Tríptico del Cangrejo | Un adelanto del último libro de Álvaro Uribe

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Con autorización de Penguin Random House, ofrecemos el primer capítulo de uno de los tres diarios que el autor de 'Expediente del atentado' llevó durante sus años de lucha contra el cáncer, que terminó segándole la vida el 2 de marzo de 2022.

Portada de 'Tríptico del Cangrejo', de Álvaro Uribe. (Alfaguara)
Álvaro Uribe
Ciudad de México /

Enero

Lunes 7: Hoy se confirmó —al noventa y tantos por ciento, de acuerdo con uno de mis dos médicos— que tengo cáncer.

El enemigo es un tumor espiculado de 20 milímetros de diámetro que se aloja en la parte superior de mi pulmón derecho. El segmento 3, según lo clasifica la medicina. En la imagen tomográfica aparece como una estrella regordeta y de aspas breves, semejante a las que adornan la punta de los árboles de Navidad. Se ha ganado desde ahora mi odio y mi temor, pero también mi atención irrestricta. Casi no pienso en otra cosa desde el jueves pasado, 3 de enero, en que me entregaron la tomografía.

Para comenzar me someterán a otro estudio tomográfico denominado PET-Scan (las siglas corresponden a Positron Emission Tomography). Se me inyectará una sustancia radioactiva que funciona como anzuelo. Las muy probables células cancerosas, todas voracidad, absorben el veneno y el brillo de la radiación engullida las delata en la pantalla. De lo que revelen esas nuevas imágenes dependerá que me operen inmediatamente para extraerme el tumor, y con él hasta la tercera parte del pulmón lesionado, o bien que empiecen por atacar otras zonas afectadas con quimioterapia.

La primera opción es, por mucho, la mejor. En caso de que el tumor no se haya metastaseado, la cirugía es curativa. Yo por lo pronto no quiero contemplar ninguna otra solución.

Martes 8: Siempre he sido medio insomne, pero ayer apenas pude juntar tres horas dispersas de sueño. Pensaba recurrentemente, con más extrañeza que envidia, en los otros. Los que no tienen cáncer. Los sanos o casi. Y sin más reflexiones caí en la cuenta de que ahora, desde ahora y hasta quién sabe cuándo, el otro soy yo.

Es difícil no razonar en términos teológicos cuando se está en mi circunstancia. Uno se pregunta qué hizo. Por qué a mí. Cómo es posible que si dejé de fumar hace ya seis años me ocurra esto. De ahí a pensar en los que todavía fuman, y en los que ni fuman ni nada pero tampoco tienen una estrella voraz en el pulmón, hay solo un paso que la mezquindad no tarda en dar.

No sé si me exculpe un poco ser mezquino positivo. Es decir: meramente envidioso. Veo con sincera envidia la salud relativa de los demás, pero a nadie le deseo la enfermedad. Ni aun a quienes me malquieren.

Tedi me dijo hoy que cambiaría con gusto su vida por la mía. Ejerciendo el peor crimen de leso faustismo, rechacé el pacto. Por ella y por mí. Cómo explicarle que es la única persona no otra. La única que cabe conmigo en el solipsismo en que me está encapsulando la enfermedad.

Buena parte del día se me fue en preparativos. Citas para tal o cual estudio. Recomendaciones telefónicas sobre lo que debo comer o no comer, sobre la orina, sobre la conveniencia del reposo. A uno lo empiezan a enfermar ya antes de internarlo en el hospital.

Hay reacciones imprevistas de la gente que por fuerza se va enterando. Mi madre, mucho menos propensa a escuchar que a hablar, interrumpió mi cronología de los hechos para decirme que una amiga suya había tenido un cáncer de pulmón harto más aparatoso que el mío y se había salvado. Ayer el doctor JAT me informó de que los casos nunca venían solos y que a otra de sus pacientes le habían descubierto un tumor pulmonar más avanzado que el mío. Aunque resulte decepcionante, me consuela saber que también los médicos creen que a uno de veras le importa que haya otros pacientes más enfermos.

Jueves 10: Ayer me emborraché hasta la inconsciencia.

