Un antídoto ineficaz

Ensayo

Mientras sus compañeros de generación obtienen becas y premios y publican en editoriales comerciales, un escritor los mira con recelo, consciente de que él “solo es un náufrago en una isla de ficción”.

"Quiero que me publiquen con tintas de colores y en pasta dura. Pero no hay nada qué publicar". (Generada con DALL E)
Lino Daniel
Ciudad de México /

A Isabel Daniel, en devolución a su atenta lectura

Al iniciar el estudio de la Licenciatura en Ciencia Política, temí que los fundamentos teóricos y lecturas desplazaran los conocimientos que antes había adquirido en mis estudios literarios. Pensaba que los enturbiarían, que serían como una gota de tinta que cae dentro de un vaso de leche. Peor aún, que eliminarían cualquier rastro de esta anterior vocación, ahora como una gota de leche que cae dentro de un tintero. Este temor me hizo elegir como estrategia el auto suministro en dosis pequeñas de un antídoto que fuera capaz de contrarrestar la contaminación entre ambas disciplinas, de tal forma que me dediqué a leer literatura, disciplinadamente, en los momentos de descanso entre las materias de Ciencia Política. El acto cobraba mayor significado al hacerlo en el espacio de El Colegio de Veracruz (Colver), pues la actividad tomaba el cariz de transgresión. Para mí, in mente, era una forma de rebelarme contra mi nueva vocación; era una manera de adentrarme en la selva oscura sin extraviarme como Dante. Era como ir atado a la soga de mis certezas, a la cuerda de lo que he considerado mi única competencia: la literatura.

No obstante, muy pronto quedó claro que mi empresa no solo estaba avocada al fracaso, sino que no tenía razón de ser y caía en un simplismo reprochable. La revelación de esto vino con la relectura de El arte de la fuga, de Sergio Pitol: allí vi que, como él, había entrado sin gafas a una nueva realidad de lecturas y conceptos, y veía al igual que él solo vislumbres, apenas sombras y colores que se diluían entre fosfenos. Pitol, como relata en su crónica-ensayo, se estaba perdiendo de su encuentro con la ciudad de Venecia; yo me estaba perdiendo de leer nítidamente la intelligentia de mi nueva carrera.

La lección de Pitol no paró allí: su mayor axioma se me presentó cuando me reencontré con su manida cita, todo está en todo o todo está en todas las cosas. Entonces, como le sucedió al maestro Sergio, que halló en su maleta los lentes extraviados, yo encontré los míos también a mano. Fue así como, de pronto, en tal libro de ensayos literarios se me presentó una cita de Norberto Bobbio sobre el hombre civilizado, y en equis libro de poemas descubrí, con toda esa rotundidad que encierran los versos que se guardan en la memoria de un lector, que:

Hay adultos que creen que son Napoleón
Napoleón ya adulto
creyó que era Napoleón

Con estos versos concluye el poema “Napoleón” del poeta danés Thomas Boberg, que, en un ejercicio de asociaciones, me recordó lo escrito por Jacques Lacan: “Napoleón no se creía en absoluto Napoleón, porque sabía muy bien por qué medios había Bonaparte producido a Napoleón”. Y tras las palabras de Lacan llegaron los versos que Octavio Paz hizo manar en “Fuente”, para mí dilectos:

Yo no daría la vida por mi vida: es otra mi verdadera historia.

Me quedaba resuelta la contradicción de mi conducta. No debía temer a la contaminación de las disciplinas, ni debía caer en las tentaciones del purismo. En el fondo lo que debía era reconocer que me afectaba el síndrome del impostor y temía ser descubierto. Como Bonaparte, sabía por qué medios había construido al personaje cuya principal característica era la de ser un “literato”, un joven aspirante a escritor, cuya verdadera historia estaba oculta entre las ficciones egomaníacas que yo mismo me contaba y que la realidad disolvía al romper como olas en la costa de mi imbecilidad.

Maurizio Ferraris, en su ensayo sobre la imbecilidad, recoge lo observado por Ortega y Gasset, y apunta: “al hombre razonable (perspicaz) lo atormenta permanentemente la sospecha de ser un imbécil y ve abrirse ante sí el abismo de la imbecilidad (estulticia), mientras que el imbécil se siente orgulloso de sí mismo.” Mi disciplinado remedio de lecturas con el que buscaba contrarrestar que se diluyeran mis “conocimientos literarios”, estaba visto, era un placebo con el que mitigaba los síntomas de mi imbecilidad. Recordé de inmediato cómo en mi paso por la carrera de Letras Españolas una de mis maestras comentó, tras la lectura de uno de mis escritos, lo mucho que le recordaba al conserje del Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias al que ella estaba adscrita, pues dijo que, así como él, yo utilizaba palabras rimbombantes para estar más ad hoc, yo dentro de la escritura reflexiva y académica y él (el conserje) entre los sesudos investigadores del instituto. Señalaba así que ambos éramos simuladores, y yo por lo pronto, un imbécil que se hacía pasar por ilustrado.

