1947. Por encima de las voces del público y de los engolados reclamos de los corredores de apuestas, se escuchaban los chasquidos de la pelota revestida de piel de cabra al golpear el piso y los indestructibles muros pintados de verde. Los pelotaris se desplazaban en la cancha parsimoniosos, sin prisa, con aire señorial, aunque a veces pegaban la carrera para alcanzar una pelota cerca de la alambrada. “Cien rojos”, voceaban los corredores de apuestas y lanzaban a la gente hendidas pelotas de tenis con las constancias de los envites en el interior.
Mi padre, apostador empedernido, acudía casi cada noche al Frontón México y ese 15 de septiembre del año 1947 lo acompañábamos mi madre y yo. Cada dos o tres meses invitaba a mi madre y mamá siempre aceptaba porque con cuatro hijos a su cuidado tenía pocas oportunidades de salir a orearse.
Terminó el primer partido de la jornada y acto seguido se apostaron en el centro de la cancha, vestidos de negro y plata, los integrantes del mariachi que acompañaban a una cantante de ranchero. Principiaba la llamada noche mexicana. Tras despachar un par de canciones el grupo desapareció en el túnel de los pelotaris. Y de repente se apagaron todas las luces. En la densa oscuridad empezó un sonido de tambores que fue creciendo a lo largo de la exhibición. Los altavoces anunciaron la presencia de la bailarina tahitiana Tongolele y un instante después en la parte más alta de la tribuna encendieron un poderoso reflector que iluminó la parte central de la cancha. Se hallaba ahí una mujer sin más atavío que un sostén decorado con pedrería, una tanga igualmente adornada y, cayendo de la tanga, dos trozos de tela vaporosa que alcanzaban los tobillos. La mujer era joven y hermosa, muy blanca, con una abundante cabellera negra. Cuando encendieron el reflector posaba inmóvil y por un instante la creí una estatua. Para sacarme del error comenzó a mover el cuerpo siguiendo el ritmo lento de los tambores que tocaban en la penumbra. Con suavidad balanceaba las caderas, en puntas de pie adelantaba una pierna, la otra, retrocedía dando pequeños saltos, azotaba el aire con la furiosa cabellera, giraba, sacudía de pronto el cuerpo entero, sus ondulantes brazos parecían prodigar caricias fantasmales. Creció el fragor de los tambores, el ritmo se hizo más rápido y la sílfide apresuró sus movimientos. Perseguida por el chorro de luz del reflector, emprendía la carrera y cuatro o cinco pasos más allá se detenía, meneaba unos instantes las caderas, agitaba los pechos y otra vez a correr y vuelta detenerse.
Cesó el golpeteo de los tambores. La bailarina, inmóvil bajo la luz azulada del reflector, una rodilla en el piso, los brazos abiertos, inclinó la cabeza en señal de reverencia y el público estalló en una aclamación larga y entusiasta. Cuando las luces se restablecieron, Tongolele se había esfumado. Cuatro pelotaris entraban a la cancha atándose las cestas.
Mamá empezó a reprocharle a mi padre que nos hubiera llevado a presenciar el espectáculo de la desnudista.
—No tienes conciencia, Juanito es un niño, un inocente de apenas nueve años.
Mi padre replicó que no estaba enterado de que fueran a presentar una danzarina.
—Además —añadió—, no mostró nada que no enseñen las bañistas en cualquier playa.
—¿Y qué me dices de sus obscenos contoneos?
A mi padre se le iba agriando el gesto y para escapar del tenso escenario pedí permiso de ir al baño. Bajé al nivel de la cancha y crucé un breve pasaje para alcanzar el enorme vestíbulo debajo de la tribuna. De ese lado había oficinas, ventanillas de apuestas, vestidores y baños públicos. Satisfecha mi necesidad me dispuse a volver a la tribuna, y a punto de internarme en el pasaje se abrió una puerta y apareció la bailarina envuelta en un abrigo de pieles. Era muy bella, tenía unos ojos verdes relampagueantes.
—Te vi bailar —le dije.
Ella se inclinó, quedó su rostro a la altura del mío.
—¿Y te gustó?
—Me gustó mucho.
Sonrió, tomó mi cara entre sus manos y me plantó un beso en los labios.
Pasaron muchos años. Tongolele se convirtió en una estrella del cabaré, el cine y la televisión. Me enteré de que nada tenía de tahitiana; había nacido en Estados Unidos, hija de un español de apellido Montes. Cuando se presentó en el Frontón México era una chiquilla de quince años; hoy es una mujer ochentona que, dicen, ha perdido la memoria. Hará unos veinte años nos encontramos por última vez. Ella salía de ver una película en las salas de cine de los estudios Churubusco; yo esperaba para entrar a la siguiente función. Inesperadamente, Tongolele se hallaba frente a mí. Abrí los brazos para acogerla y de manera inexplicable ella pasó de largo. ¿Sería que desde entonces había perdido la memoria? ¿No recordaba el beso que alguna vez me dio?
AQ