Empezó como todos los miércoles, en la comida con AS, LMA, ECS y RM. Al buen AS, cuya esposa tuvo cáncer de mama, ya le había contado del mío por teléfono. A los demás no sabía si contarles. Pero no tengo nada más urgente que decir y el vino me aflojó la lengua y mis amigos respondieron a mi confesión y a mi confusión como era de esperarse: con estupefacción, con tristeza, con solidaridad que desde luego no es fingida, por más que esté del lado de los otros. No recuerdo casi nada de las últimas dos horas de esa comida, por lo que no tengo idea del espectáculo que ofrecí. Espero no haberme deshecho como me deshice más tarde en mi casa, cuando Tedi me encontró tirado en el baño y repitiendo con desconsuelo aunque sin lágrimas que me iba a morir.

Hoy no lo creo. No quiero creerlo. Estoy otra vez resignado a la atroz cirugía que me espera. Otra vez deseoso de que ya todo haya pasado. Y hasta curioso de saber cómo será la vida después.

Sobre todo tengo miedo. No de morirme, aunque ya nada puedo descartar, sino del dolor indecible que voy a padecer, que voy a ser, durante quién sabe cuántas horas y días y semanas sin fin.

Viernes 11: Estoy en el hospital para hacerme estudios de sangre, de orina, electrocardiograma, espirometría. Ya comienzo a ser objeto de una amabilidad tan impersonal que es todo menos hospitalaria. En el restorán me preguntaron si soy doctor. Respondí con verdad que soy paciente. De ahora hasta no sé cuándo, paciente.

Lunes 14: Como la estatua epónima de un “Nocturno” de Xavier Villaurrutia, me muero de miedo. Para engañarlo o posponerlo recurrí este fin de semana a un par de comidas intensas con amigos presumiblemente comprensivos.

MAE lo fue durante un buen rato el viernes. Estuvo incluso a punto de llorar en el apogeo de mi confesión. Me ofreció ayuda de todo tipo, empezando con la económica. Se mostró de veras preocupado. Luego siguió fumando y fumando sin tregua, hasta que insólitamente dejé intacta media botella de vino y opté por retirarme a mi aprensiva soledad. MAE, en un último gesto de sincera compasión, le pidió a su chofer que me trajera a casa.

El sábado con JCS y su mujer tampoco tomé todo el vino que acostumbro. En parte, porque quedé escarmentado luego del apocalíptico miércoles. Pero en mayor medida todavía, porque hay un límite a la solidaridad y al cariño que uno puede aceptar sin deprimirse irremediablemente. Llega siempre el momento en que no hay nada más que decir sobre mi tumor, pero tampoco hay nada más importante de qué hablar. Si la plática no se corta entonces por lo sano, valga la expresión, no falta el comensal urgido de aprovechar una oportunidad de contar sus propias experiencias médicas, que suelen resultar por lo menos tan traumáticas como la que me espera a mí. No busco quién me narre las suyas sino quién me escuche las mías: la cita es de Plauto y se la robé a Monterroso, que sabía de la incapacidad del hombre, de ciertos hombres por lo demás queribles, para escuchar.

Recibí una llamada de RPG, que también tiene cáncer: en la vejiga. Nunca había tenido verdadera intimidad con él, pero me sentí inmediatamente a mis anchas en el intercambio de confesiones y buenos deseos. También él empezó a llevar un diario cuando supo de su enfermedad. También él sabe cuán otros se vuelven los demás a partir de ese momento.

Lo mismo ha experimentado en carne propia CB, con cáncer de mama operado hace ya varios años y quimioterapia después. Me dedicó más de media hora desinteresada y sorpresiva al teléfono, para despejar mis muchas dudas y ahuyentar mis muchos temores.

Y está por supuesto PLC, que aún no acaba de recuperarse por completo de su respectivo cáncer de mama, descubierto hace año y medio y tratado igualmente con quimioterapia, aparte de la inevitable cirugía. Nadie ha sido más solícita, más hermana de infortunio, que ella.

Nadie salvo VH, que llama casi a diario desde Austria y asume como propia mi enfermedad.

Martes 15: Mañana me someto al PET-Scan, la tomografía que decidirá hasta dónde llega el cáncer y cómo hay que operarlo. Confío en que no haya metástasis y baste con la cirugía. Estadísticamente existe la posibilidad, mínima, de que el tumor sea benigno. La descarto desde ahora. Sería un milagro del que no tengo por qué resultar beneficiario.

La noticia ya está cundiendo. Cada vez que alguien me llama por teléfono la conversación se repite. Yo confirmo el mal. Él o ella, mis interlocutores, me aseguran que no pasará a peor. También, invariablemente, se ponen a mi disposición para ayudarme en lo que pudiera hacerme falta. De verdad. Lo que sea.

