto aspaviento?
¿No pueden depender de la filantropía ilustrada cuando exista… y buscar en algún otro lado cuando no? ¿No pueden depender del mercado (esto es, concebir el arte pensando en el mercado) y esperar que el blanco no se mueva antes de que hayan terminado su obra? ¿Y no pueden contar con las ayudas públicas y confiar al azar o a la ley de la probabilidad el que su trabajo valga como mínimo la misma cantidad invertida en ellos?
Esas son algunas de las preguntas que plantea la defensa de las artes, y son fundamentales, en gran medida por la decadencia (cuando no por la catástrofe) de la economía y por la astucia política.
Y son preguntas que piden a gritos una respuesta, estrategias de los organismos artísticos públicos, las instituciones académicas, los museos, las fundaciones, los grupos de comunidades y vecindarios, etcétera.
Lo que todos sabemos, ustedes y yo, es que la situación es más que alarmante: es peligrosa.
Todo el arte del pasado puede quedar destruido en cuestión de minutos debido a las políticas zafias o las escaramuzas bélicas, o a ambas cosas. También es cierto que buena parte del arte del futuro quizá jamás vea la luz debido a la despreocupación, el capricho y el desdén de los que subvencionan y los que consumen el arte.
Los requisitos a nivel nacional pueden barrerlo todo o flaquear; materializarse o fluir.
Ha habido momentos en que el apoyo al arte nuevo y emergente ha sido una auténtica marea equiparable al apoyo a las instituciones tradicionales; otras veces, como ahora, ese apoyo ha sufrido una sequía.
La incertidumbre puede llevarse por delante a generaciones enteras de artistas y causar daños irrevocables a un país. En algunos países ya ha sucedido.
Vamos a necesitar buenas dosis de inteligencia y previsión para no sumarnos a esa lista, para no acabar siendo uno de los países que dependen de la pasión de artistas muertos hace mucho tiempo, que se apropian de esa pasión, de ese empeño, mientras animan a los artistas contemporáneos a buscarse la vida por su cuenta.
O uno de los países que pueden definirse por la cantidad de artistas que lo han abandonado. Si juzgamos una civilización, y creo que así debe ser, no por el altruismo con el que contempla el arte, sino por la seriedad con la que el arte contempla la civilización, va siendo hora de que empecemos a abordar de nuevo, y con tenacidad, determinados problemas que siguen disparando las alarmas.
La percepción pública del artista está con frecuencia tan en desacuerdo con la percepción del mundo del arte que apenas pueden dialogar. Sin embargo, nunca se insistirá lo suficiente en la necesidad de que eso suceda, de que existan conversaciones sin actitud de superioridad entre los profesionales de las artes y el público, entre los artistas y los espectadores.
También es posible y necesario fomentar diálogos en que el artista no suplique y el defensor de las artes no aplique.
Es posible contar con un foro donde el ciudadano y el estudiante se sientan bienvenidos no solo por la compra de una entrada o el aplauso.
Es importante incluir a los estudiantes y a los ciudadanos en esos proyectos, incluso fomentar esa relación; insistir en el debate de los problemas que parecen dominar el mundo del arte en general y que nos acosan a todos, a los patrocinadores, a las instituciones, a los artistas, a los profesores y a los organizadores.
Rememorar
Albergo la sospecha de que mi dependencia de la memoria como detonante fidedigno es más angustiosa que en la mayoría de los autores de narrativa, y no porque yo escriba (o quiera escribir) de un modo autobiográfico, sino porque tengo una aguda conciencia de que escribo en una sociedad completamente racializada que puede poner trabas a la imaginación y de hecho se las pone.
Etiquetas que designan la centralidad, la marginalidad o la minoría, gestos de culturas y herencias literarias apropiadas y apropiadoras, presiones para adoptar una postura: todo eso emerge cuando me leen o me critican y cuando redacto.
Es un estado intolerable e inevitable al mismo tiempo.
Me hacen preguntas que es inconcebible plantear a otros escritores: “¿Cree que algún día escribirá sobre los blancos?”, “¿No es terrible que la llamen escritora negra?”.
Anhelaba una imaginación con las mínimas trabas y el máximo de responsabilidad. Quería moldear un mundo al mismo tiempo concentrado en una cultura y liberado de la raza. Y todo ello se me antojaba un proyecto repleto de paradojas y contradicciones.
Los escritores occidentales o europeos creen o pueden decidir creer que su obra es por naturaleza ajena a la raza o que trasciende la raza. Que sea cierto o no ya es otra historia; lo importante es que el asunto no les preocupa.
Pueden dar por sentado que es cierto porque el “racializado” es el otro, no el blanco. O eso asegura la sabiduría convencional.
La verdad es, por descontado, que todos estamos “racializados”.
Persiguiendo esa misma soberanía, tuve que concebir mis proyectos novelísticos de una forma que, esperaba, nos liberase a mí, a la obra y a mi capacidad de escribirla.
Tenía tres opciones.
Uno, podía prescindir de la raza por completo, o intentarlo, y escribir sobre la Segunda Guerra Mundial o sobre un conflicto doméstico sin hacer referencia a ese aspecto. Claro que con eso borraría un factor sumamente influyente en mi existencia y mi inteligencia, aunque no el único.
