La adivinanza se esparció por todos los países y las lenguas desde tiempos muy anteriores a la imprenta y aun anteriores a la escritura. Como las fábulas, las coplas, los romances, las canciones, los cuentos, los chistes y los chismes, fue un pasatiempo familiar al calor de las fogatas o los hogares, moneda cultural de campesinos o pastores o cazadores iletrados y género didáctico.
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En Francia los juegos verbales formaban parte del bagaje de juglares y trovadores que recorrían los castillos diciendo sus baladas, lais, virelais y pastorelas para divertir a damas y caballeros que se aburrían solemnemente en eso que alguien adjetivó como la oscura Edad Media y que Verlaine prefirió apellidar como la Edad Media Enorme y Delicada. La adivinanza rimada gozaba en las nobles mansiones de tanto favor como los cinturones de castidad y otras cosas que permitían hacer ángeles casi etéreos de las doncellas y señoras, y motivaba torneos verbales en los que una respuesta correcta podía ganar al vencedor honores, gloria, y quizá (pero esto ya empieza a ser novelería) una noche, o muchas, o demasiadas, en los brazos de la dama anhelada.
Rabelais es uno de los primeros ejemplos ilustres del buen cartel que tenían los enigmas en Francia. Los innumerables reinos e ínsulas que abundan en la poderosa, cachonda y deliciosamente grosera obra magna rabelaisiana, los cinco libros de Gargantúa y Pantagruel, y particularmente en los dos últimos, son imágenes bajo las cuales la exuberante fantasía del jocundo cura de Meudon disimuló las instituciones que deseaba caricaturizar. Las disimuló tan desganadamente que el convencional velo en que envolvió sus sátiras habría sido insuficiente para salvarlo de la fulminación de la curia, la universidad y el brazo secular, si no hubiera tenido fuertes protectores en esas mismas castas a las que atacaba. Así, cualquier lector de entonces fácilmente adivinaba bajo el nombre de la isla de Papafigos a las sectas religiosas nacidas del movimiento protestatario que se gestaba en contra de los abusos del Papa; en la Isla de los Papimanos a la Iglesia católica con sus dogmas, sus decretales, sus defensores; en la Isla Sonante a las órdenes religiosas; en la Isla de los Gatos Forrados, es decir vestidos de vistosas pieles, al Parlamento y la organización judicial; en la Isla de los Ferrements, o de los hombres vestidos de hierro, a la casta militar, etcétera.
El otro ilustre acertijista de esos tiempos es Michel de Nôtredame, o Nostradamus, que en sus famosas, y fumosas, Centurias, puso en verso profecías interpretables en todos los sentidos según la sardina a la que arrimemos el ascua, y que son verdaderas adivinanzas. Vaya de muestra esta que se supone prevé a Napoleón (aunque yo creo que es mucho suponer): “Un Empereur naistra avec deux testes,/ Et quatre bras, quelques ans entiers vivra,/ Iour qui Aguilaye celebrera les festes,/ Fossen, Thurin, chez Ferrare fuyra”. Que en traducción aproximativa y desconcertada significa: “Nacerá un emperador con dos cabezas y cuatro brazos, algunos años enteros vivirá, en un día que Aguilaye (?) celebrará sus fiestas; a Fossen, Turín y Ferrara huirá”. Fácil, ¿no?