Por Iván Andrés Beltrán Santiago
Fotos de Alejandro Huerta Gómez
El movimiento circular de su brazo derecho hasta terminar con la mano en forma de látigo, acompañado de un fuerte susurro, bastaba para saber que había que perfeccionar la patada lateral y meter muy bien el empeine. Esta forma tan particular del maestro Alejandro Huerta de enseñar las artes marciales, desde mediados de los ochenta, era lo que atraía a los jóvenes universitarios principalmente, a practicar esta disciplina.
En una especie de Periférico a la hora pico, frecuentemente las clases de kung fu se veían interrumpidas por el cruce de los practicantes de gimnasia con quienes se compartía el lugar, lo que obligaba a reacomodarse en el pequeño gimnasio universitario.
Técnicas como las de la película El maestro borrachón, Alejandro Huerta las enseñaba a sus alumnos avanzados. Para quienes comenzábamos, verlo pararse en un pie mientras estiraba el otro hacia el cielo haciendo una línea totalmente paralela era espectacular.
Aunque ya tenía entrenamiento desde su natal Veracruz, llegó como principiante a las clases de artes marciales de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca (UABJO). Como el profesor faltaba frecuentemente, sus compañeros, viendo que él ya traía cierta formación, le pedían que les diera clases. Finalmente, el maestro se fue y él tomo su lugar. Otro maestro observó su trabajo y lo invito a capacitarse en la Ciudad de México, donde después de tres años se acreditó como maestro de artes marciales y regresó para incorporarse formalmente a la UABJO.
Algunos de sus alumnos han llegado a abrirse paso en el mundo de las artes marciales hasta competir a nivel internacional, otros han abierto sus propias escuelas. Una de sus alumnas, con quien por cierto nadie quería entrar en combate por la fama de sus potentes patadas, es hoy su esposa, juntos tienen tres hijos con los cuales hacen un gran equipo de trabajo.
Gracias a su familia pude acercarme y conversar con él, quien es sordomudo.
El día de nuestro encuentro en el gimnasio tenían ya acomodadas unas sillas, una de ellas de espaldas a un gran ventanal que da a la calle, por lo que el área de entrenamiento me quedaba de frente. A mi izquierda estaba la entrada y a la derecha una estructura metálica de la que colgaba un enorme costal que era golpeado por una joven estudiante, a la cual el maestro le daba las últimas instrucciones. Ella está bien rankeada en tae kwon do, tiene combates próximamente y entrena con ahínco porque quiere mejorar su técnica.
A mi izquierda se sentaron su esposa y su hijo Alejandro, el maestro se quedó parado al frente. Aunque es posible comunicarse perfectamente con él, el apoyo familiar hizo más fluida la conversación.
“Cuando tenía nueve meses de edad, debido a un golpe, se me rompieron los tímpanos. Quedé sordo, a pesar de esto me considero una persona normal, es más, superior —dice el maestro Huerta—. Muchas personas que escuchan sólo se basan en el ruido, yo en la observación, siempre observo todo lo que veo. Viniendo de una familia veracruzana, en la que hablan mucho además de ser muy léperos, sobre todo muy expresivos, aprendí a leer los labios además siempre me ha gustado trabajar y hacer amigos, por medio de ellos también aprendí a leer los labios y comunicarme mejor”.
En una especie de monólogo, el maestro continúa:
“Aunque a mi familia le gustaba el deporte y tenía una tía que era muy buena boxeando, yo no sabía pelear, mi mamá no me dejaba practicar deportes de contacto. Un día, por defenderme de quienes me dijeron ‘mudito’, me dieron un golpe en los testículos; eso me hizo aprender box a escondidas de mi mamá, de la misma manera aprendí full contact. Como no me dejaban salir ni tener novia por temor a que la fuera a embarazar, desquitaba mi enojo con un costal que tenía en casa, desarrollando mi técnica personal. Me ponía a ver películas de Jackie Chan y Bruce Lee, y observándolos aprendí su técnica y movimientos”.
El maestro ha vivido diversas aventuras, algunas de ellas divertidas y otras peligrosas.
Recuerda: “Un golpe a mi situación económica me forzó a cumplir otro de mis sueños: viajar. Con un compadre me fui para el otro lado, como ya tenía experiencia en escabullirme, llegué hasta San Francisco, donde me metí a peleas clandestinas con apuestas; en las primeras, le pagaban 500 dólares al vencedor, pero yo avancé al siguiente nivel en el que ganaba mil dólares. Como había aprendido jiu jitsu, que es pelear en piso, fui subiendo hasta la última categoría, en la que pagaban cinco mil dólares, pero ya no participé porque me tuve que regresar a México”.
Con orgullo rememora aquellos días y las circunstancias de su retorno a nuestro país:
“Siempre he sido muy metiche, y cuando no me tocaba pelear, iba a observar los combates de los pesados, que eran unos peleadores enormes. Mientras descansaban, yo les decía: ‘te falta esto, te falta lo otro’, se los decía con señas pero me entendían, ejecutaban mis indicaciones y ganaban. Eran peleadores callejeros, no tenían técnica, así que me buscaron como su maestro; un tiempo le di clases, pero era un ambiente muy pesado. Me regresé dejando todo porque iba a nacer mi hija y no quería que estuviera sin padre, además tenía mi trabajo en la Universidad y el proyecto de mi gimnasio”.
Después de la plática, me despedí del maestro Alejandro Huerta con la certeza de que es un hombre que siempre estudia, que siempre está observando.
Texto escrito en el Taller de Crónica: teoría y práctica, organizado por Hacedores de Palabras 2021
ÁSS