Cómo no creerles, si oigo la sinceridad en sus voces. Pero qué pedirles, si no lo que ya me están dando. Su tristeza. Su estupefacción. Su voluntad de auxiliarme. Todo, y no es por despreciar lo mucho que me ofrecen, desde la certeza y el alivio de ser otros. Afortunadamente otros. No el que contrajo esa maldita enfermedad.

Jueves 17: El PET duró más de tres horas.

De entrada, me hicieron un cuestionario, todavía en presencia de Tedi. Luego, ya solo, me “canalizaron”. Como siempre, con dificultades: mis venas son muy delgadas y se acobardan con la mera mención de una jeringa. Ya canalizado, me pasaron por transfusión un compuesto de glucosa radioactiva. El médico que me atendía explicó que me dejarían una hora o más en un cuarto oscuro, mientras mi cuerpo absorbía el fármaco; que después me llevarían a la máquina para hacerme el estudio, con duración de media hora; que podía suceder que, si no estaban seguros, me inyectaran una solución de contraste, para afinar el estudio, y que en ciertos casos también ocurría que mandaran al paciente a desayunar y a que regresara una hora después, para realizarle un último escaneo.

Inmediatamente me aterrorizó la posibilidad de estar entre los casos dudosos. En el cuarto oscuro había otro paciente. Una mujer separada de mí por cortinas. La oí roncar. Vinieron por ella y quiso ir al baño. La oí orinar. La enfermera, que había prendido a medias la luz, insistió en que yo cerrara los ojos y descansara. Los cerré, pero a los pocos minutos trajeron a otro paciente. Una señora de edad y en silla de ruedas que hizo un escándalo para acomodarse en su cama. Desde un sillón reposet, en postura casi horizontal, yo intentaba gobernar mis pensamientos. Pese a estar acompañado me sentía solo. Solitario. Me alteró escuchar que a un paciente en la contigua sala de máquinas le pidieron que regresara dentro de una hora. Creo que al final dormí unos minutos.

La máquina, semejante a la de la tomografía simple, es un cubo de unos dos metros de lado en el que hay un orificio circular bastante estrecho por donde se ingresa en un túnel. Una cama apenas suficiente para el ancho del cuerpo, montada sobre una rampa horizontal, se encarga de meter y sacar al paciente. Hay que acostarse con los brazos unidos por encima de la cabeza. Hay que mantener los ojos cerrados. Hay que estar perfectamente inmóvil. Hay que aguantar la incomodidad y el miedo y sobre todo la incertidumbre. Sentí alivio, casi júbilo, cuando me dijeron que había terminado, sin necesidad de solución de contraste ni de esperar una hora y volver.

Resurgí agotado y descompuesto, para enterarme de que esta vez tampoco gané el Premio Villaurrutia. No lo daba por seguro ni mucho menos, pero sí me había permitido pensar que sería una módica compensación al horror en que me voy internando. Ahora sé que el único contrapeso a mi ya muy próximo sufrimiento será salir con bien de él.

Mañana a las cuatro y media el neumólogo me dará su diagnóstico final. Estoy angustiado y también ansioso de saberlo todo de una vez.

Viernes 18: Una prueba de que ya no soy el mismo o, para decirlo de otro modo, ya no pienso igual. Si hace tres semanas alguien me hubiera dicho que en fecha próxima me iban a extirpar un lóbulo entero de un pulmón, yo me habría sentido estupefacto y desolado y abatido. Hoy que el neumólogo me dijo que solo deberán quitarme esa tercera parte del pulmón derecho, me sentí aliviado, poco menos que contento, con ganas de abrazar y besar ahí en el consultorio a Tedi, que me miraba con cara también de alivio, y al médico, que por un instante depuso su adustez para dedicarme una sonrisa. Ya no busco lo mejor, ni siquiera lo bueno. Ahora doy gracias a la fortuna por depararme de los males el menor.

El tiempo se estira hasta lo insufrible en estas circunstancias. Primero tardaron casi media hora en darme los resultados del estudio. Ya no hubo oportunidad de darles aunque fuera un vistazo antes de entregárselos al doctor RPP. Él los examinó con detenimiento, el rostro impávido salvo por algún fruncir de las cejas y los ojos para enfocar mejor un recuadro. Yo veía cómo Tedi se negaba a ver. Veía también en las placas tomográficas una serie de figuras a colores que representaban los órganos en el interior de mi tórax. Por todas partes distinguía luces, tonos subidos, destellos: signos, desde mi ignorancia, de que el cáncer me devoraba las entrañas. Y el médico mientras tanto volvía a examinar las placas y separaba alguna y leía con exasperante morosidad el informe de los radiólogos responsables del PET. Hasta que vino la sonrisa y la explicación.

