“Venga a las cinco. Mi valet chino le abrirá”. La voz en el teléfono era extraña, el tipo, de metal que rechina, que tienen los malos en las películas de horror.
Por ese entonces yo pasaba algunos días en Nueva York, y Viva me había preguntado si quería conocer a Fred Hughes: él había sido el empresario y amigo de Andy Warhol, muerto seis meses antes, que se ocupaba de todos sus negocios desde la época en la que, luego del disparo de Valerie Solanas que lo había dejado en coma, había abandonado la bohemia excéntrica y la fauna histérica de la Factory de la que era animador inanimado para adoptar el status de pintor de corte venerado. Recientemente había visto en un artículo de Vanity Fair una foto donde son recibidos en audiencia en el Vaticano por el papa Juan Pablo II: Hughes, de rostro fino, mirada viva, cabello negro alisado, tenía un aire de playboy que contrastaba con el lado elástico distendido de Warhol, vagamente lunar, los ojos redondos y el peluquín blanco, una figura de cartón. Llevaba bajo sus camisas de Saks corsés color pastel para comprimir la gran cicatriz cosida sobre su abdomen y un chaleco anti-balas, ya solo frecuentaba el jet-set internacional y Hughes, antiguo consejero artístico de los De Menil Schlumberger, fortuna petrolera, se encargaba de conseguirle encargo tras encargo para sus famosos retratos cuadrados –polaroids transferidas a tela– de estrellas del pop, modistos famosos, industriales y jefes de estado, a quienes retocaba los párpados de azul, malva, rojo magenta o rosa pálido. Y Andy hacía lo que Fred decía: “Fred piensa que… Fred me dijo que había que…” ¿Acaso no había escrito, hacía tiempo: “I would like to be a machine”?
Era un mes de abril, solo había que atravesar Central Park desde el hotel Mayflower donde me hospedaba, el taxi pasó frente al Plaza, con sus torres como un castillo emergiendo del bosque, después se internó en el parque, las matas de arbustos de tal variedad de orígenes y colores que parecían artificiales, las piedras dispersas aquí y allá parecían de cartón y en ellas se reflejaba la luz como en una mica, los pequeños puentes de madera surcando listones de agua plateados y los coches tirados por caballos adornados y sus cocheros de opereta.
Llegamos a una calle tranquila bordeada de árboles, ahí había una pequeña casa de tres niveles con contraventanas de colores desteñidos, un poco intemporal y de la que yo esperaba ver surgir corriendo, larga silueta aún estropeada por su juerga nocturna, a Holly Golightly salida de Breakfast at Tiffany’s.
Llamé y la puerta se abrió sola: nada de valet chino sino el príncipe Carlos en uniforme de gala… no, no me abría la puerta: estaba recargado contra el muro de una gran pieza vacía que daba a la entrada… pintado de pie, a la manera del XIX.
“¡Jacques, suba! ¡Estamos arriba!” Era la voz de matraca que había escuchado al teléfono. Una vez en la planta alta, atravesé un vestíbulo donde estaba colgada la foto enmarcada del último de los Romanov: la imagen sepia de un niño de cinco años en traje de marinero. A Fred parecían gustarle las altezas. ¿O todo se debía a los muebles de Andy Warhol que él había heredado en parte y quien aún vivía aquí recientemente?
Viva ya estaba allí, su perfil aquilino se recortaba contra la ventana y contra los árboles. Estaba sentada frente a un hombre de cabello escaso, vestido de traje y corbata, con pañuelo junto a la solapa; yacía medio atravesado en una silla de ruedas: esclerosis en placa, me había dicho ella. Luego de las presentaciones y los formulismos de costumbre, la voz incontrolable de codificador de voz sintético había alzado el tono. Su gesticulante expresión perpetua no me permitía saber si se trataba de un insolente refinado o solo de alguien nefasto: “Shoooli! Shoooli! Traeee shoooli! Ustedes los franceses siempre dicen shoooli!” Dije que sí, que en Francia rápidamente todo es joli.
