Un cuarto propio

Libros

En la traducción de Jorge Luis Borges, ofrecemos un fragmento del célebre ensayo feminista publicado en octubre de 1929, que la editorial Lumen ha vuelto a poner en circulación.

Portada de la nueva edición de 'Un cuarto propio', editada por Lumen. (Cortesía)
Laberinto
Ciudad de México /

Pero, dirán ustedes, nosotros le pedimos que hablara sobre las mujeres y la novela, ¿qué tendrá eso que ver con un cuarto propio? Intentaré explicarlo. Cuando me pidieron que hablase sobre las mujeres y la novela, me senté en la orilla de un río y me puse a pensar lo que esas palabras querrían decir. Podían significar simplemente unas observaciones sobre Fanny Burney, otras sobre Jane Austen, un tributo a las Brontë y un esbozo de la casa parroquial de Haworth bajo la nieve, algunas eventuales ironías sobre Miss Mitford; una respetuosa alusión a George Eliot, una referencia a Mrs. Gaskell, y asunto concluido. Pero repensándola bien, la empresa no me pareció tan sencilla. El tema “Las mujeres y la novela” puede querer decir, y ustedes pueden querer que quiera decir, las mujeres y lo que parecen; o si no las mujeres y las novelas que escriben, o tal vez las mujeres y las novelas que se escriben sobre ellas, o esas tres cosas inextricablemente mezcladas, y esto último puede ser lo que ustedes quieren que estudie.

Pero, al disponerme a adoptar esa interpretación, que me parecía la más interesante de todas, pronto advertí que tenía una desventaja fatal. Nunca podría llegar a una conclusión. Nunca podría cumplir lo que es, entiendo, el primer deber de un conferenciante: ofrecerles después de una hora de charla una pepita de verdad pura, que ustedes envolverían en las hojas de sus libretas y guardarían eternamente sobre el mármol de la chimenea. Solo puedo ofrecerles una opinión sobre un tema menor: para escribir novelas, una mujer debe tener dinero y un cuarto propio; y eso, como ustedes verán, deja sin resolver el magno problema de la verdadera naturaleza de la mujer y la verdadera naturaleza de la novela.

He eludido el deber de arribar a una conclusión; las mujeres y la novela son dos problemas que no he resuelto. Pero en compensación trataré de mostrarles cómo he llegado a esa opinión sobre el dinero y el cuarto propio. Voy a desarrollar ante ustedes, con toda la plenitud y franqueza posibles, el proceso mental que me condujo a ella. Si expongo las ideas o los prejuicios que respaldan esa tesis, ustedes acabarán por reconocer que ellas tienen alguna relación con las mujeres y la novela. Sea lo que fuere, cuando un tema es muy discutible —y cualquier tema donde interviene el sexo lo es—, nadie puede esperar decir la verdad. Solo es posible referir de qué modo se llega a una opinión. Solo es posible dar al auditorio la oportunidad de formarse opiniones individuales, al observar las limitaciones, los prejuicios, las idiosincrasias del conferenciante. En este caso, los hechos son menos verdaderos que la ficción. Por eso, aprovechando todas las libertades y licencias del novelista, les contaré la historia de los dos días que precedieron a mi llegada: cómo, agobiada por el peso del tema que ustedes han cargado sobre mis hombros, lo repensé y lo entreveré con mi vida diaria. No preciso decir que lo que voy a describir no tiene existencia: Oxbridge es una invención, Fernham también, “yo” no es más que un símbolo cómodo para alguien que no existe realmente. De mis labios fluirán mentiras, pero tal vez se mezclará con ellas alguna verdad; a ustedes les toca buscar esta verdad y resolver si vale la pena guardarla. Si no, claro que arrojarán el conjunto al canasto de los papeles y lo olvidarán para siempre.

Ahí estaba yo (díganme Mary Beton, Mary Seton, Mary Carmichael, o el nombre que se les antoje —todo es igual—), sentada a la orilla de un río, hace un par de semanas, en el hermoso tiempo de octubre, absorta en mi pesar. Ese yugo de que les hablé —las mujeres y la novela, la obligación de resolver de alguna manera un problema que despierta tantas pasiones y prejuicios—, doblaba mi cabeza hacia el suelo. A derecha e izquierda, unas malezas coloradas y de oro brillaban con un tinte de fuego, y hasta parecían arder con un calor igual. En la ribera opuesta lloraban los sauces en perpetua lamentación, la cabellera desatada sobre los hombros.

