Irapuato, 1964. Tengo siete años y curso el segundo año de primaria en el Colegio Pedro Martínez Vázquez. Están haciendo remodelaciones y en una zona del patio se abren zanjas tan profundas que en cada una podría caber una alberca. Durante el recreo trepamos a los montones de tierra negra que se acumulan junto a los socavones. Alguien me empuja por la espalda, con fuerza. Caigo de cabeza y todavía ofuscado por el golpe, me levanto, sacudo mi ropa, escupo una saliva terrosa. Recuerdo ese efímero vuelo como una inmersión en la oscuridad, una caída en el pozo de la nada.
Terminan las clases y vuelvo a casa en el camión escolar. Llevo en mi mochila, entre libros y cuadernos, mi boleta de calificaciones. Toco un par de veces el timbre de nuestro domicilio: Calle Guillermo Prieto #14-A, en el centro. Pero nadie acude. Toco dos veces más y entonces creo entender que, tal como había escuchado a mis padres conversarlo unos días antes en la sobremesa, la familia se ha mudado a León. Todos menos yo, que debo quedarme una semana más para asistir a la ceremonia de premiación, en la que el colegio reparte medallas y diplomas. ¿Y ahora? No estoy seguro de haber recibido las indispensables instrucciones paternas. Apenas empiezo a considerar mis escasas opciones, cuando una mano se posa en mi espalda. Se trata de mi primo El Gordo, unos años mayor que yo, quien ha venido a buscarme. Pasaré unos días con él y su familia en una de las casonas vecinas, mientras mis padres y hermanos se instalan en la nueva casa de León.
El Gordo, fanático de la Lucha Libre y, como todos nosotros, de El Santo, es el único hijo varón al que anteceden nueve bellísimas hermanas. Durante años conservé en la memoria los nombres de todas, nombres cuyo lustre cotidiano equiparaba favorablemente con los de las hadas, princesas y heroínas que poblaban los sueños de los hermanos Grimm. Solía pronunciarlos en voz muy baja, en mi cama, una vez que El Gordo caía rendido luego de aplicarme la “estrangulación directa”, “la doble Nelson” y algunas otras combinaciones con las que practicaba en mí su futuro ingreso al parnaso contemporáneo. Recuerdo haber resistido estoicamente en su cuadrilátero imaginario, con la mira puesta en un suceso que solía presentarse por las noches: Gabriela, la más joven de las muchachas, entraba a nuestra habitación, se sentaba al pie de nuestras camas y nos ponía al tanto de su vida. Largos relatos que yo escuchaba embelesado mientras mi primo, aburrido, roncaba, seguramente reviviendo aquella película épica en la que el Enmascarado de Plata se enfrenta a las aterradoras mujeres vampiro.
Gabriela tenía el cabello castaño oscuro, la tez morena, los ojos color miel y unos brazos largos y delgados que subían y bajaban o se balanceaban al compás de su narración. Yo la miraba, apenas iluminada por la luz que entraba por la ventana abierta, pues ella, para darle mayor emotividad a su relato, había apagado la lámpara del buró. Era entonces yo su único, su pasmado auditorio. Gabriela me contaba historias familiares, me hacía el reporte de sus actividades escolares y se explayaba en torno a los noviazgos de sus hermanas mayores, repasando a detalle la indumentaria —corte de pelo y loción incluidos— de cada uno de los pretendientes y me confiaba, para mi desazón y sin reticencia alguna, lo que ella misma esperaba con la llegada —que adivinaba inminente— de su propio príncipe azul. De pronto, como si escuchara una voz que venía de lejos, callaba. Y, mirando hacia un lugar ignoto, sonreía con una gran sonrisa que me permitía observar, durante unos instantes, sus dientes incisivos de oro que sustituían a los naturales, rotos, según ella misma me contó, durante un partido de voleibol. Lo cierto es que ese mínimo, aunque muy visible detalle de su fisonomía, le otorgaba un halo mágico, de gracia inigualable que yo no me cansaba de contemplar.
Al año siguiente, ya alumno de tercero en el Instituto Lux de León, yo me rompería también los incisivos, no hacía mucho estrenados, durante una batalla futbolera en el asfalto de la calle. Y, aunque el repuesto de los míos no alcanzó la dignidad del oro, me veía al espejo y pensaba en Gabriela, en sus ojos profundos y en su boca que al abrirse lanzaba palabras y destellos a mitad de la noche.
AQ