No hay señales de que el cáncer haya invadido ningún otro órgano (porque se trata, ahora ya irrefutablemente, de cáncer). El tumor es maligno y deben extirpármelo cuanto antes. Con un buen trozo de pulmón. La cantidad exacta de tejido que retirarán dependerá de la biopsia que se me practicará ya anestesiado y en la mesa de operaciones. También sacarán los ganglios más cercanos al tumor, para ver si no hay alguna célula maligna que no hubiera detectado el PET. La posibilidad es mínima, pero existe. En otras palabras, aún podría suceder que luego de la cirugía tuviera que seguir “un tratamiento”, que es el eufemismo médico para la quimioterapia. El doctor RPP insistió en que él no lo cree, pero reservó sus pronósticos. Aunque me inspira confianza, es de esos médicos que no pierden el tiempo explicándoles a los legos lo que de cualquier modo no van a entender.

Por lo demás, el neumólogo volvió a advertirme, como la primera vez, que la operación es muy dolorosa. Aclaró que el dolor difícilmente controlable sobreviene en los primeros días, cuando el paciente tiene una sonda torácica para drenar la sangre y otras marranadas. Después todo mejora poco a poco y la cicatrización, si no hay contratiempos, toma unas cuatro semanas. Yo contemplo lo que me sucederá como un accidente programado. Estoy bien, en el sentido de que no tengo síntomas de nada. Pero el tumor no puede quedarse en mi cuerpo y tendrán que enfermarme para curarme. De golpe, como si me hubiera estrellado contra un poste en un coche a toda velocidad, estaré más enfermo que nunca. Solo que yo, a diferencia de un accidentado ordinario, sabré exactamente cuándo me voy a accidentar.

La cita con el cirujano es el lunes a las 5:30 de la tarde.

Domingo 20: Después del contradictorio júbilo del viernes porque solo me van a extirpar la tercera parte de un pulmón y solo me van a incapacitar durante unas cuantas semanas, ayer fue un día deprimente. Me desperté con el desamparo y la desilusión que a veces sobrevienen con la cruda. También Tedi estaba como con resaca emocional. Terminó de agüitarnos la noticia de que la madre de MAE, diabética de 72 años, murió a las nueve de la mañana en el asilo donde la habían relegado hace unos meses.

Estuvimos tres cuartos de hora con MAE en una funeraria proverbialmente lúgubre en la avenida Miguel Ángel de Quevedo. Nos contó de las pocas ganas de vivir que ya tenía su madre. Mientras lo escuchaba, pensé desde luego en mis propias ganas de vivir.

Lunes 21: El cirujano PS me gustó de entrada. Se permitió alguna broma, estudió con minuciosidad mis placas y exámenes preoperatorios, respondió con calma a las preguntas de Tedi y a las mías, fue comprensivo con nuestra indecisión. Al final resultó que nos había dedicado una hora entera de su tiempo.

El diagnóstico del neumólogo se corroboró: tumor muy probablemente canceroso, que debe extirparse pronto. Pero el doctor PS aclaró que la cirugía no será tan dolorosa o, para ser exacto, que el dolor en todo momento estará controlado con analgésicos y hasta con narcóticos. Yo había imaginado que el corte se haría en el pecho, arriba del pezón. Ahora sé que se hará en un costado, por debajo de la axila. Podrían incluso quitarme un pedazo de costilla. El médico dijo que, si quiero, con ella harán otra mujer.

A la hora de fijar fechas dije envalentonado que yo estaba listo para operarme el miércoles. El doctor llamó al responsable del quirófano y comprobó que había una opción ese día a la una de la tarde. Mientras continuaban los arreglos telefónicos, Tedi y yo empezamos a flaquear. Pensé en el seguro médico. En las cosas que me gustaría hacer antes. Sobre todo, sentí pavor. Al final me convencí de que era mejor operarme el lunes, para evitar el relajamiento en que entran los hospitales durante los fines de semana. El argumento es válido, pero hay que decir que lo más urgente es el temor.