El río reflejaba lo que quería de cielo y puente y árboles ardiendo, y cuando el estudiante había deslizado su bote por los reflejos, éstos se juntaban de nuevo, absolutamente, como si él no hubiera existido nunca. Ahí, mientras las horas giraban en el reloj, uno podía ensimismarse en su pensamiento. El pensamiento —para darle un nombre más orgulloso del que merecía— había hundido su línea en la corriente. Oscilaba, minuto tras minuto, de un punto a otro entre los reflejos y los yuyos, dejándose levantar y hundir por el agua, hasta —ustedes ya conocen el tironcito— la brusca aglomeración de una idea en la punta del aparejo, y después la subida cautelosa y la cuidadosa atracción. Ay de mí, qué insignificante y pequeño parecía ese pensamiento mío en el césped: el pez que un buen pescador restituye al agua para que engorde, y algún día valga la pena cocinarlo y comerlo. No quiero molestarlos ahora con ese pensamiento; si se fijan bien, ya lo descubrirán en lo que diré.

Pero por pequeño que fuera, tenía sin embargo esta propiedad misteriosa: restituido a la mente, se transformó de golpe en algo muy interesante y preciso, y al hundirse y dardear y zigzaguear y chisporrotear, promovió tal remolino de ideas que me fue imposible estar quieta. Fue así como me encontré caminando con suma rapidez por un cantero de césped. Inmediatamente la figura de un hombre se me cruzó. Al principio no comprendí que esas agitaciones de un objeto rarísimo, con un frac y camisa de etiqueta, se dirigían a mí. Su cara manifestaba indignación y horror. El instinto más bien que la razón vino en mi ayuda: él era un bedel; yo una mujer. Éste era el césped; aquél, el camino. Solo el Profesorado y el Magisterio pueden andar por aquí; el pedregullo es mi lugar. Esos pensamientos fueron la obra de un instante. En cuanto regresé al camino, los brazos del bedel descendieron, la cara se calmó, y aunque mejor es pisar césped que pisar pedregullo, nada irreparable había sucedido. La única querella que yo pude haber entablado contra el Profesorado y el Magisterio de aquel colegio era que para proteger su césped, alisado durante trescientos años, habían espantado mi pescadito.

No puedo recordar cuál fue la idea que me impulsó a esa violación. El espíritu de la paz descendió del cielo como una nube, porque si el espíritu de la paz habita en algún lado, es en los patios y en los atrios de Oxbridge, una mañana hermosa de octubre. Caminando por esos colegios a través de esas viejas aulas, toda la aspereza del presente parecía alisada; el cuerpo estaba como guardado en una milagrosa vitrina impenetrable a cualquier sonido, y la mente, libre de todo contacto con los hechos (salvo que se volviera a pisar el césped), podía serenamente emprender la meditación que concedía con el momento. Quiso el azar que el recuerdo perdido de un antiguo ensayo sobre una visita a Oxbridge en las vacaciones me hiciera pensar en Charles Lamb —en Saint Charles, como dijo Thackeray, poniendo sobre su cabeza una carta de Lamb—. La verdad es que de todos los muertos (les doy mis pensamientos como fueron llegando), Lamb es el más simpático; es aquel a quien yo habría querido decir: “Cuénteme cómo escribió sus ensayos”. Sus ensayos aventajan aun a los de Max Beerbohm, pensé, con toda su perfección, por ese inexplicable destello de imaginación, por esa grieta genial o relámpago que los raja por la mitad y los deja imperfectos y mutilados pero constelados de poesía. Hará cien años que Charles Lamb vino a Oxbridge. Lo cierto es que compuso un ensayo —el nombre se me escapa— sobre un manuscrito de Milton que leyó aquí. Era tal vez el Lycidas, y Lamb se escandalizó de que cualquier palabra del Lycidas pudo no haber sido la misma que ahora es. Le parecía un sacrilegio que Milton se atreviera a modificar las palabras de aquel poema. Esto me llevó a recordar lo que pude del Lycidas y a distraerme en adivinar qué palabra corrigió Milton y por qué motivo. Entonces recordé que el manuscrito revisado por Lamb distaba apenas unos centenares de yardas, de modo que se podían repetir a través del patio los pasos de Lamb hasta la biblioteca famosa donde está guardado el tesoro. Además, recordé al poner ese plan en ejecución, en esa biblioteca famosa también se guarda el Esmond, manuscrito de Thackeray. Los críticos repiten que Esmond es la novela más perfecta de Thackeray. Pero si no me engaño, el estilo afectado con su remedo del siglo XVIII resulta incómodo, salvo que la manera dieciochesca fuera natural en Thackeray —hecho que se podría verificar mirando el manuscrito y comprobando si los cambios son de contenido o de estilo—. Pero antes habría que determinar cuál es el contenido, cuál el estilo, problema que...; pero ahí estaba yo, en la puerta misma de la biblioteca. Debo de haberla abierto, porque inmediatamente surgió, como un ángel guardián, vedando el camino, con una agitación de ropaje negro en lugar de alas blancas, un caballero suplicante, plateado y bondadoso, que deploró en voz baja, al despedirme, que la entrada a la biblioteca solo fuera permitida a señoras acompañadas por un profesor del colegio o provistas de una carta de presentación.