Justo detrás de Hughes, sobre el reborde de la chimenea, estaban alineadas nueve figurillas de barro idénticas de Mickey Mouse. Las reconocía, las había visto en un reportaje de una revista: habían sido hechas en Japón en los años treinta. Pertenecían a Warhol quien las coleccionaba. El vampiro albino adoraba a Walt Disney, y su séquito lo llamaba Drella: Drácula + Cinderella. La habitación era de una refinada elegancia pero sin apresto, mobiliario americano de época, con un aire de abandono.
Estaba absorbido en la contemplación de un retrato, esta vez del duque de Buckingham. “Cometió el grave error, dijo el esteta hombre de negocios, de ser el novio de Carlos I. Y fue poiaaagnaaardé.”
Viva había debido decir a Fred que yo escribía. El mecanismo oxidado se puso en marcha: “¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡la plum! ¡la plum!” Supuse que imaginaba a los escritores franceses con una pluma de oca, en bata bordada y arabescos impresos, formando frases caladas, con sesgos afectados, preciosidades antiguas fuera de la realidad… “Su Marcel Proust, ¿es él quien, como dicen en francés, encula moscas?” Le respondí: “No solo moscas”.
“Un poco de té con galletas. ¿Son de Dean y Delucca?”
Apareció un hombre muy joven con una charola en las manos. Estaba vestido con un blazer y camisa Brooks Brothers, la tez rosada, uno de esos jóvenes de buena familia salidos de los colegios, Yale o Princeton, y que trabajaban para Warhol como asistentes, secretarios o sirvientes. Viva se había incorporado. Dio algunos pasos hacia la ventana: siempre la misma delgadez ósea elegante –pero quizá ahora un poco demasiado angulosa–, los gestos lentos y esa frialdad calculada, esa indiferencia lánguida, todo lo que era propio de Drella. Un poco menos de soltura tal vez que cuando la había conocido en rue d’Astorg, en el departamento de un joven productor. Me había dicho aquella vez “foot model” cuando yo le había preguntado, en lugar de decir –lo que yo sabía– que era una de las “Superestrellas de Andy Warhol”. Como le pagaba poco o nada vendía sus pies para comerciales donde eran vinculados a otros cuerpos. Y era verdad que eran hermosos.
“¿Más thae, J.J.? ¿O vodka mandarina?”
La noche comenzaba a caer. El joven encendió una lámpara. Era otro pero muy parecido –el peinado impecable, la raya nítida a un lado, cuello abotonado, y sin embargo con esbozos de quijadas americanas, mandíbulas salientes, ligeramente rapaces.
Ella había sido por tanto, con Ultra Violet, Baby Jane Holzer, Candy Darling y otros más, de la pequeña banda de los “Warhol’s Superstars”, las versiones voluntariamente irrisorias de Hollywood, saliendo en películas baratas con una torpeza y una ingenuidad llenas de encanto. Hija de un gran abogado de Boston, había sido filmada desnuda la mayoría de las veces –en Lonesome Cowboy y The nude restaurant. Una naturaleza muy años sixties que contrastaba con una correcta frialdad bostoniana.
De pie frente a la ventana, miraba a lo lejos. Su boca se había adelgazado, la nariz más afilada, con el tiempo. Su lasitud afectada se teñía ahora de un verdadero hastío, y quizás de un poco de amargura. Los aires lánguidos de falsa diva de ocurrencias socarronas aún hacían efecto y parecían prolongar una época que desaparecía.
Afuera, sin embargo, la luz cristalina de abril y ese azul Nueva York, un poco frío, eléctrico, que Matisse tanto había amado eran los mismos que nueve años atrás…
…Jimmy Carter era presidente de Estados Unidos, el sida y Google no existían, el dólar valía nueve francos y el Studio 54 acababa de abrir. Había distinguido a Warhol, en medio de una multitud colorida y despreocupada de gente que bailaba, el ojo pegado a su enorme cámara Polaroid. Viva habitaba en casa de Mister Mass, el propietario de otra discoteca, ni tecno ni deslumbrante ni glamorosa, más marginal que chic, medio secreta, cerca del río, adonde iban Jean-Michel Basquiat y Madonna aún desconocidos. Al sur de Canal Street, al fondo de una callejuela oscura, sin número ni insignia; ahí era el Mudd Club, un inmueble estrecho de tres niveles. Era pausado y poco ruidoso, ahí sucedían cosas, según el piso: sexo en vivo, dos chicas me acuerdo con cadenas en una jaula de vidrio, coctel indefinible, un laboratorio de la Noche. Ese invierno Viva usaba elegantes vestidos de seda, más parecían pañoletas que vestidos. Me había contado que Mister Mass poseía una flotilla de ambulancias y yo las había imaginado estacionadas en la callejuela oscura, listas para llevarse a los clientes bajo influencia de sustancias tóxicas hacia una lejana clínica clandestina perteneciente también a Mister Mass, en dirección de los suburbios, sobre una especie de colina.
