Íbamos hechos la bala persiguiendo los huesos etéreos del escurridizo actor, empresario, dramaturgo y poeta que nunca existió, cuando empezó a llover a cántaros. Una ruidosa tormenta eléctrica nos obligó a refugiarnos en la capilla de Trinity College, donde destaca la estatua dedicada a Isaac Newton. Silvia Frenk trajo a colación los versos que Alexander Pope dedicó al descubridor de la gravitación universal (“La naturaleza y sus leyes permanecían ocultas en la noche/Entonces dijo Dios: `que Newton sea´/Y se hizo la luz”), cosa que debió irritar sobremanera a los espíritus chocarreros emanados de la cabeza del creador de Macbeth, pues la tormenta se detuvo de golpe, el viento provocó un sentido aullido, ramas se desprendieron de un árbol cercano.
Acto seguido, Silvia llamó mi atención hacia la mochila donde guardaba yo una grabadora de audio y cintas magnéticas con el testimonio de personas que niegan la existencia de William Shakespeare, excepto como un seudónimo de Edward de Vere, conde de Oxford. Humo nocivo y persistente emanaba del interior. Volvió a llover, así que salí corriendo a fin de aprovechar el gesto de la naturaleza para ahogar el fuego. Enseguida envolvimos el cadáver analógico a fin de entregarlo a las autoridades correspondientes en la estación de Poltergeist más cercana.
¡¿Quién lo hubiera pensado?! El fantasma del bardo iletrado, ¿como por su casa dentro del distinguido colegio de Cambridge? El espíritu del empresario de Stratford–upon–Avon que solía firmar con una X, ¿pavoneándose por los mismos pasillos donde caminó el inmortal sir Isaac Newton? “Uno ve lo que quiere”, dijo Silvia, quien rió de buena gana y me tomó de la mano a fin de seguirle la pista al enigmático autor del siglo XVII.
La manera más sencilla de captar a vuelo de pájaro cómo lucía Londres hacia 1600, año en el que Shakespeare escribió Hamlet, consiste en observar el panorama que el pintor flamenco Claes Visscher recreó con meticulosidad. Sobresale la catedral de San Pablo y su torre monumental; hacia el sur del Támesis aparecen Bear Gardens, las populares arenas de lucha entre bestias, y el teatro El Globo. Todavía se hallaba lejano el fatídico 1666, año en el que el centro de la ciudad fue arrasado por el fuego. Hoy, El Globo de Shakespeare se encuentra a unos cuantos metros de su sitio original, entre el puente del Milenio y el de Southwark, por donde los turistas pasan en tropel admirando de reojo la agilidad del contorsionista que eleva la voz y vocifera:
“Shake the Spear, Will!”
La catedral era más alta que hoy; de hecho, fue la más grande de Europa en su momento hasta el incendio referido. Como ahora, se permitía a los visitantes subir al balcón cercano a la punta de la torre, aunque en el siglo XVII disfrutar de la vista costaba un penique. Hoy cuesta 19 euros. Para hacernos una idea, con un penique podía uno adquirir en aquel entonces 24 onzas de pan o 2/3 de un galón de cerveza; hoy, con 16 libras compras un pan de caja y dos cervezas pequeñas.
Todos los días había un interminable desfile de mensajeros y repartidores que utilizaban la magnífica nave gótica como atajo para luego mezclarse con los compradores, oficinistas, simples transeúntes, pregoneros del apocalipsis, malandros al acecho, vagabundos de las calles aledañas. Las personas que navegaban por el río Támesis en dirección del atracadero, donde habrían de descender para encaminarse al teatro y asistir a la representación del mes, pasaban por debajo de un solo puente, el de Londres, siempre admirando semejante proeza de la ingeniería medieval. En la actualidad se puede atravesar el río por 35 puentes.