Que una mujer haya maldecido una biblioteca famosa es asunto del todo indiferente a la biblioteca famosa. Tranquila y venerable, con sus muchos tesoros guardados en su seno con triple llave, duerme con majestad y puede, por mi parte, seguir durmiendo así para siempre. Nunca despertaré esos ecos, nunca volveré a postular esa hospitalidad, juré indignada al bajar los escalones. Faltaba una hora para el almuerzo, ¿qué iba yo a hacer? ¿Vagar por el parque?, ¿sentarme en la ribera? Indiscutiblemente era una hermosa mañana de otoño; las hojas coloradas caían sin el menor apuro a la tierra, me daba lo mismo hacer una cosa o la otra. Pero a mis oídos llegó una música. Algún servicio religioso o función estaba celebrándose. Cuando pasé junto a la puerta de la capilla, el órgano se quejaba magníficamente. En ese aire sereno, la pena del cristianismo era más el recuerdo de una pena que una pena presente, y hasta el rezongo de aquel órgano antiguo estaba saturado de paz. Yo no tenía ganas de entrar ni tal vez el derecho, y esta vez el sacristán podía detenerme, pidiéndome, quizá, la fe de bautismo, o una presentación firmada por el Deán. Pero el exterior de estos espléndidos edificios suele no ser menos hermoso que el interior. Además, era bastante divertido espiar a la multitud de los fieles, entrando y saliendo, atareados en la capilla como abejas en la boca de la colmena. Muchos iban de capa y birrete; algunos con estolas de piel sobre los hombros; otros llegaban en sillas de ruedas; otros, aunque no habían pasado la cuarentena, estaban arrugados y aplanados en formas tan extrañas que hacían pensar en los cangrejos gigantes que se arrastran penosamente sobre la arena de un acuario. Al recostarme contra el muro, la universidad me parecía un santuario donde se conservan especies raras que se extinguirían muy pronto si tuvieran que luchar por su vida en el asfalto del Strand. Cuentos viejos de viejos decanos y viejos deanes volvieron a mi mente, pero antes de que yo juntara coraje para silbar —se susurraba que al oír un silbido el viejo profesor X salía inmediatamente al galope—, la venerable congregación había entrado. Me quedaba el exterior de la capilla. Como es sabido, sus elevadas cúpulas y pináculos se pueden ver, iluminados de noche y visibles por leguas a la redonda, desde las sierras, como un velero que siempre viaja y no llega nunca. Antaño, verosímilmente, este patio, con sus canteros lisos de césped, sus edificios sólidos y la misma capilla no eran más que un pantano, donde se agitaban los pastos y hocicaban los cerdos.

Yuntas de bueyes y de caballos, pensé, debían de haber arrastrado en carros la piedra desde lejanos condados, y luego, con trabajo infinito, los bloques grises a cuya sombra estaba yo fueron apilados unos encima de otros, y después los pintores llevaron cristal para las ventanas, y los albañiles estuvieron atareados siglos y siglos en aquel techo con masilla y mezcla, palas y picos. Todos los sábados, alguien había volcado un bolsón de oro y plata en sus puños antiguos, porque es de imaginar que en las tardes tenían su cerveza y sus bochas. Un inacabable río de oro y plata, pensé, debió haber fluido en ese patio perpetuamente para que siguieran llegando las piedras y trabajando los albañiles: para nivelar, para zanjar, para cavar y para drenar. Pero aquella era la época de la fe, y se derramaba dinero liberalmente para levantar esas piedras sobre un cimiento sólido, y cuando fueron levantadas las piedras, fluyó más dinero de los cofres de reyes y de reinas y de grandes nobles para que finalmente allí se cantaran himnos y aprendieran los estudiosos.

Tierras fueron cedidas; se pagaron diezmos. Y cuando pasó la época de la fe y llegó la época de la razón, prosiguió el río de oro y plata: se dotaron becas, se fundaron cátedras, solo que el oro y la plata ya no fluían de los cofres del rey, sino de las arcas de industriales y mercaderes, de la cartera de hombres que habían hecho, digamos, una fortuna con la industria y devolvían buena parte en sus testamentos para más cátedras, más cursos, más becas en la universidad donde habían aprendido su oficio.