El teléfono sonó al otro lado de la mansión. Uno de los jóvenes entró a la sala y le tendió el aparato a Fred que escuchó por un buen rato, sin poner mucha atención, sin decir una palabra. Después le pasó el aparato a Viva diciéndole: “supongo que es una llamada obscena. –¿En serio?” dijo ella con un tono impasible mientras se colocaba el auricular en la oreja. Ella tenía un humor pálido, vaporoso, el humor de las rubias. Permaneció inmóvil, la mirada perdida a lo lejos, llena de lasitud y hastío, –seguramente ya había escuchado otras llamadas de ese tipo. Y Fred por su parte ¿qué no había dicho más bien: “Es la llamada obscena”, como si fuera una cosa habitual. Luego: “Dale el teléfono a Joan-Jack”. Escuché una voz de hombre técnicamente amable, y con repentinas entonaciones canallas: “Tres dedos en tu culo… Ahora chúpame los dedos de los pies, cerdo asqueroso…” Mientras escuchaba, observaba los nueve pequeños Mickeys en mameluco de tirantes: “¡Hey! De seguro quieres que te orine en tu pinche cara puerca… Chúpame los huevos perra… ¿Sigues mudo, zombie? Ponte una bolsa de plástico en la cabeza y cuélgate, ¡te va a encantar, Darling…!
“¿Más Darjeeling? –No, gracias”.
Le devolví el teléfono a Fred quien se lo dio al joven de Princeton que se había quedado de pie y sonreía. El otro joven se aproximó con la charola de laca mientras que el n° 3 encendía una lámpara, el día comenzaba a declinar, todo permaneció en silencio bruscamente, sin razón, uno de esos atardeceres de abril tranquilo y nostálgico. Ahora Viva y Fred evocaban sus años comunes de una forma mundana. Como yo ya estaba ahí, total, deseaba ver un poco más de la casa donde había vivido el artista más llamativo de este siglo.
“¿Dónde está el baño?” –Suba al segundo piso, verá un largo corredor, está al final”.
El corredor, donde había colgados retratos de cuerpo entero de reyes y reinas ingleses en marcos dorados, daba hacia muchas piezas. Abrí varias puertas. Vi una silla tapizada con motivos de leopardo, más lejos una recámara con Napoleón en los muros azules con molduras doradas y un plafón plateado. Más allá un sofá dorado –“ordenado por el zar Alejandro I”, se leía en una placa– en un salón de laca verde. Y después vi más reyes.
Cuando regresé, Viva y Fred seguían charlando, ahora hablaban de Andy. Yo miraba a Fred: incluso con ese aspecto desmedido de mal gusto algo seducía en este esnob egómano. Los alemanes tiene un término: totchic, chic a muerte o quizá lo chic de la muerte. Da un poco de miedo. Casi lo contrario de lo que es chic. Es algo prusiano. Cierta ropa de Yamamoto de los años ochenta, que parecen hechas para guerreros modernos, son totchic y también sus estuches para sombreros negros. En este chic de la muerte que tiene algo de ligeramente restringido, uno presiente la osamenta, el esqueleto. Marlene por supuesto que era totchic, su silueta en traje, cadenita al tobillo, y von Stroheim, y un poco, a veces, el duque de Windsor, y también Drácula. Es, se puede decir, lo contrario de shoooli. Y, frente a mí, con esa manera de mantenerse tieso y un poco torcido en su silla ortopédica, su voz sarcástica metálica y tras de él, como un tótem, un murciélago disecado polveado de oro, “paerteneciiú a Rooobert de Montesquiou”, Fred Hughes, al ocaso de la tarde que alargaba su sombra, era totchic.
