En su serie y libro Civilisation, Kenneth Clark dice que los requisitos para alcanzar la civilización han de ser: “la energía intelectual, libertad de pensamiento, un sentido de la belleza y un anhelo de inmortalidad”. Como especialista y amoroso del arte, Clark lleva de la mano los conceptos de arte y civilización; no hay uno sin la otra. Y, por supuesto, esos cuatro requisitos podemos aplicarlos a la creación artística. No es lo mismo levantar una iglesia en el siglo XVI con energía intelectual, libertad de pensamiento, un sentido de la belleza y anhelo de inmortalidad, que alzar un avechucho de edificio en la avenida Insurgentes con apenas una dudosa libertad intelectual, que ha de plegarse ante los intereses económicos, y se ve atrofiada por el nulo sentido de la belleza y la ausencia de un sentido de inmortalidad.
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Lo mismo se aplica a las artes plásticas o a la literatura. Pero hay una diferencia. El ignorante en artes plásticas es incluso más radical a la hora de aceptar lo clásico y no lo contemporáneo. Por supuesto que rechaza a los descendientes del mingitorio como artistas y apenas se siente ligado a sus obras mediante sentimientos anarquistas o fetichistas; pero igual puede rechazar el impresionismo o el expresionismo o el cubismo y sentirse mucho más cómodo con los maestros del Renacimiento.
En cambio en literatura, el ignorante prefiere la ligereza contemporánea a un clásico. Prefiere la inmediatez de una novela policiaca y no una Divina comedia o un Quijote o un Guerra y paz o, ya ni se diga, una Ilíada. Como turistas van a Atenas para sacarse selfis en el Partenón y a Florencia para comprar algún suvenir en el ponte Vecchio, pero mejor evitar a Homero o a Dante. Y sin embargo, cuánto anhelo de inmortalidad hay en estos dos, cuánto sentido de la belleza.
Me pregunto por qué todos elegirían un Da Vinci sobre un Hirst, pero muchísimos prefieren un Rosa Montero que un Boccaccio. ¿En qué momento el deterioro del alma humana nos dio derecho a los autores contemporáneos de ocupar en librerías espacios que debían corresponder a los clásicos? ¿Qué derecho tengo de invadir un espacio de estantería entre Tolstói y Turguéniev? La honestidad artística debería obligarnos a los autores a cruzarnos de brazos, a no publicar nada hasta que, a falta de novedades, se derrumbaran los emporios editoriales, hasta volver al pequeño editor que publica clásicos y algunas pocas letras contemporáneas que respeten los requisitos de Kenneth Clark, porque sí, hay que confiar en que hoy puede escribirse algún futuro clásico.
“¿Tiene usted sentido de la belleza y anhelo de inmortalidad?”, preguntaría el editor al autor en su primera entrevista. Y de vez en vez, en algún lugar, aparecería uno que dijera que sí.
ÁSS