Animales apegados a sus dueños, rosetas de polen, hojas craqueladas, insectos espigados, semillas y huesos ilustres, bacterias, quizás algún virus, todos pululaban en el patio trasero de dicha catedral. Aun hoy, en sus alrededores siguen ofreciendo su mercancía vendedores de libros, DJs de ocasión, negociantes de quincallería, expertos en diversos utensilios caseros y para el trabajo rural. Antes como ahora es posible distinguir diversas lenguas entre el rumor de la gente, pues la inmigración en los años de Shakespeare era más frecuente de lo que podría suponerse.
Muchos franceses e italianos huían de la persecución religiosa en sus países de origen; también podía toparse uno con caballeros venidos del Lejano Oriente, exhibiendo vistosas prendas propias de su región, lo mismo que africanos y turcos ataviados a la usanza occidental. Actualmente sus descendientes pasean sonriendo, orgullosos de su propio sincretismo. En estas calles se topaba uno con judíos conversos al cristianismo que habían huido de España y Portugal. Ahora, por fortuna, no tienen que recurrir a tales ardides si quieren evitar la degollina.
Quienes ponen un poco de atención al recorrido dejan de dudar si había o no una cultura popular pujante que permeaba Londres a principios del siglo XVII y, por tanto, ya no sospechan de que Shakespeare haya tenido “la visión” suficiente para abordar tan variados temas con la gracia y profundidad que ahora admiramos y gozamos.
Silvia me ilustra. Entre los años de 1558 y 1579 se publicaron aquí al menos 2760 libros, mientras que entre 1580 y 1603 el número aumentó a 4370. Si bien el porcentaje de personas que sabían leer era mínimo, no obstante el poemario de Shakespeare, Venus y Adonis, mereció nueve reimpresiones durante su vida. Si no te alcanzaba para adquirir libros, podías comprar “baladas”, una especie de periódico con noticias “frescas”, muy económico. Cualquiera con un poco de curiosidad era capaz de encontrar traducciones de obras clásicas de Plutarco, Homero, Horacio y Virgilio, de donde se inspiró Shakespeare.
Muchos libros que pasaron por las manos de honey–tongued Shakespeare (como lo llamó John Weever en un epigrama de 1599) no necesariamente fueron adquiridos, pues las ideas “flotaban” en el ambiente. De hecho, el editor de sus poemas, Richard Field, solía publicar textos sobre asuntos variados, desde discursos religiosos, manuales de comportamiento y relatos fantásticos, hasta tratados de estrategia militar, canciones y obras teatrales. Lo único que tenía que hacer “este ágil Mercurio” (Thomas Freeman, Run and a Great Cast, 1614) era aprender a escuchar y mirar a su alrededor, en un momento por demás único en la historia de la comprensión del cosmos.
Durante noviembre de 1572, una nueva y muy brillante estrella pudo verse de pronto en la constelación de Casiopea, incluso de día. Hoy sabemos que se trató de la explosión de una supernova en extinción. Luego de la “estrella de Tycho Brahe”, cinco años después apareció un cometa con una larga cauda; aparecieron dos cometas más entre 1582 y 1607, mientras que en el otoño de 1605 hubo un eclipse de sol que obscureció los cielos de Europa. Para sorpresa de todos, en 1604 surgió una nueva y resplandeciente estrella, la cual fue estudiada por Johannes Kepler.
También el monje Giordano Bruno anduvo por estas calles de Londres, Cambridge y Oxford, antes de regresar al continente y ser ejecutado en 1600 debido a sus ideas herejes acerca del cosmos, el vacío y el infinito. Es poco razonable suponer que Bruno y Shakespeare se conocieran en persona, pero es difícil creer que éste no supiera de la existencia de aquél. Asimismo, se sabe que la obra de Shakespeare está influida por las ideas del filósofo francés Miguel de Montaigne, pero se pasa por alto que este último menciona abiertamente la teoría de Copérnico.
