La aparición de Ulises, de James Joyce, en 1922 significó un punto de inflexión en la historia de la novela contemporánea. Ninguna otra obra narrativa había causado tal conmoción, no sólo por lo intrincado de la anécdota y su compleja construcción sino porque en esencia se trataba de una “revolución de la palabra literaria” que mostraba cómo la mente humana elabora el proceso lingüístico antes de ser articulado. A esto hay que añadir la singular estructura de la novela que ocurre en 18 capítulos, cada uno de una hora, pues inicia un 16 de junio a las 8 de la mañana y culmina al día siguiente a las 2 de la madrugada. Y para mayor dificultad la anécdota que relata Joyce intenta hacer un parangón o paralelismo con la Odisea de Homero adecuada a un solo día en la ciudad de Dublín. Estos retos han propiciado que la novela goce de una excelente fama pero también ha limitado de manera muy severa la accesibilidad de la obra al lector común.
Tal vez debido a lo anterior mi maestro Colin White solía decir, en su clásico tono escéptico e irónico, que Ulises había sido la gran carcajada de Joyce al mundo, es decir, una gran tomada de pelo.
Pero detengámonos un momento a reflexionar cuáles fueron las aportaciones de Joyce a la novela, cómo fue su desarrollo y también, si acaso, que se excedió en su titánica labor para revolucionar el mundo de la ficción.
La producción literaria de Joyce fue relativamente exigua y hasta podríamos decir limitada a una suerte de “autoficción” (lo que Joyce llamaba “autobiografía fantaseada”), aunque no por ello sencilla ni mucho menos banal. Se inicia escribiendo un volumen titulado Dublineses que contiene quince cuentos sobre diversos personajes de la sociedad de la capital de Irlanda pertenecientes a diferentes estratos y edades y que de alguna manera preludia los dos libros subsecuentes. Su publicación no resultó, en modo alguno, sencilla pues tardó más de siete años en ver la luz por los prejuicios morales de los editores. El propósito de Joyce se enfocó, según sus propias palabras, en escribir “un capítulo de la historia moral de mi país y elegí Dublín como escenario porque la ciudad me parece el centro de la parálisis”.
Dublineses y su siguiente libro, la novela Retrato del artista adolescente, se publicaron simultáneamente en 1914, aunque en ambas obras ya había invertido varios años de trabajo. Como el título indica, Retrato… es una alusión a la obra de múltiples pintores que en algún momento de su vida realizaron autorretratos para reflejar la imagen del artista en sus mocedades. El tema de la novela se ha convertido en un clásico en cuanto a que revela las inquietudes y aspiraciones del joven escritor. Precisamente ese año Joyce abandona Irlanda para no volver e inicia la escritura de Ulises en Italia.
Ya antes Joyce había descubierto dos importantes recursos. Uno es de origen “artístico-religioso”, que se le reveló durante la escritura de Dublineses: “epifanía”, que para Joyce significaba “revelación íntima”, asociada con la estrella de Belén que les señaló a los Reyes Magos la presencia divina de Jesucristo. La interpretación estética de Joyce fue convertir ese importante momento religioso en una verdad ineludible, en un giro que no se hace evidente a simple vista sino que puede ocurrir, o bien en alguno de los personajes o, simplemente, en la conciencia del lector cuya sutil cualidad es la de entender la paradoja que plantea la anécdota para iluminar el sentido del relato. Tal vez ese recurso ya se advertía en autores como Chéjov, pero fue Joyce quien lo bautizó narrativamente para convertirlo en un recurso intrínseco al género cuentístico y novelístico, explotado después por escritores como Hemingway, Babel, Updike, Carver...
Su otra enorme aportación fue la utilización de lo que se ha dado por llamar “la corriente de conciencia” o “monólogo interior”, que permite que el autor se adentre en la psique de sus personajes para describir, en el pensamiento —y en ocasiones también con palabras—, sus motivaciones, dudas, deseos, traslapes, frustraciones, lapsus, juegos verbales —conscientes o inconscientes—, incluyendo equívocos, retruécanos y obscenidades, es decir, los más íntimos orígenes del pensamiento sin censura y sin mayor rigor que la fuerza del inconsciente. Pero Joyce no fue realmente el creador de ese recurso que ya tenía antecedentes en Flaubert, Tolstoi, Dostoievski y Proust. Joyce lo aprendió a través del autor francés y contemporáneo suyo Edouard Dujardin cuya novela Han cortado los laureles lo inspiró a llevar “la corriente de conciencia” a su pináculo y excelsitud.
“La epifanía” y el “monólogo interior” son, pues, dos de las grandes aportaciones de Joyce a las letras. Existe otra muy importante que no se puede soslayar: su nacionalidad irlandesa, de la que siempre abjuró, pero que constituyó parte fundamental de su temperamento, imaginación, religión, amores y odios, aunque haya elegido conscientemente “el exilio, el silencio y la astucia” como destino literario.
Aquí vale la pena hacer una breve digresión: Irlanda tiene una de las historias más ricas y violentas del orbe. A los irlandeses, sometidos por el imperio británico, intentaron coartarles su nacionalidad, su lengua, su religión y su identidad. Lograron restarles fuerza pero no derrotarlos y prueba de ello fue su independencia. Tampoco pudieron doblegar su carácter, su fantasía, su fe y su talento y patriotismo. Dentro de la literatura inglesa existen grandes escritores de origen irlandés pero inevitablemente se dividen en dos: de origen protestante o católico romano. La mayoría, (Swift, Sterne, Wilde, Yeats, Shaw, Beckett, William Trevor y Brian Friel) fueron protestantes en contraste con Joyce y algunos pocos de estirpe católica. Sin embargo, Joyce, el gran anatema de la religión católica a través de su alter ego Stephen Dedalus, se atreve a señalarle a uno de los profesores en Retrato del artista adolescente que la lengua inglesa es de quien la trabaja y no de quien la hereda. Y los irlandeses, tanto protestantes como católicos, han dado una extraordinaria literatura.
