Toros y toreros

Personerío

José de la Colina divaga por la historia y algunas curiosidades de la tauromaquia.

En el origen, el juego taurino estuvo reservado a la nobleza. (Especial)
José de la Colina
Ciudad de México /

La lidia de toros, se dice, tiene nobilísimo origen: viene de los antiguos ritos religiosos mediterráneos que fueron trasplantados a la Península Ibérica luego sobrenombrada, qué coincidencia, “la Piel de Toro”.

Al comienzo el juego taurino estuvo reservado a la nobleza, pero durante el reinado de los Borbones adquirió un carácter más popular, antes de caer en lo populachero. Cuando la lidia fue encajonada en normas técnicas fijas, en la segunda mitad del siglo XVIII, un tal José Delgado, alias Pepeíllo, escribió un pedantuelo tratado de tauromaquia. Por entonces el ritual taurino se dividía en tres partes: de pica, de banderillas y de matar, y las cualidades más requeridas eran parar, templar y mandar. Durante esa época “clásica” empezaron los toreros a usar seudónimos ridículos como Lagartijo, Guerrita, Frascuelo, Bombita, otros tan pintureros como Caleserito de Sevilla y Manolete, o tan petulantes como el Indio Grande, el Califa de León, el Orfebre Tapatío, el Faraón de Texcoco, y aun tan repelentes como Cagancho.

Hoy la fiesta taurina se sobrevive como una patética vieja goyesca que aún intenta seducir con la mueca del esqueleto apenas revestido de pellejo. Y la decadencia viene de largo tiempo: ya desde el tercer cuarto del siglo XIX don José Barbadillo comprobaba melancólicamente que la Fiesta “no es, hogaño, sino la burla de sus pasadas grandezas, y no hay hombre otrora apasionado por sus glorias que no maldiga del amaneramiento y la presunción de los que apenas se pueden llamar varones y se pavonean con la triste irrisión de sus figuras mujeriles, convirtiéndose en lamentables contrahechuras de la varonía y el donaire que antaño brindaron viril gozo a nuestros abuelos”.

“El arte del toreo”, dicen algunos, y, para probar que efectivamente lo es, aducen que lo honraron artistas como Goya, Gutiérrez Solana y Picasso, por sólo dar tres casos celebérrimos. Pero no habría que confundirse entre lo que es el arte mismo y lo que es meramente materia, motivo o tema del arte. Pues nadie diría que el bombardeo de Guernica sea un hecho artístico porque haya motivado una de las geniales obras picassianas.

Por lo demás, en los grabados de la Tauromaquia de Goya, hay una atmósfera de pesadilla, un difuso malestar, un ambiente sonámbulo, tal como el pintor supo ver la España negra que (decía don Antonio Machado) “ora y embiste, cuando se digna usar de la cabeza”. ¿Y qué decir de las páginas inmortales que “inspiró” el toreo, desde los bonitos versos de García Lorca y Alberti a las buenas prosas de José Bergamín, Ernest Hemingway o Michel Leiris? ¡Vaya! Si el toreo ha motivado páginas admirables, también lo han hecho los diluvios, masacres, asesinatos, guerras y monstruosidades diversas, pues, como más o menos dijo un ilustre antiguo, “los males de la humanidad ocurren para que los poetas tengan algo que cantar”. En todo caso, si Rabelais y Quevedo y Joyce y Henry Miller lograron hacer música verbal de las más bajas funciones fisiológicas, nada se opone a que la esencial bajeza y la amanerada vulgaridad de la tauromaquia sean “redimidas” por la literatura y el arte. La vocación de la poesía es nutrirse de lo prosaico.

ÁSS​

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