Un incidente desafortunado vino a confirmar que la postergación era necesaria. Al buscar en la bolsa de mi pantalón para pagar la consulta me di cuenta de que había perdido la cartera. Con mi identificación y licencia de manejar y tarjetas del seguro médico y del Metrobús y ochocientos pesos en efectivo y, lo peor, una tarjeta de débito. Ya tengo qué hacer en estos días de espera. Al supersticioso que hay en mí lo desasosiega haber perdido la identidad, aunque sea simbólicamente, antes de una cirugía brutal.

Martes 22: Todo el día, o casi, me he sentido como si tomara vacaciones de la enfermedad. A cada rato pienso en la carnicería que me aguarda, pero si me distraigo recobro la sensación de que no está pasando nada. Hay un cuento de Bioy Casares en que un padre de familia, para detener el avance de un mal mortífero que aqueja a la hija favorita, repite los mismos actos y las mismas palabras día tras día, de manera que el tiempo se suspende en una única jornada siempre idéntica en que la enfermedad no prospera. Algo semejante me ha sucedido en este martes análogo a tantos otros martes anteriores a enero de 2008, en que yo no hacía nada extraordinario. Corrijo. En que yo llevaba una vida extraordinariamente deseable, preocupado por cualquier cosa menos por mi salud.

Las muestras de solidaridad se multiplican y a su modo me consuelan. También, por mi propia mezquindad, llaman mi atención ciertas mezquindades ajenas. No me explico que gente que veo una vez a la semana, gente que según la información de la semana pasada podría creerme recién operado y convaleciente ahora mismo en el hospital, se abstenga de llamar para saber cómo estoy. Tanto respeto a la intimidad, tanta sutileza con el mal ajeno, termina por parecerse al mero egoísmo. Para no hablar del mío, que acaso espera demasiado de los demás.

Jueves 24: Es propio de la enfermedad, del saberse otro respecto de los otros, interpretar todos los sucesos, aun los más ingentes e impersonales, como respuesta o resultado de lo que a uno le sucede. Así con el vendaval de dos horas que azotó la ciudad anoche. Así con la falta de corriente eléctrica desde las 7 p.m. de ayer hasta el mediodía de hoy. En todo vi señas de las calamidades que se me juntan. En todo vi malos ómenes. Un clima literalmente de fin del mundo precede por pocos días al fin de mi módico mundo tal como fue hasta hace pocas semanas. Los árboles caídos, los postes de luz quebrados, las calles tapizadas de ramas y hojas, los apagones continuos y la desazón que venció durante unas horas a Tedi son el preludio a mi propio caos.

En un arrebato de autocompasión del que no me arrepiento compré un enorme televisor plano de 42 pulgadas. Es el premio de anticipada consolación a las muchas horas largas y penosas de la convalecencia.

Domingo 27: Falta poco tiempo para la cirugía. Además del miedo, mejor dicho: para contrarrestar el miedo, intento persuadirme de que también ansío que ya todo haya pasado y yo esté de vuelta en mi vida. Será otra, marcada por las horas brutales de la etapa postoperatoria y los lentos días y semanas de la convalecencia y, si la fortuna me da la espalda, por el modesto horror de la quimioterapia.

También, menos por miedo que por elemental sensatez, pienso en la muerte. Parece muy poco probable que un error en la cirugía acabe con mi vida, pero no es imposible. Para qué decir que sería una lástima, una estupidez, una injusticia conmigo y casi más con Tedi.

Lunes 28: Luego de cinco horas de sueño sin sueños, un largo insomnio en el que hubo de todo. Primero me vi, físicamente me vi, ya en el hospital, canalizado, en la cama rodante, con los ojos abiertos a los techos de los pasillos, en el quirófano, en la sala de recuperación. Sentí miedo y también impotencia. Después pasé sin solución de continuidad a los asuntos pendientes.

El más ominoso proviene de los cambios en la UNAM, que podrían no favorecerme. El problema de fondo es el mismo desde hace años. Trece años, para ser exacto. Desde que decidí dejar el salario cuantioso y el futuro más o menos asegurado de la diplomacia. A cambio de todo el tiempo libre, es decir, de todo el tiempo de trabajo en mi casa que tengo ahora, poseo muy pocas certezas laborales. Y aunque en este momento no debería importar nada más que la cirugía, nada más que recobrar pronto lo que me reste de salud, la angustia digamos económica me mantuvo despierto un buen rato.

Me acababa de quedar dormido cuando sonó el despertador. Otra vez estoy a solas con lo inmediato. Otra vez siento miedo y espero que se me dé la entereza o por lo menos la resignación.

AQ

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