De ahí los laboratorios y bibliotecas; los observatorios; la espléndida instalación de instrumentos costosos y delicados, que ahora están en vitrinas, donde hace siglos se agitaban los pastos y hocicaban los cerdos. Ciertamente, al recorrer el patio, el cimiento de oro y de plata me parecía muy profundo: el pavimento ahogaba con solidez el pasto silvestre. Hombres con bandejas en la cabeza se atareaban de escalera en escalera. En las macetas de los balcones florecían charros capullos. De las habitaciones interiores salían acordes de fonógrafo. Era imposible no pensar: el pensamiento, fuera el que fuere, se cortó. Sonó el reloj. Era la hora de buscar el almuerzo.

Es un hecho curioso que a los novelistas les gusta hacernos creer que los almuerzos son invariablemente memorables por algo graciosísimo que se dijo, o algo muy prudente que se hizo. Pero es raro que concedan una palabra a lo que se comió. Forma parte de la convención novelística no hablar de sopa ni de salmón ni de patos, como si la sopa y el salmón y los patos carecieran de importancia; como si nadie hubiera fumado un cigarrillo o bebido un vaso de vino. Ahora, sin embargo, me tomaré la libertad de desafiar esa convención y de contarles que unos lenguados inauguraron ese almuerzo, unos lenguados sumergidos en una fuente honda, sobre los cuales el cocinero del colegio había extendido una capa de blanquísima crema, aunque la jaspeaban borrones pardos como las manchas en el pelo de una cierva. Después llegaron las perdices, pero si esto sugiere una yunta de pájaros pelados y pardos en una fuente, mucho se equivocan. Las perdices, varias y múltiples, llegaron con su debida escolta de salsas y ensaladas, las picantes y las dulces, todas en orden; sus papas, finas como fichas pero no tan duras; sus repollitos brotados como botones de rosa pero más suculentos. Y no bien hubimos cumplido con el asado y su escolta, el silencioso servidor, quizá el mismo bedel en una encarnación más tranquila, erigió, festoneado de servilletas, un postre que nació todo azúcar de las olas. Llamarlo budín y vincularlo con arroz y tapioca sería un insulto. Mientras tanto, las copas de vino se habían sonrojado y dorado; vaciado y colmado. Y de ese modo se encendió gradualmente, en mitad de la médula que es el asiento del alma, no esa dura lucecita eléctrica que llamamos brillo y que entra y sale de los labios, sino aquel otro más profundo, sutil y subterráneo resplandor que es la rica llama amarilla del trato racional. A qué apurarse. A qué chispear. A qué ser otro y no uno mismo. Todos vamos juntos al cielo y nos acompaña Vandyck: en otras palabras, qué buena parecía la vida, qué gratas sus recompensas, qué trivial esa queja o aquel rencor, cuán admirables la amistad y la sociedad de los semejantes, mientras al encender un buen cigarrillo uno se hundía entre los almohadones del asiento de la ventana.

Si la casualidad me hubiera deparado un cenicero, si a falta de cenicero no hubiera tirado la ceniza por la ventana, si las cosas hubieran sido algo distintas de lo que fueron, yo verosímilmente no habría visto un gato sin cola.

La vista de ese abrupto y mutilado animal atravesando cautelosamente el patio alteró mi tono emocional, por algún azar inconsciente. Fue como si alguien hubiera corrido una cortina. Tal vez el excelente vino del Rhin estaba aflojando. Lo cierto es que al mirar al gato rabón detenerse en mitad del césped como si él también interrogara el universo, algo faltaba, algo me pareció distinto. Pero ¿qué faltaba, qué era distinto?, me pregunté, oyendo la conversación. Y para responder a esa pregunta, tuve que imaginarme fuera del cuarto, restituida al pasado, antes de la guerra, y tuve que proponer a mis ojos el simulacro de otro almuerzo servido en unas habitaciones no muy lejanas de ésta; pero distinto. Todo era distinto. Mientras tanto seguía la conversación entre los comensales, que eran muchos y jóvenes, unos de un sexo, otros de otro; seguía con entusiasmo, seguía desembarazada y feliz. Yo la destaqué sobre el fondo de aquella otra conversación, y al comparar las dos, no tuve duda de que ésta era la descendiente, la heredera legítima de la otra. Nada había cambiado; nada era distinto, sino —aquí escuché aguzando el oído no lo que se decía—, sino la corriente de fondo. Sí, era eso, el cambio estaba ahí. Antes de la guerra, en un almuerzo como éste, la gente habría dicho las mismas cosas, pero habrían sonado distintas, pues en aquellos días las acompañaba una especie de zumbido, no articulado sino musical e incitante, que modificaba el valor propio de las palabras. ¿Sería posible ponerle letra a aquel zumbido?

G.O.

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