En The Science of Shakespeare (2014), Dan Falk nos ofrece un recuento de pasajes donde se revela la curiosidad del empresario y poeta por cuestiones relacionadas con las estrellas en términos científicos, mezcladas “quirúrgicamente” con especulaciones astrológicas. Esto resulta admirable, pues no debemos olvidar que estaba construyendo personajes para ganarse el aplauso del público y aflojar su bolsillo, no ensayos academicistas. Falk nos ayuda en este recorrido a disfrutar de manera inédita piezas como Hamlet, Otelo, Julio César, Macbeth, El rey Lear, o bien una menos conocida y representada, Cymbeline.
De la misma manera Shakespeare enfrenta el deceso de un hijo suyo, llamado Hamnet, quien fue enterrado el 11 de agosto de 1596. La trama de Hamlet es un tejido de cuitas personales con la figura del astrónomo danés, Tycho Brahe. A través de una versión francesa, publicada por François de Belleforest en 1570, llegó a sus oídos un viejo relato escandinavo del siglo XII que hablaba de un príncipe llamado “Amleth”. Diez años después la historia fue adaptada por Thomas Kyd y montada por la compañía de Shakespeare.
A diferencia de ese proto-Hamlet, en la versión de Shakespeare la acción tiene lugar en la corte de Elsinore. Nadie cree que haya tenido oportunidad de visitar Dinamarca y conocer la isla otorgada por el rey a su protegido Tycho Brahe. Ni siquiera viajó por su país, aunque, sin duda, escuchó narraciones y tuvo en sus manos libros que hablaban de ello. Ejemplo es el Atlas de las Principales Ciudades del Mundo, publicado en Londres, en 1558. Incluye una vista imaginada por el grabador, parcialmente aérea, de la región cercana al castillo de Elsinore. A pocos kilómetros se encuentra la pequeña isla de Hven, el laboratorio de Brahe. Fue llamado Uraniborg o Uraniburgum, esto es, el castillo de las estrellas.
En otro grabado de 1590 puede observarse a Tycho Brahe bajo un arco de media luna, cuyo frente está adornado con diversos escudos nobiliarios, entre ellos los de los Rosenkranz y los Guildenstern. Casualidad o no, personajes importantes en Hamlet llevan tales apellidos, inclusive son amigos íntimos del príncipe, con quienes sostiene conversaciones donde se hace referencia a las estrellas.
Una de ellas, muy conocida, sucede en el segundo acto, cuando Hamlet se lamenta de no sentirse libre, ni mental ni físicamente, en su propio reino. Sus amigos tratan de reconfortarlo. Él les responde:
“O God, I could be bounded in a nutshell and count myself a king of infinite space–were it not that I have bad dreams”.
Shakespeare utiliza la palabra “infinito” en una época en que muy pocos hablaban de ello. Sin embargo, se sabe que era vecino de Leonard Digges, hijo del astrónomo Thomas Digges, con quien Tycho Brahe se carteaba. Hay quienes piensan que Thomas y Giordano Bruno llegaron a encontrarse en persona. Leonard Digges, poeta, admiraba tanto al dramaturgo de Stratford–upon–Avon que lo comparó con Lope de Vega.
No es descabellado suponer que una copia del grabado mencionado antes haya sido enviada por el astrónomo danés a su par inglés, y que éste lo hubiese prestado a su hijo, de manera que en cualquier día lluvioso el actor vecino haya tenido oportunidad de echarle un ojo, por si las moscas, insectos estos a los que él se refiere como entes libres en Romeo y Julieta, a diferencia de los esclavos del amor, si bien todos son susceptibles de ser aplastados en un descuido por una mano divina, ociosa, como apunta en Rey Lear.
Al igual que con la astronomía, en casi todas sus obras incluye referencias entomológicas y se sirve de metáforas naturalistas para describir la conducta humana, siempre sazonadas con humor y creencias populares. Según David Miller (Cawthron Institute, Nelson, Nueva Zelanda), el escritor que nunca existió y, no obstante, dejó cientos de páginas a disposición del probable lector, debió haber consultado los registros de un médico apellidado Moufet o Moffet, incluso es factible que se hayan conocido.
AQ