Joyce lleva la novela a una especie de callejón sin salida en tanto que, por su carácter experimental, varios capítulos de Ulises resultan farragosos, pretenciosos y algunas veces hasta impenetrables. La idea de hacer un paralelismo entre la Odisea y un día en la vida de Dublín tiene algo de soberbia y de fallido. De acuerdo con el proyecto general de Joyce, cada capítulo se centraría en algún personaje de la Odisea correspondiente a una cierta hora, a un escenario, a un órgano humano, a un color, a una disciplina, a un símbolo y a una técnica literaria. Esto permitió que algunos capítulos resulten brillantes y, en ocasiones, de un gran virtuosismo, como Telémaco (I), Proteo (III), Sirenas (XI), Nausica (XIII), Circe (XV), Itaca (XVII) y finalmente Penélope (XVIII), acaso el más interesante e innovador, narrado desde la mente de Molly Bloom a través de un monólogo interior que evoca el regreso de Ulises a los brazos de su esposa después de una prolongada ausencia. No obstante, otros capítulos pueden resultar densos, farragosos, pretenciosos y, en ocasiones, francamente aburridos.
Imagino que a eso se refería Colin White cuando hablaba de “la gran carcajada de Joyce al mundo”. No obstante, Ulises se mantiene como una de las grandes obras de todos los tiempos. Como Cervantes, Joyce logró cambiar el derrotero de la novela. Influyó para hacerla más compleja, más profunda, más personal, al tender un puente entre consciente e inconsciente, entre mente y lenguaje. Eso lo justifica y merece que lo sigamos leyendo y admirando.
1922: ‘Ulises’ y ‘La tierra baldía’
Por Víctor Manuel Mendiola
El azar, pero también la implacable necesidad, crearon de forma simultánea la inmensa novela de un día y el poema del instante múltiple. Tanto 'Ulises' de James Joyce como 'La tierra baldía' de T. S. Eliot son obras de una magnitud enorme y única. Sin embargo, en ambas composiciones hay muchas cosas en común. Más de las que uno puede apreciar a primera vista. En los dos libros, la desgracia acecha al hombre común; en los dos libros, la sexualidad es el escenario de una comedia; en ambos, lo efímero —las horas de la vigilia o unos cuantos minutos vertiginosos— tiene un rango inmortal; y en los dos, el retrato de dos ciudades, Dublín y Londres, es el retrato de la ciudad moderna. Pero las semejanzas son aún más grandes. En uno y otro texto, las mitologías paganas y el cristianismo crean el denso tejido del nuevo mundo secular y, en uno y otro, el simbolismo oculta las observaciones finas de una dura mirada realista —inopinada, infinitesimal y llena de ecuaciones psicológicas—. Todavía más: en estas escrituras paradigmáticas, la obscenidad y la prostitución son un ingrediente decisivo y ocurren en los espacios sórdidos de un burdel dublinés o en las orillas arriesgadas del Támesis. Asimismo, estas composiciones nos ofrecen, cada una a su modo, referencias eruditas a la épica medieval y a una o varias interpretaciones sobre Shakespeare. La presencia del cisne de Avon, como lo llamó originalmente Jonson, es una verdadera fuente brotante en el argumento de estas dos construcciones poéticas. En las dos, los arquetipos griegos dirigen la trama. En una, el astuto Odiseo; en la otra, el proteico Tiresias. No deja de sorprender que tanto en 'Ulises' como en 'La tierra baldía' aparezca la escena del ahogado. Un accidente de paso en la primera y todo un evento en la segunda. Además, para definir y completar el círculo de las coincidencias o las afinidades, Joyce y Eliot concibieron en el exilio —en un anhelo por escapar del origen y de pensarlo— su visión y el desarrollo de su singularidad. Y para decir lo último, pero no lo menos importante, el novelista irlandés y el poeta de origen norteamericano trabajaron impulsados bajo el ojo crítico de Ezra Pound y ambos, con el apoyo de éste, publicaron adelantos de sus libros en revistas y sufrieron, uno muchísimo y el otro un poco, los efectos de la incomprensión y de la mojigatería puritana. En otro plano —el del lector—, estas obras siempre representan una dificultad y un reto. La lectura de 'Ulises' no es sólo ardua por su dimensión cuantitativa. También lo es por la transformación de la narrativa realista en una progresión digresiva, fragmentaria, que detiene el tiempo efectivo de la lectura y recompone los valores de la escritura. Así, el texto muestra, de modo deliberado, el carácter oscuro y poliédrico del lenguaje y, en consonancia con él, de la realidad. De la misma forma, la lectura de 'La tierra baldía' exige una atención ducha e informada y puede ser fatigosa porque demanda un alto grado de concentración. Los saltos en la sintaxis de la composición producen una síntesis compleja y provocadora. De esta forma, nos podemos preguntar: 'Ulises' y 'La tierra baldía' ¿son dos galaxias en fusión o una que se parte?
AQ