Te confieso que lo primero que me viene a la mente cuando alguien habla de amor es La invención de Morel, esa extraordinaria novela corta y cortante, donde Adolfo Bioy Casares cuenta una historia de fantasmas que se aparecen a un pobre náufrago, al tiempo que nos ofrece una imagen de esa ilusión que llega al principio de las relaciones románticas. Pocos narradores han dicho tanto sobre el amor con tan pocos fantasmas.
Luego están las novelas que hablan del fin doloroso y abrupto, el momento en que los romances terminan antes de empezar. Tomemos El conde de Montecristo, por ejemplo. Un marinero honrado y trabajador, a punto de casarse con la mujer de su vida, es acusado de conspiración por sus rivales y condenado a prisión perpetua. Contra todo pronóstico, el héroe consigue escapar, obtiene una gran fortuna y regresa a recuperar su amor y a vengarse de sus enemigos. Mas cuando por fin encuentra a su amada Mercedes, esta no lo reconoce, primero, y se niega a seguirlo en su afán de odio y muerte, después. Un desencuentro muy similar tiene lugar tanto en la Ilíada como en la Odisea, cuando vemos a Helena, arrastrada por Paris, o a Penélope, que espera a Ulises. Ni una ni otra, luego de diez o veinte años de separación de su primer esposo, viven cegadas por ese tierno amor adolescente que le tuvieron a la pareja inicial. Más bien han puesto los pies en la tierra y ven con simpatía lo que sintieron en ese primer romance, pero luego examinan la realidad que viven y toman las decisiones necesarias para sobrevivir en circunstancias terribles. No permiten que ninguna idea disparatada, y por supuesto, no la idea del amor loco, las lleve a la muerte.
Lo más asombroso es que, a diferencia de lo que espera la sociedad, las novelas de amor no cuentan la misma historia. En el continente de la novela sentimental hay ríos muy diversos, todos poderosos, habituados a seguir rumbos muy diferentes: hay quien se ve arrastrado por la ilusión del amor según la cuentan Tolstoi, Stendhal, Akutagawa, Breton o Ray Bradbury; hay quien comete locuras grandiosas con tal de alcanzar ese sueño, según los libros de Paul Bowles, Milan Kundera, Italo Calvino, Alessandro Baricco, Philiph Roth o la inigualable Carson McCullers. Otros viven desastres de pareja tan divertidos como los que cuentan con gracia inimitable Martin Amis, Nick Hornby o Julian Barnes. A algunos les toca descubrir los engaños del amor o el lado oscuro del corazón, como podemos apreciar en las novelas de Hammet, Chandler, Highsmith, James M. Cain, Marçal Aquino y otros soberbios autores policiacos. Nada se les puede reprochar a estos personajes: que tire la primera piedra quien no ha deseado vivir un amor como los que narran Sandor Marai o Romain Gary, o bien, aquel que nunca se ha conmocionado ante los riesgos que ofrece la pasión tal como la cuentan Toni Morrison, Margaret Atwood o Kazuo Ishiguro.
No hay dos novelas románticas iguales. Sea que pongan el acento en el embeleso ante una persona desconocida, en la idealización absoluta, la química volcánica y pasional, que arrastra con el poder de un deslave, en los obstáculos que el mundo pone a esa relación, o bien en la fascinación que se siente por una persona a lo largo del tiempo, los celos sin medida —o no serían celos—, la obsesión posesiva que conduce a lo criminal, las razones por las que se agota un noble sentimiento, y, por supuesto, los actos heroicos que merece la persona amada.
Porque son capaces de darle voz a personajes confundidos para que cuenten una historia larga, llena de misterios y pasiones de principio a fin, porque la ilusión de una vida mejor y la aspiración a alcanzarla parecen encontrarse a gusto entre sus páginas, las novelas sentimentales funcionan mejor que ninguna otra forma de la literatura cuando se trata de hablar de las sorpresas e inquietudes que acompañan a la búsqueda del amor. Mientras los poemas nos sorprenden con sus fulgores de belleza o desolación, de sabiduría o intensidad, de hondura o ternura, las novelas ponen dos sillas en una terraza, una para el lector, otra para el autor, nos ofrecen una confesión devastadora, que por su originalidad y contundencia nos sorprenden de principio a fin y nos convencen de que es posible vivir de otro modo: las novelas de amor nos empujan a vivir nuevas historias. Y mientras cuentan esa aventura, se parecen a la vida en la medida en que nos recuerdan, como sostenía el cónsul Geoffrey Firmin, que el amor será lo más parecido que hay a un delirio alcohólico, pero es uno de los ingredientes esenciales de esta vida: “No se puede vivir sin amor”.
En las novelas de amor imposible, el tiempo en que conviven los enamorados es muy poco: el romance estalla cuando dos seres solitarios, en busca de un ideal, se perciben uno al otro. Un día se conocen por error: quizás uno roza la piel del otro por un instante, las miradas se encuentran y brota el amor, pero el mundo se interpone entre ellos. A partir de ese instante, este tipo de novelas son un recuento de los obstáculos que los enamorados deben enfrentar para volver a estar juntos. Si estas novelas están bien escritas, uno puede constatar que el tiempo efectivo que pasan juntos los amantes es realmente muy poco. Apenas unas cuantas horas, o días, a lo largo de los años. Para que el romance sea inolvidable, uno de los dos enamorados debe desaparecer de modo irremediable y definitivo, como ocurre en La nieve del almirante, Las batallas en el desierto, El animal moribundo. En estos casos veremos de lo que es capaz un personaje por encontrar o multiplicar eso que siente con tanto fervor. A menor tiempo juntos, mayor altura del deseo. Las pruebas abundan, si examinamos las novelas de amantes legendarios y el tiempo que gozaron juntos. Dafnis y Cloe: una. Helena y Paris: una. Eneas y Dido: una. Vizconde de Valmont y Marquesa de Merteuil: cero. Vizconde de Valmont y Madame de Tourvel: una. Emma y Charles Bovary: un párrafo. Florentino y Fermina, en El amor en los tiempos del cólera: una página. Pedro Páramo y Susana San Juan: cero. La invención de Morel: cero. Seda: cero. El último encuentro: cero.
Para que la ilusión del amor sea convincente en una novela debe ser apenas entrevista y huir, como ocurre con los más convincentes de entre todos los fantasmas.
AQ