La claridad se derramó como el vaso de leche que se desprende de la mano y, con la misma violencia que el cristal rompe su unidad al choque, reventó contra el suelo de mis certezas. ¿El cambio de disciplina obedecía a las fuerzas del miedo a ser descubierto como un farsante que un día entró en el “medio literario” local, más por suerte que por talento, tal como el asno que tocó la flauta, y ahora renunciaba a él antes de que se descubriera el engaño?

Antes había fincado mis motivos al cambio de disciplina en una especie de llamado aptitudinal. Tenía presente la visión metafísica de Octavio Paz sobre el hallazgo de la vocación, lo que el poeta consideraba el descubrimiento de ese instante fundacional en el que acontece un nuevo nacimiento y se dota de un nuevo nombre para quien llega a él. Ahora estaba visto que la búsqueda de ese nuevo nacimiento guardaba dentro de sí la intención de la muerte a una vida anterior, la renuncia a ese nombre que había llegado otrora a mí con la promesa del éxito profesional y el talento literario: no se trataba de un renacimiento pues, más bien de una reencarnación. Sobre las esquirlas de esa promesa rota nacieron, ya no me queda duda, las razones que me hicieron mudar de piel; ahora volvía a mí la recomendación que me hizo un antiguo benefactor que premió mis esfuerzos con una beca de formación literaria y que tras la conclusión del periodo formativo y posible renovación del estipendio, con mucha seriedad y desencanto por mi trabajo, me dijo:

“Debes considerar si REALMENTE te quieres dedicar a la escritura”.

El consejo de este mecenas sumó a la frustración que fui macerando en silencio en el sótano de mi consciencia; me embargó ese “íntimo recelo de los gestos a esbozar, una timidez intelectual de las palabras que decir. Todo me [parecía] anticipadamente frustrado.” Me volví incapaz de teclear dos o más palabras que en conjunto tomaran sentido y gracia. Ahora mismo al recorrido de estas palabras reconozco la torpeza de mis movimientos y la insuficiencia de la motricidad y la nula agilidad mental.

En “El fracaso como círculo virtuoso”, el escritor argentino Sergio Chejfec dice: “No es fácil definir al fracaso. Me parece más gráfico decir que es un horizonte, o en general más bien un paisaje. Ambos, horizonte y paisaje, se despliegan siempre de manera variable”.

Entendido así, el fracaso fue ese prematuro destino manifiesto que se abrió como un horizonte vertical rompiendo la que creí sempiterna mañana de ilusiones y esperanzas; tras esa ruptura, una epifanía llegó a mí en la madrugada, la parálisis intelectual y la sequía de talento me hizo darme cuenta que “era necesario rendirse a la evidencia o a la videncia de que uno [yo], […] seguía siendo en rigor, casi en rigor mortis, un escritor en ciernes, esto es un escritor que había prometido mucho y que había seguido prometiendo y prometiendo, aunque cada vez menos violentamente, y que ahora…” no encontraba otro camino más que la serena entrega al naufragio de esa vocación fallida. Fue así como, en ese momento en que la luz iluminó la montaña y la ciudad comenzó a deslagañarse de su neblina, parado frente al ventanal en camiseta sport y trusa, sintiendo el aire frío de la madrugada en las canillas, me imaginé a mí como el Caminante frente al mar de nubes, de Caspar David Friedrich, mirando mi horizonte, mi paisaje, mi fracaso, o como el Napoleón de François-Joseph Sandmann, contemplando la frontera imperial donde el cielo y el mar se tocan, de pie sobre su pretil de piedra en un peñasco de su prisión insular.

He olvidado la fuente donde leí el relato que contaba la ocasión en que el cautiverio en Santa Elena o antes, en Santa Elba, hizo que Napoleón buscara el desenlace de su vida en el fondo de una ampolleta de veneno. La dosis que el pequeño corso había ingerido era superior a la que causaría la muerte de cualquier hombre; Napoleón se sabía superior a cualquier hombre y duplicó la dosis ingerida con tal de garantizar su efecto. Para suerte del antiguo emperador, su cuerpo en lugar de asimilar el veneno lo rechazó inmediatamente a través del vómito. De tal forma que Napoleón no pudo entonces derrotar a Napoleón.

