Recién estuve en un festival de artes en Lille, dedicado este año a México. Mucha nostalgia sentí cuando bajé del tren y vi la céntrica rue Faidherbe engalanada con una serie de alebrijes gigantes. Delante de uno llamado Mixtli, en el que predominaban las formas de reptil, comenté a un francés que era mucho más bonito que el perro inflable de Jeff Koons. “Oui, bien sûr”, me respondió él, “pero mucho menos caro”. Ya en octubre pasado había presenciado un desfile de alebrijes en el DF, que, sin perdón, así se sigue llamando, y en ellos hallé mucho de festivo y artístico, cosa que nunca me ha ocurrido con un Koons. En un alebrije descubro la alegría e imaginación de un pueblo; en Koons detecto la decadencia de una civilización.
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Ahora leía una revista sobre arte contemporáneo. Los expertos usan un lenguaje que nada habla de estética y mucho de negocios, con términos como: revalorización, posicionamiento, cotización, máximo histórico, aceleración de las adquisiciones, tendencias fundamentales, oportunidad de compra, precios volátiles. Así hablan de una artista: “Una estrella en alza como la joven Tauba Auerbach no ha sido noticia este año. Su rendimiento ya no es el que era, y sus ingresos por ventas cayeron un 96% entre 2015 y 2018”. Y no falta el vaticinio económico: “África es la China del mañana en el mercado del arte”.
Con su pan se lo coman. Entretanto, yo salí ganando. Hace unos días di en Google con un antiguo cuadro muy bello cuya composición me interesó. Una escena de la decimotercera estación del viacrucis. A falta de espacio en el lienzo, los rostros de las tres Marías se hacinan en torno al Cristo muerto con aspecto dolorido. Los cuerpos de ellas se sugieren pegados al desnudo de él y no se sabe quién es la madre y quién, Magdalena. Me llamaron la atención las expresiones entre angustiadas y temerosas de las mujeres, y su vestimenta y catadura tan pobres, muy lejos del glamur que suelen darles los pintores religiosos. Quise saber algo más, así es que abrí la página. Entonces me enteré, oh casualidad, que era parte de una subasta que se realizaba a tres kilómetros de casa y que quedaría finiquitada esa misma tarde.
No tenía en mi haber sino el siguiente mes de renta. Y con él me lancé a una aventura que creí imposible. Pero me sobró la mitad, pues los coleccionistas nada sabían de belleza. No se interesaron en una obra sin firma, sin fama, sin valor de reventa.
Ahora la tengo colgada de mi pared. No es un adorno, no es una inversión. Es arte. Y quienquiera que lo haya pintado, así como original, así como copia, fue un artista. Un artista hoy devaluado en moneda, pero encarecido en alma por aquellos pocos que aún la tenemos.
LVC