El joven de Princeton volvió, tenía, aplanado contra sus manos un pesado registro encuadernado en cuero, abierto. Se detuvo, con un aire solemne, a la derecha de Fred y como mayordomo dirigiéndose a una alteza en su palacio leyó con tono ceremonioso: “Barones Von Thurn und Taxis: cena en su departamento, lunes ocho en punto –¡Qué fastidio! No iré, dijo la voz mecánica. –Sra. Tina Chow para la inauguración de su nuevo restaurante, martes nueve en punto –¡No! –Sra. Sao Schlumberger, coctel en el hotel Carlyle, martes siete en punto –Seguramente no –Sr. Paul Mellon para un aftershow en honor de Andrew Lloyd Weber –¡Jo! ¡Jo! ¡Jo! Primero muerto. –Sra. Linda Stein, té a las cinco en su departamento de Central Park West –¡Esa bruja horrible que se cree Bette Middler!…
El staccato enronquecido se había vuelto a poner en marcha. El viejo intrigante, que partió de Texas sin un cinco, ahora despreciaba a este jet-set cosmopolita y decrépito del que provenía su fortuna. Y las invitaciones seguían, un rosario, una letanía monótona… La condesa Cristianan Brandolini, Lee Radziwill –“¡Ja! ¡Ja! ¡La momia!”–, Grace Paley, Gloria Guiness, Chryss Goulandris O’Reilly… –“¡No! ¡No! ¡No!”
Y yo estaba obligado a escuchar en silencio. Me preguntaba por qué no había esperado a que nos hubiéramos ido. ¿Bromeaba? ¿Actuaba para nosotros, hasta cierto punto cautivos y que por ende éramos su único público? Actuaba para mí porque pensaba que esa escena pomposa en un escenario tal era digna de aparecer en un libro. Y la llamada de teléfono obscena era un truco montado con algún compinche. Ese joven pleno de énfasis recitando invitaciones que recibían siempre un desprecio, ¿era puro teatro con el fin que yo creara un personaje? ¿Acaso todo estaba arreglado, desde antes, por el hecho de que yo había sido presentado como un escritor francés? ¿Este esteta millonario buscaba un memorialista complaciente? Y tal vez no había podido contratar de última hora un valet chino en una agencia de contrataciones o de comediantes. Tal vez quería, como muchos en ese entonces, salir en una película, en la tele, estar en un libro o en una revista: ¡Pues helo aquí! ¡Lo consiguió! Aunque ya no está para presenciarlo.
Nos acompañó hasta el vestíbulo en su silla de ruedas empujada por uno de los tres mozos bonitos. Cuando yo llegaba a las escaleras, me volví: Fred estaba en un pequeño ascensor, en un hueco, y, sin un gesto ni una sonrisa, se elevó como lo hizo Katherine Hepburn en Suddenly, last summer.
Recientemente cenaba en el restaurant de Davé, cerca de Palais-Royal. Los muros están completamente tapizados de pequeñas polaroids de tiempos pasados, y algunas actuales también: imágenes, muy vívidas por cierto, de figuras efímeras de la moda, del cine, de nada. Casi todos sonríen espontáneamente y tienen los ojos brillantes. Davé está al centro de este encantador mausoleo de papel. En él percibí, perdida entre miles de estos rostros, una plaquette de cuatro o cinco cupones desprendibles, como los bonos de descuento de los grandes almacenes. “Eso, dijo Davé, son invitaciones para la primera exposición de Warhol…” Entonces le conté de aquel encuentro con Fred Hughes. “Pero por supuesto, claro, era bien sabido, dijo con acento asiático mi amigo el pequeño restaurantero siempre bien informado de todo, Warhol se aburría al final, la época ya no lo divertía, los clubes nocturnos tampoco, ni siquiera el arte. Volvía a casa temprano pues se había suscrito a una mensajería erótica”. De modo que, aquella ocasión, poco después de su muerte, el abono todavía debía de ser válido y una voz seguía llamándolo a distintas horas. Las repugnantes propuestas, las órdenes obscenas, estaban entonces dirigidas a un muerto.
Traducido del francés por José Abdón Flores
Tomado de Obsessions, Ed. Gallimard, 2014.
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