La dosis de lecturas que me receté y me suministré pertinazmente en medio del auditorio del colegio no era transgresora de ninguna manera. Apenas y me preguntaron alguna vez por el título de uno de los libros que pasó por mis manos, menos hicieron algún comentario cuando mencioné los nombres de las autoras y autores que frecuentaba entonces. Y alguien, sin maldad (espero), incurrió en el extremo de recomendarme como lectura un morigerado pastiche de López Obrador (es preferible olvidar el título), aunque el desatino me condujo a la lectura de la La traición de los intelectuales de Julien Benda, que me hizo entender y temer de los días de discordia, polarización y autoritarismo que iban sumiendo al país en un abismo tropical y miserable; un sumidero que tenía su correlato en infiernitos locales y su parodia en el ambiente pseudo cultural de la ciudad y en los espacios universitarios del estado.

El supuesto cuidado que puse a la contaminación de disciplinas, lo he dicho antes, no surtió más beneficio que el vómito de la verdad y la revelación del fracaso en mi anterior vocación, así como la cobardía de enfrentar una anunciada realidad. Sentado e inmóvil en el escritorio de mi oficina, vi cumplidos en la vida de los otros los parabienes que hubiera deseado en mi vidita de literato —la publicación de los libros de algunos miembros de mi generación y los premios que supieron reconocer sus trabajos—, vistiendo de verde envidia el marasmo en el que me encontraba.

Me fui envenenando con las noticias que las redes sociales iban acercando hasta la playa de mi ínsula de fracaso: tres excompañeros ganaron premios Bellas Artes, otra más el cuantioso Sor Juana del Estado de México, una más el Aguascalientes de poesía, uno el Pacheco de la UdeG y la FIL; aquella era incluida en la lista de la revista Granta en español y aquel otro se iba al Hay Festival. Luego vinieron las ediciones de los libros de todos ellos, primero en los sellos del Estado y luego en los comerciales: Almadía, Sexto Piso, Seix Barral y hasta Alfaguara. Yo por lo pronto guardaba en el Dropbox tres tristes textos que una vez tuvieron la intención de formar parte de un libro sobre elefantes. Cada tanto abría uno de ellos, lo releía, quitaba y ponía una coma, y con ello me era suficiente para decir que me encontraba preparando mi antología de ensayos. “Llevo años diciendo eso sin escribir una palabra. Tal vez es mi forma de sentir que mi vida está ‘en marcha’, en vez de ser un pedacito de ceniza que cae de un cigarro encendido”, pero la realidad se impone en la noche, ineludible, justo cuando las luces se apagan y la cabeza sobre la almohada empieza a deambular por un territorio de fango, es entonces cuando reconozco que no hay ni habrá tal libro, pues la parálisis me domina, y que ahora solo puedo componer párrafos sujetos por las palabras de los otros, que compongo mi estilo en un no estilo; me pondré una camiseta que diga: “se hacen collage de citas”. Quiero ser avant garde, el más moderno de los modernillos y que me publiquen con tintas de colores y en pasta dura. Pero no hay nada qué publicar. Termino siendo la ceniza de un cigarro barato que no supo ni a pena ni a gloria en la boca de un mamador con pretensiones literarias que fracasó en sus intentos y que ahora cada media mañana de los sábados, en el auditorio de butacas vacías del Colver, lee en silencio líneas que no entiende creyendo que con esto no perderá la única de sus certezas, una que encima es falsa: que él es un literato, un protagonista de un mundillo que lo desconoce. Pero él solo es un náufrago en una isla de ficción, rodeado como Napoleón, de muros tapizados de arsénico, envenenándose paulatinamente dentro la casa que él mismo ha levantado con la argamasa del autoengaño.


[1] Lacan, Jean (2008). Acerca de la causalidad psíquica. En Escritos1, Buenos Aires: Siglo Veintiuno.

[2] Ferraris, Maurizio (2018). La imbecilidad es cosa seria. España: Alianza Editorial.

[3] Pessoa, Fernando (2013). El Libro del desasosiego (edición de Richard Zenith, trad. Perfecto E. Cuadrado). España: Acantilado

[4] Chejfec, Sergio (2008). “El fracaso como círculo virtuoso”. Disponible en: http://www.parabolaanterior.wordpress.com/2008/01/13/el-fracaso-como-circulo-virtuoso/ (consultado el 10 de agosto de 2012).

[5] De la Colina, José (2022). “La Vocación y la Vidita Literarias”, en Laberinto (MILENIO). Disponible en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto/la-vocacion-y-la-vidita-literarias(consultado el 20 de diciembre de 2022).

[6] Nelson, Maggie (2020). Bluets. Traducción de Isabel Zapata. Chile: Jámpster libros.

Lino Daniel estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la UV. Fue becario de la FLM. Actualmente es beneficiario del PECDA Veracruz en la categoría Jóvenes Creadores, por el género de poesía.

AQ

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