Para Nicolás Medina Mora
Heterónimos, trasuntos, desdoblamientos (triplicamientos, a veces), variaciones y conjugaciones de n al infinito de sí mismos... Quienes escriben no se conforman con todo lo que cabe en un nombre, en una persona. Si, como Whitman, hay quienes contienen multitudes, hay escritores que bajo su nombre son una literatura en sí mismos. Algo así afirmaba Paz sobre Reyes, algo así se puede decir sobre la obra de Gabriel Zaid.
Desde hace tiempo mantengo con un amigo, editor también, una airada y divertida polémica a propósito de la inexistencia física de Gabriel Zaid. Me explico: el quid del asunto radica en que mi colega sostiene que el poeta regiomontano no puede ser sino un invento de la CIA. Una de las últimas conspiraciones que siguen en pie, gracias a la fidelidad, al pacto de silencio de quienes participan en ella. Es decir, que el nombre “Gabriel Zaid” sirve como persona moral, seudónimo, paraguas, como una máscara polimórfica que un nutrido grupo emplea para publicar algunas extravagancias y divertimentos, ensayos originales, críticas agudas, hipótesis y propuestas económicas avanzadas y heterodoxas y un manojo de traducciones inspiradísimas. Amén, por supuesto, de una poesía enamorada del mundo y su vaivén, que bebe de la tradición y mana como fuente para quienes quieran asombrarse y reírse de lo cotidiano.
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Si bien se sabe que la carga de la prueba recae sobre quien acusa (i.e. si no existe Zaid, ¿cuáles son las pruebas?; si es una maquinación, ¿quiénes son los sospechosos detrás de ella?), actúo por vía inversa: ¿cómo se puede probar la existencia de lo ausente? Algunas tentativas de prueba con sus posibles réplicas:
1) La más obvia: fotografías. Una foto de un hombre sosteniendo el número 48 de Plural (a la altura de su rostro, por lo que no basta). Otra (hoy inencontrable) por la cual algún metiche periodista recibió una demanda.
2) Las apariciones públicas (infrecuentes, más bien tendientes a cero). La más conocida: su ingreso a El Colegio Nacional (un actor pagado) cuyo discurso saludó Rubén Bonifaz Nuño y respondió Ramón Xirau (dos de los extintos conjurados).
3) Testimonios de quienes lo conocieron o lo han tratado. José Emilio Pacheco: hacia 1966 o 1967 “Una vez me llamó por teléfono y me dijo: Vamos a conocernos, estamos a dos cuadras de distancia” (imposible de corroborar por ausencia del testigo). Paulina Lavista: “No recuerdo el día, mes o año exacto en que conocí a Gabriel Zaid personalmente. Salvador Elizondo me había hablado de él” (claramente dos miembros de la intriga).
4) Entrevista, quizá la única de la que tenga mención. Elena Poniatowska (parte de todos los complots posibles en el mundo literario) logró conversar con él hacia 1972, a propósito de su Ómnibus de poesía mexicana. Ahí Zaid da una pista de su método, del gran motivo general de su trabajo como ensayista, poeta, crítico: “Leer y releer por años, sin prisa, vuelve otro al lector, y otra su lectura, al paso de esa extraña experiencia de la vida que es la lectura misma”.
5) Queda como prueba su obra. “Yo mismo no sé mucho de su vida. Su biografía son sus libros”, dice Enrique Krauze en el recuerdo de una tarde en que invitó al poeta a conocer a Daniel Cosío Villegas.
Aprecio en la “conspiración Zaid” dos valores infrecuentes en nuestra vida pública: la honestidad y la valentía. Honestidad del crítico literario que dice “esto me gusta y aquello no, y aquí van mis razones aunque incomoden”, porque de lo que se trata es menos de una receta que de acompañar el viaje de otros lectores. Valentía de enfrentar al poder político, de llamar a cuentas a los colegas (ahí su “Carta a Carlos Fuentes”), de ensayar en todo el sentido de la palabra alternativas económicas no para acabar con la pobreza, tarea propia de Sísifo, sino para hacer más autónomos a los individuos.
Hay también, en la obra de Zaid (y de sus conspiradores), una apuesta que no ha sido del todo valorada. Ensayar un camino en el que se pueda echar mano prácticamente de todas las influencias, de las más variadas tradiciones y motivos. Del economista que teje vasos comunicantes entre Marx, Ivan Illich o E. F. Schumacher, del poeta que revisa la extraviada cultura católica, el modernismo y la poesía en lenguas originarias, y del ensayista que va tras la pista de un misterio, propone un teorema, o emplea la astrología como metodología literaria. Todo con un rigor que se desenvuelve en carcajada, con el deleite de hablar de los grandes temas de la forma menos solemne.
De ser cierta, la conspiración habría tenido mucho éxito. Tanto que valdría la pena replicar el modelo Zaid a lo largo y ancho del orbe. Que un grupo amplio de poetas, ensayistas, críticos culturales, científicos sociales reúnan lo mejor de su obra, lo más depurado, que logren crear una idea de mundo y vida (una en la que todos seamos más libres), y un estilo eficaz, sencillo y poético suena a una tarea descomunal. Tendrían que ser cientos o miles en una conspiración de 90 años, demasiados libros, y tanta dicha por el misterio que todavía nos depara el mundo.
(Esto, por supuesto, es solo una cifrada invitación de un lector agradecido que quiere unirse a la conjura.)
Julio González es ensayista y editor de Nexos.
ÁSS