Dos, podía ser una observadora fría y “objetiva” y dedicarme a escribir sobre el conflicto o la armonía raciales. Sin embargo, en ese caso me vería obligada a ceder el papel protagonista a ideas recibidas sobre la jerarquía existente y el tema sería en todo momento y para siempre la raza.
O tres, podía adentrarme en un nuevo terreno: encontrar un modo de liberar mi imaginación de las imposiciones y limitaciones de la raza y explorar las consecuencias de su centralidad en el mundo y en la vida de la gente sobre la que ansiaba escribir.
Lo primero fue esforzarme en sustituir la historia por la memoria, de fiarme más de la segunda que de la primera, pues sabía que no podía, que no debía, confiar en la historia documentada si quería adentrarme en la especificidad cultural que perseguía.
En segundo lugar, decidí reducir, excluir e incluso marginar toda deuda (explícita) a la historia literaria occidental.
Ninguno de los dos empeños ha tenido un éxito absoluto, aunque tampoco debería haber recibido parabienes en caso de que hubiera sido así. No obstante, intentarlo me parecía importantísimo.
Comprenderán lo descabellado que habría sido para mí fiarme de Conrad, de Twain, de Melville, de Stowe, de Whitman, de Henry James, de James Fenimore Cooper o, ya puestos, de Saul Bellow, de Flannery O’Connor o de Ernest Hemingway en la búsqueda de información sobre mi propia cultura.
Y habría sido igual de estúpido, además de devastador, fiarme de Kenneth Stampp, de Lewis Mumford, de Herbert Gutman, de Eugene Genovese, de Moynihan, de Emerson o de cualquiera de esos sabios de la historia de Estados Unidos en las pesquisas destinadas a instruirme sobre los asuntos que estudiaron.
No obstante, existía y existe otra fuente a mi disposición: mi propia herencia literaria de relatos de esclavos.
Para una entrada imaginativa en este territorio, insté a la memoria a metamorfosearse en la clase de asociaciones metafóricas e imaginísticas que describía al principio de esta charla con Hannah Peace.
Sin embargo, escribir no es simplemente recordar o rememorar, ni siquiera tener una epifanía. Es hacer: crear una narración impregnada (en mi caso) de rasgos culturales legítimos y auténticos.
Con actitud atenta y rebelde ante las expectativas y las imposiciones culturales y raciales que mi ficción pudiera fomentar, consideré importante no revelar (es decir, reforzar) una realidad (literaria o histórica) preestablecida que el lector y yo acordáramos de antemano.
No podía, sin implicarme en otra clase de proceso cultural totalizador, asumir ni ejercer una autoridad de ese tipo. A pesar de todo, en mi caso fue con Beloved cuando todas esas cuestiones confluyeron de un modo nuevo y trascendental.
La historia frente a la memoria y la memoria frente a la ausencia de memoria. Rememorar como recuperar y recordar como reunir los miembros dispersos del cuerpo, la familia, la población del pasado.
Y fue esa lucha, la batalla campal entre el recuerdo y el olvido, lo que acabó siendo el mecanismo de la narración. El esfuerzo simultáneo para recordar y no saber se convirtió en la estructura del texto.
En el libro, nadie soporta ahondar demasiado en el pasado; nadie puede eludirlo.
Los personajes no cuentan con una historia literaria, periodística o académica fiable que los ayude, puesto que viven en una sociedad y un sistema en que los conquistadores son quienes escriben el relato de su vida.
Se habla de ellos y se escribe sobre ellos: son objetos y no sujetos de la historia.
Por consiguiente, reconstituir y recordar un pasado utilizable no es sólo la principal preocupación de los protagonistas (Sethe, para saber lo que le sucedió y para no saberlo, con el fin de justificar la violencia que cometió; Paul D, para mantenerse inmóvil y ser consciente de lo que ha contribuido a construir su yo; Denver, para desmitificar su nacimiento y penetrar en el mundo contemporáneo en el que se resiste a participar), sino también la estrategia narrativa a la que recurre el argumento para abordar la tensión surgida al apelar a la memoria, su inevitabilidad, las posibilidades de liberación existentes dentro del proceso de lectura.
En las últimas páginas, la memoria es insistente, pero deviene la mutación de la realidad en ficción, luego en folclore y al final en nada. La novela en la que trabajé después de terminar Beloved presentaba, en ese sentido, un contexto distinto.
Una de las circunstancias que rodearon la escritura de La canción de Salomón fue una vía que, según creo, se me abrió gracias a la contemplación de la figura de mi padre. Y el proyecto se hizo realidad porque pude contar con mi madre.
Los hechos ocurren en 1926, la época de su infancia. Así, el recuerdo de aquellos años que me transmitió era, por un lado, un velo que ocultaba determinados pasados y, por el otro, un desgarro que su relato abría en él.
Creo que esa breve sección es para mí la esencia de la memoria convertida en nostalgia y remordimiento para, al final, avanzar hacia la posibilidad, escasa pero no demasiado frágil, de una esperanza en el presente.
SVS